Los muertos duermen
La tanatoestética es una profesión que, en Uruguay, se encuentra poco desarrollada. Quienes quieran formarse en ella, no podrán hacerlo en el país y, quienes quieran ejercerla, tendrán que enfrentarse a la falta de regularización y de clientes. Si en Uruguay un profesional hace, con suerte, cinco tanatoestéticas por semana, en países como Francia se hacen treinta.
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Las puertas las abrió alguien del lado de afuera. Entró la luz de un sol en pleno medio día y se deshizo entre la que largaban las lámparas en el techo. Casi todo era gris menos la furgoneta que entró. Era blanca.
Se posicionó con la caja cerca de la puerta que llevaba a las salas. Se apagó el motor. Bajaron dos hombres uniformados, saludaron con las buenas tardes y acercaron una camilla metálica. Hacía sonidos como de consonantes y no tenía amortiguación. Solo eso, una plancha de metal con ruedas: vacía, pelada, desnuda.
Los uniformados abrieron las puertas de la furgoneta y acercaron, del fondo, un féretro. Cerca del borde, lo levantaron y lo acomodaron sobre la camilla. El cajón era de madera, sonaba poco. Sobre el cuerpo que está dentro solo se sabe que su nombre es Ileana y que murió esa misma mañana.
Se le dice féretro cuando hay un cuerpo dentro. Antes, es un simple cajón.
La camilla la llevaron hasta la Sala 4, la segunda a la izquierda. Los esperaban dos pedestales donde colocar el féretro. Lo subieron, lo acomodaron, observaron que hubiera un eje entre la ubicación y la cruz de la capilla.
Javiera Núñez observaba en silencio, sobre un costado de la sala. Tenía la espalda muy erguida y las manos se las agarraba ahí mismo, detrás del cuerpo. Podría haber sido un soldado. De repente, con una sonrisa, dijo:
—No sé cómo está; por eso me traje todo, por las dudas.
Tiene 28 años y hace cuatro trabaja como asesora de servicios en una empresa fúnebre. Estudió y se formó en tanatoestética, tanatopraxia y como auxiliar forense. Es quien se va a encargar de hacerle el tratamiento estético a Ileana antes del velorio.
El nombre del tratamiento es tanatoestética, parte de otro procedimiento general de conservación de los cuerpos sin vida llamado tanatopraxia. La estética se encarga de embellecer el cuerpo a través de maquillaje, aplicación de sustancias químicas y otros procedimientos. En definitiva, intenta que el fallecido tenga aspecto de dormido.
Debajo de la tapa había una señora mayor. Ojos hundidos, canas, un leve bigote, labios emblanquecidos y arrugas. El instante en que abrieron el féretro fue breve y silencioso. Ileana tenía puesta una mortaja, una tela blanca que cubre todo el cuerpo menos el rostro.
Los hombres uniformados saludaron y se retiraron con la camilla de metal vacía. Javiera se acercó a un sillón con cajas y botellas donde lleva casi todo lo que necesita para llevar a cabo una sesión de tanatoestética.
—La mortaja es lo que siempre hay que cuidar que quede impecablemente blanca.
Enseguida colocó papeles alrededor del rostro, en la intersección entre la cabeza y la mortaja. Los acomodó para que no se salieran y para que ninguna mancha arruinara el trabajo.
—Puede ser una gotita minúscula de sangre, pero es como si manchara todo.
La mortaja era muy blanca y era cierto, cualquier mancha de sangre podría parecerse a un cartel de neón en la noche.
—¿Cuál es la causa de muerte?
—Generalmente lo sabemos. En este caso no te sabría decir porque ni bien entré, me di cuenta de que estaba perfecto para hacer tanatoestética. Me emocioné, ni vi lo que había pasado.
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Cuando llega a un cumpleaños, o casi que a cualquier otro evento social, le hacen preguntas. “Todo el mundo quiere decir que maquillo muertos” y enseguida escucha: ¿No te da impresión? ¿Nunca viste nada paranormal? Lo bueno, según Selene Gutiérrez, es que con el tiempo la gente que la rodea se acostumbra y empiezan a educarse en el tema.
Tiene 31 años y cuatro hijos. Para ellos es tan normal que su madre arregle personas muertas previo a sus funerales que lo comentan en la clase con su maestra o sus compañeros, como si se tratase de cualquier otra profesión. Al día siguiente de un primero de mayo, Día del Trabajador, la citaron en la escuela para que, junto con otros padres y madres, fueran a contar a los alumnos sobre sus trabajos. Primero fue su marido, que es policía, y después fue ella. Mostró su maletín, sus instrumentos y todo aquello provocó preguntas como: ¿es difícil vivir con la muerte?
En su casa, Selene le dice a sus hijos que no tengan miedo de la muerte porque todos venimos a cumplir un tiempo en la Tierra y, después, se acaba.
El primer encuentro que tuvo con ese concepto fue cuando falleció su abuela, con demencia senil. Ella era una niña. Cuando sucedió, su madre se fue a hacer las llamadas de rigor y ella se quedó sola con el cuerpo inerte de su abuela. La miró y tuvo ganas de arreglarla, de dejarla más linda. La muerte no la espantó, sino que la atrajo.
De lo primero que se dio cuenta fue de que la piel estaba fría. Empezó a tocarla mientras esperaba que viniera la ambulancia.
Antes de la tanatoestética probó con varias cosas: diseño de vestuario, maquillaje (regular, para vivos) y la policía. Asumió, en ese último lugar, que quería ir hacia la criminalística, pero fue el volver al maquillaje lo que la acercó a la que sería su profesión definitiva .
Cuatro años atrás, Selene era miembro de un grupo de Facebook de maquilladoras de Argentina. En Maquillart se hacían competencias y desafíos de sombreados con imágenes que se publicaban en el grupo. De ese material se nutría para hacer sus propias intervenciones, hasta que un día apareció una publicación sobre tanatoestética. Fue la primera vez que se encontró con el término.
No había investigado nada, pero sabía que le gustaba.
Le pidió información por Facebook a la mujer que había publicado, quien iba a dar un curso en Buenos Aires. Aunque no implicara prácticas reales, con fallecidos, Selene se anotó y le permitieron guardarse un lugar el curso mostrando que tenía el pasaje comprado.
Su marido le dijo que se quedaba con sus hijos, su madre juntó un sobre con dinero para ella y su padre le mostró con un mapa a dónde tenía que ir en Buenos Aires, a la antigua. En realidad, Buenos Aires no le era ajena; casi toda su familia es argentina.
Viajó en el Buquebus de la noche y fue a buscarla un primo suyo, que la llevó en moto por la autopista Panamericana. No desayunó, llegó directo al curso diez minutos antes de que hubiera que entrar. Al escuchar hablar a la profesora, se sintió en casa. Cuanto más le decían que tenía que intervenir cuerpos, más le gustaba. No sabía (y no sabe) por qué, pero la idea le atraía. Al lado suyo, otros alumnos iban yéndose por la misma razón por la que ella se quedaba.
Practicó suturas, taponamiento y maquillaje sobre cabezas de chancho. Al parecer, la piel del humano es bastante parecida.
En la vuelta hacia Montevideo fue leyendo todo el texto teórico que le habían dado y llevó consigo el kit para principiantes. Dentro, tenía las herramientas básicas que usaría, de ahí en más, para trabajar.
Se ofreció en las funerarias de Montevideo y hoy se alegra de que nadie la haya contratado: “no estaba preparada”, dice. En ese tiempo leyó mucho, miró muchos videos e incluso habló con varios dentistas para que le explicaran, por ejemplo, el funcionamiento de la mandíbula. Cuando sus hijos querían poner dibujitos animados en YouTube, se mostraban en pantalla recomendaciones de contenidos sobre tanatoestética.
Seis meses después, apareció el segundo curso. Esta vez, las prácticas eran reales: trabajaría sobre cuerpos humanos sin vida. Era más caro, más largo y también en Buenos Aires, así que Selene pidió hacer solo la parte práctica. Para la teórica no le alcanzaba la plata ni el tiempo. Pasó dos semanas haciendo prácticas del otro lado del Río de la Plata.
Si el primer curso se basó en cosas como la bioseguridad, el segundo tenía todo que ver con lo práctico, con “meter mano”, dice Selene. Ella se protegía, como le habían enseñado, con el EPI (equipo de protección individual): sobretúnica, doble guante, casaca, pantuflas, tapabocas y lentes.
Mientras hacía las tareas de la práctica, pasaban con bandejas de bebidas y comida. Para mantener asépticos sus medios de protección, como le habían enseñado, no tomó ni un sorbo de agua. Mientras a ella le corrían las gotas de transpiración, otros compañeros salían a comer y fumar.
Cuando volvió a Montevideo compró una figura de espuma plast para seguir practicando reconstrucción. Le hacía cortes, usaba cera con calor, después aprendió a hacer la suya mirando videos.
Su primera experiencia con un cuerpo fuera del curso fue en Forestier Pose, una funeraria en Montevideo. Desembolsó el cadáver de una mujer de unos cincuenta años que había estado internada un tiempo. Recuerda haber improvisado teniendo que taparle una franja de canas con labial rojo. La mujer se teñía el pelo de colorado.
Después, la familia llamó para agradecerle su trabajo.
Y empezó a conseguir más encomiendas, a través del boca a boca. Le contó a todo el mundo lo que hacía, y sus amigos a su vez les contaron a los suyos. Cuando le hicieron una nota en el diario El País de Uruguay, la conocieron un poco más. También creó su página de Facebook llamada Tanatoestética Uruguay, así que también empezó a aparecer en los buscadores.
Haciendo diez servicios por semana, en una semana buena, Selene quiso tener todo en orden en caso de que las autoridades cuestionaran por qué tenía en su poder ciertos químicos peligrosos que, en realidad, usa para trabajar.
Preguntó cómo regularizar su profesión y obtener un permiso para portar esos químicos en el Ministerio de Salud Pública, en el departamento de Salubridad, y nadie sabía. Tampoco le daban una respuesta sobre cómo respaldarse. Cuando habló con un forense en el Hospital de Clínicas, quizá el hospital público más grande de Montevideo, este le preguntó si tenía la vacuna antitetánica. Si era así, podía quedarse tranquila, que se fuera y que no hiciera más preguntas.
“Si querés hacer esto tenés que acostumbrarte al no”, agrega Selene. No podrás estudiar en tu país, no podrás regularizar tu profesión, no podrás tener demanda de trabajo, no podrás hacer entender a muchos el rol que cumple en un velorio. No podrás.
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Roció el rostro de Ileana con desinfectante en spray y, después, hizo un ademán, con las manos, de estar pronta para trabajar. Antes de apoyar las manos sobre la frente, frenó. Dudó y enseguida aclaró:
—Siempre comienzo con un masaje, así se libera la rigidez cadavérica. Uso crema hidratante común y corriente.
Volvió y sacó de su caja una loción y puso unas gotas en su mano. La colocó, primero, sobre las mejillas y empezó a masajear. La piel es lo primero que muestra signos de sequedad después de que un corazón deja de bombear sangre.
—Si la familia no se da cuenta que se le hizo algo, mejor. Eso para mí es éxito.
Lo dijo mientras apartaba las manos y las batía para que la crema secara más rápido. Aireaba.
—Siempre utilizo doble par de guantes para protegerme de cualquier cosa.
—¿Son muy infecciosos?
—Tanto como tú y yo.
Javiera volvió a dirigirse hacia su caja con herramientas y maquillaje. Revolvió y sacó una pinza tan larga como una mano y su dedo índice sumados. De al lado tomó una línea de algodón y la acomodó para que la pinza la sostuviera. Ese proceso se llama taponamiento.
—Con el hisopado y esto llegamos al mismo lugar.
Cuando se hace un tratamiento estético, lo ideal es que los algodones que se van a colocar por las fosas nasales no se vean. Quiere evitar que, como ha ocurrido en velorios uruguayos, se vean unas bolas blancas mal ocultadas.
—Sigo poniendo algodón hasta que se sienta como una pared; así, durante el velatorio, la familia no se va a quejar de que está perdiendo líquido. Hay que ponerle todo lo que se pueda por eso, para que no lo vean como un cuerpo descomponiéndose. La idea es que puedan estar tranquilos mientras lloran la pérdida.
En el rubro fúnebre se aprende sobre la marcha, así que cuando se heredan costumbres mal hechas, se perpetúan. La formación terciaria no existe, al menos no a nivel formal. Para aprender hay que cruzar, como mínimo, a Buenos Aires.
Javiera, al igual que Selene, compró su pinza fuera de Montevideo, en la orilla vecina.
—La mayoría de las funerarias lo hacen con una pinza normal que es demasiado corta, hasta lo he visto hacer con destornilladores. Yo la cuido como si fuera mi madre, la trato así.
—¿Alguna vez has trabajado con un familiar?
—No.
—¿Y lo harías?
—Sí. Nadie lo va a tratar con más cariño y respeto que yo.
Cambió de lado del féretro y explicó que en esa narina iba a precisar menos algodón porque todo va a un lugar común en el fondo de cada orificio .
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Selene solo conoce a dos personas que, como ella, trabajan la tanatoestética en Uruguay de manera profesional, aunque no siempre estén disponibles. A una no le gustaba mucho hacerlo, pero lo hacía para mantener su trabajo en una funeraria conocida. Javiera cree que son menos de diez personas en todo el país las que están activas en el rubro aunque tampoco hay pruebas porque la profesión no está regularizada.
Según Cristina Villamayor, presidenta de AEFI (Asociación de Empresas Fúnebres del Interior), en el país, sin contar la capital, existen alrededor de 120 empresas fúnebres. En Montevideo, son unas 15.
Aunque se quisiera saber con precisión, no podría. El rubro no se puede especificar, ni siquiera, a la hora de facturar el servicio. Generalmente se pone “funerario”, “maquillador” o “trabajador independiente”. Entonces, los que se conocen entre sí, es porque han escuchado hablar el uno del otro o, en alguna ocasión, se han cruzado.
Mientras Javiera trabaja en Salhón, una empresa fúnebre en Montevideo, Selene responde a llamados de emergencia. Trabaja cuando la llaman y de donde la llaman. Por eso, intercambia directamente con las familias y no con las funerarias, aunque sean estas las que facilitan su contacto.
Ella cobra su servicio en ochenta dólares, sin importar que el cuerpo precise mucha reconstrucción o solo maquillaje. El pago va directo a su cuenta bancaria porque está registrada como monotributista. En Uruguay, el monotributo es un régimen para quienes realicen actividades empresariales de una dimensión económica reducida.
Por la circunstancia en que se solicita este servicio, Selene no exige el depósito de inmediato. Se maneja diciendo que la llamen después porque, frente a la muerte, considera necesaria esa sensibilidad. Primero, doler. Segundo, pagar.
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– Creo que hay cierto grado de artesano y de artista en este trabajo porque no son solo las técnicas de maquillaje, sino que es recuperar la imagen de lo que fue en vida. Podés hacer un maquillaje de novias impresionante, pero no va a funcionar en una persona fallecida, menos en Uruguay que es un país donde las personas generalmente se maquillan al natural. —dice Javiera.
La primera vez que se enfrentó a un cuerpo, fue como si lo hubiera hecho siempre. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer.
Ella también fue a educarse en tanatopraxia en Buenos Aires con ayuda económica de sus padres que, en aquel momento, pensaban que cuando su hija viera un cadáver saldría corriendo .
Eso, se sabe que no sucedió.
De a poco, su familia fue comprendiendo que la tanatoestética y la tanatopraxia no tienen solo que ver con los rituales estéticos después de la muerte, sino que también son una forma de ayudar a los seres queridos a atravesar el duelo. “Es una imagen que te va a aliviar el sufrimiento de la pérdida porque es muy chocante encontrarse con un cuerpo sin vida”, agrega.
Maquillaje, en realidad, usa poco. Lo que más repone son los químicos (ácidos) que permiten que el cuerpo recupere el color. Ayudan los masajes con crema hidratante cuando el rostro está necrosado. Son detalles, pero son los que ayudan a lograr ese aspecto natural y que para la familia, aún viva, sean imperceptibles.
Desde que empezó la pandemia del Covid-19, la solicitud de trabajos de tanatoestética en Salhón disminuyó aún más. Joaquín Salhón, gerente de la empresa, afirma que hay una tendencia a no velar los cuerpos y, en caso de hacerlo, en velorios cortos, de no más de cuatro horas. Eso, agregado a las medidas sanitarias impuestas por el Ministerio de Salud Pública a causa de la pandemia.
Otros años, al haber más demanda, identificó un perfil entre quienes solicitaban el servicio: aquellos con ascendencia italiana. Visten al fallecido de traje y corbata, con vestidos, y quieren que estén maquillados. Sin que se note.
Eso es lo primordial: que no se note. Que no parezca un muñequito de torta.
Los primeros seis meses desde que Javiera entró a trabajar en Salhón, contuvo su costumbre de mirar películas de terror por miedo a una psicosis relacionada con temas paranormales.
En realidad, es chilena, no uruguaya. A los cinco años se mudó de Santiago de Chile a Montevideo y, cuando su familia volvió, ella quiso quedarse. Estudió Licenciatura en Bellas Artes y fue mientras hacía la tesis que encontró el término “tanatoestética”. Enseguida supo que quería aprenderlo y comenzó a buscar dónde.
Su primer acercamiento con la práctica fue en Uruguay, a través de una instructora argentina que se refirió solo a lo estético, el maquillaje y el taponamiento. Javiera se quedó con gusto a poco.
Decidió cruzar a Buenos Aires a estudiar con Daniel Caruncho, de la cochería Caruncho – Péculo. Encontró el curso apenas una semana antes de su inicio. Pidió ayuda a sus padres y en noviembre de 2017 se fue a aprender sobre aquella profesión.
Con Caruncho hizo dos cursos, el de reconstrucción facial ósea y el de tanatopraxia que incluía conservación del cuerpo y tanatoestética. En cada práctica, hacía todo muy bien, como si lo hubiera hecho toda la vida.
Cuando volvió a Uruguay, preparó su currículum y lo entregó en varias funerarias. La única que la llamó fue Salhón y fue ahí donde empezó a trabajar. A pesar de ser un rubro familiar, donde generalmente las empresas se heredan de generación en generación, lo de Javiera es vocacional. Mucho antes de acercarse a la tanatopraxia se había cruzado con la muerte, a sus cuatro años, en el velorio de su abuela. El resto de su vida estuvo lejos del mundo fúnebre.
Al igual que Selene, se quiso cubrir. Por eso, hizo un curso de auxiliar forense. Aunque lo que iba a aprender eran técnicas de autopsia y tomas de muestra, la finalidad era otra. Quería poder hacer conservación de cuerpos, tanatopraxia, teniendo un certificado oficial para ello.
Quién puede ejercer esa tarea y quién no en Uruguay sigue una regulación internacional, bajo la misma ley que se utiliza para la repatriación de cuerpos muertos a sus países de origen. Esa ley no exige que sea un forense quien lo haga, pero sí tiene que avalarlo un médico forense con su firma y es más probable que lo haga si quien hizo la conservación tiene un título de técnico.
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Lo único que indicaba que en esa sala iba a ocurrir el velorio de Ileana era, justamente, el cuerpo de Ileana. También estaba su nombre grabado sobre la tapa del féretro. El resto estaba vacío, a excepción de una cruz que se alzaba a unos metros detrás de su cabeza.
De repente, entró un hombre. Dio las buenas tardes y dijo que venía a dejar los arreglos florales. Ingresó, primero, con una gran corona de rosas rosadas y blancas. “Tu esposo”, indicaba una cinta que atravesaba el arreglo.
El hombre colgó el arreglo en un gancho cerca de la pared. Se repitió, pero en la pared opuesta, con otra corona, esta vez de rosas rosadas y rojas. Esta cinta decía el nombre de sus sobrinos: Daniela, Carlos, Flor. Hijos, no apareció ninguno. Quizá, no los tuvo.
Apareció, finalmente, con un último arreglo que iría apoyado a los pies de Ileana, sobre la mortaja. Este era de hojas verdes y flores blancas. El resto de las flores vendría durante el velorio, con el resto de la familia.
—Si bien son preciosas, para mí generan más muerte. Esas flores después se marchitan y es un discurso que ya no es muy lindo. Yo, por ejemplo, preferiría que se plantara un árbol con las cenizas y que funcionen como fertilizante.
—Es lógico lo que proponés.
—Iba a poner música, pero me olvidé. Me gusta trabajar con música.
Javiera se dirigió hacia el sillón con sus cajas y apoyó el celular que sacó de su bolsillo. Lo desbloqueó, puso YouTube y buscó The Cure. Lo puso a sonar, no muy alto ni muy bajo, como si fuera música de ambiente. Empezó con “Just Like Heaven”. Volvió hacia el féretro, a seguir trabajando. Estaba más leve, quizá más distendida.
De entre sus herramientas había tomado una aguja con la que iba a suturar los frenillos. La boca, en los adultos, suele dejarse cerrada. En los niños, en cambio, se deja apenas abierta. Es una costumbre típica en los velorios. Quizá, a los niños les permita mantener el aspecto de la inocencia o, quizá, sea la forma de tolerar ese tipo de muertes: poder pensar que está dormido.
El hilo que tomó era encerado, grueso y rosado como las flores que estaban cerca. Cuando terminó de prepararla, empezó a sonar “Boys Don´t Cry”. Siguió la sutura. El frenillo de arriba y el de abajo quedaron atados por un nudo en el medio. Hizo otro. Y otro.
—Esto está bien atado si se le hacen tres nudos. Lo disimulás así, para dentro de la boca. Ahora que le cerramos la mandíbula vamos a empezar a trabajar con los químicos.
Sonó, de repente, “Friday I´m In Love”.
Dejó la aguja en su lugar y buscó otra, con la que aplicaría uno de los químicos que tenía en las botellas. La tocó, la movió en el aire y la sacudió.
—Tengo la aguja tapada, vamos a tener que ir a comprar una porque esta está tapadísima.
—¿Y qué es lo que tenés que inyectarle?
—Ese líquido que es como un relleno y queda genial.
Antes de salir de la sala, apagó la música de su celular y lo guardó en su bolsillo. Pasó por al lado de un cuaderno abierto, blanco, al lado de la puerta.
—¿Para qué se deja el cuaderno?
—Es un álbum de firmas, la gente va y firma como en las fiestas de quince.
Afuera, trancó. Ileana quedó dentro.
A la vuelta, preparó la jeringa con el líquido. Se acercó al rostro, analizando dónde y cómo colocarlo. Antes, volvió a apoyar el celular en el sillón y sonó Radiohead.
—¿Sirve para ese ojo hundido?
—Claro. Así la familia no puede percibir que le hiciste nada, queda mejor.
Inyectó en lugares clave, donde estaban las ojeras. De a poco, fue retomando el volúmen de un rostro con vida. Terminó y se dirigió hacia el otro lado del féretro. Todavía con cierta distancia, tomó una pausa y dijo:
—¿No parece menos muerta de un lado que de otro? El secreto está en ponerle lo justo y necesario.
Cuando terminó con el segundo ojo, tomó una base de maquillaje claro. Se lo colocó, con un dedo, sobre las ojeras y los párpados. Lo difuminó, esta vez con dos dedos.
Siguieron el polvo, el brillo en los labios y el rubor. La miró con cierta distancia, perspectiva, y le gustó. Puso pausa a la música de su celular, lo guardó de nuevo.
Guardó todo el resto, las botellas, los instrumentos, el maquillaje. Las cajas quedaron cerradas, como si nadie las hubiera usado.
—Yo no lo hago, pero hay gente que se dedica a esto que, de repente, le pone una fragancia detrás de las orejas. A mí me parece que el perfume es tan personal que es preferible que no tenga olor a nada.
Roció todos sus instrumentos con el desinfectante en spray.
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Hace tres años, Forestier Pose, una de las empresas fúnebres en Montevideo que ofrece más servicios, recibió un par de ofertas de tanatoestética. Conversaron con las personas que se habían ofrecido y les dijeron que la empresa las llamaría si lo necesitaba. Alejandra Forestier, gerenta de Forestier Pose, dice que nunca los precisó porque a día de hoy nadie ha solicitado el servicio.
“Es una industria muy poco desarrollada, al punto que hace no mucho se hacía con la gente de garaje o alguno de los furgoneros”, dice Alejandra.
Lo que suele pasar es que, cuando entra una persona mayor, se le pone un poco de rubor o se la peina un poquito. Es para quitar la impresión o “el color de muerte”. No es que el cliente lo pida: es un tratamiento estético mínimo que hacen en la empresa por compasión.
Según Forestier, la empresa hace entre 1200 y 1500 servicios por año y, como mucho, se solicita tanatoestética dos o tres veces en ese período. Fuera de eso, algunos consultan, sobre sus muertos, a ver si los pueden “acomodar un poquito”.
Joaquín Salhón por su parte calcula que, si en un mes se hacen algo más de 200 servicios, en ese plazo se solicita tanatoestética una sola vez. “Siendo generoso con las cifras”, agrega.
Así funciona la industria en Uruguay. En otros países, sobre todo en Europa, el oficio está muy desarrollado. Jean Monceau, tanatopractor en Francia, se educó en el IFT, Instituto Francés de Tanatopraxia. Previo a la pandemia, hacía treinta servicios semanales a 30 euros cada uno. A final de mes, después de pagar tasas e impuestos, un tanatopractor en Europa puede llegar a ganar 2300 euros, netos. En otros países, es una profesión de la cual se puede vivir.
De hecho, Monceau, quien se encargó de la tanatopraxia en el cuerpo de Lady Di, declara que en Francia hay 1600 personas tituladas y, de estas, 900 están activas.
Allí la tanatopraxia se reserva solo a quienes estén titulados. “Demasiados países permiten a los médicos ser tanatopractores, un médico no es un tanatopractor así como un tanatopractor no es un médico”, dice Monceau.
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Afuera de Salhón, en Avenida 8 de Octubre, ya estaba la familia. Casi todos adultos. Al llegar, se abrazaban, se sentaban en un banco, volvían a pararse, lloraban un poco y volvían a abrazarse. Una de las personas que llegaron era el marido. Pelo blanco, calvo en el tope de la cabeza, encorvado, con bastón. Lentes de ver sin marco.
Todos se pararon a saludarlo, de a uno, en fila.
A la vuelta, el conductor de mi taxi preguntó:
—¿Estabas en la sala velatoria?
—Sí.
—Pensé que no se hacían más velorios.
—Se hacen sí, con menos gente, pero se hacen.
Siguió un silencio.
—¿Era muy mayor?
—Sí, era.
—Es bueno que fuera mayor, es mejor que si es alguien joven.
—Sí, es más esperable.
—Exactamente. Lo siento.
—Gracias.
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Cuando son bebés, Selene entiende que la muerte es parte de la vida, pero no puede dejar de pensar en el sufrimiento de la familia. Entiende que el trabajo no hay que llevárselo a casa, pero al llegar no puede evitar abrazar a sus hijos con más fuerza y hacerles una chocolatada lo mejor que puede aunque esté cansada. En alguna parte hay una madre llorando a su hijo.
Cuando el cuerpo es de una madre joven, también, porque ella lo es. Piensa qué pasaría con sus hijos si no estuviera. Se imagina cuánto lloraría tal, o qué le pasaría a cuál. “No es que no pueda dormir o me deprima, pero sí pienso. Cuando es una persona mayor es lo que tenía que ser, sus familiares lo despidieron y vivió una vida, lo aceptás un poco más”, dice.
Los niños son los que tienen más secuelas, por ejemplo, en la coloración. Suele darse que las madres quieran despedirlos a cajón abierto rodeados de algún juguete.
Antes de la pandemia, a Selene le tocó hacer tanatoestética sobre una chica joven que había visto en la televisión tiempo atrás pidiendo colaboración económica para tratarse un cáncer en la médula. La vio en el féretro y se dio cuenta de que se trataba de ella por la foto de WhatsApp del familiar que la contrató. Todavía decía a modo de campaña “Todos por…”.
El choque, para Selene, fue encontrarse que el final de aquella historia había sido ese.
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A Javiera le tocó un hombre cuyo caso había salido en las noticias. Tenía su edad y lo asesinaron con una pistola. Ella tenía que reconstruir la herida de una bala en el rostro. La parte de atrás estaba reventada.
Las fotos del hombre estaban guardadas en una carpeta en la cual, de a poco, Javiera va armando su portafolio profesional. Hace los registros con su celular por razones profesionales, pero no se los muestra a nadie. Aparecen cuerpos del pecho para arriba, acostados todos. Son dos, una del antes y otra del después.
—¿Este sería él armado?
—Sí, ¿viste que ya el disparo no lo tiene y está un poquitito mejor?, pero no quería maquillarlo.
—Esta imagen es fuerte, está de boca abierta.
—Sí.
—Impresionante, ¿y este otro?
—Este me gustó mucho hacerlo porque lo acomodé todo yo, le puse las florcitas y todo.
—¿Te pidieron que le pusieras el rosario?
—Sí y además me costó un poco hacerlo porque tenía vitiligo. Tuve que trabajar con distintas bases.
—¿Y esta?
—Esta era la foto de referencia. Me habían llevado el maquillaje que usaba generalmente. A este otro le hice conservación de forma gratuita, era un cuerpo que tenía cáncer de estómago. No usé maquillaje ni nada, solamente los químicos.
—¿Le pasaste químicos con una bomba?
—Claro, ¿viste que recuperó el color y quedó mucho mejor?
—Sí, hay mucha diferencia.
—En este caso, el familiar que me contrató quedó súper agradecido. Era conductor de ómnibus y, una vez, me vio en la parada y frenó para agradecerme. Este lo trabajé solamente con masajes y quedó bien, era una familia italiana.
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Terminado el rostro de Ileana, Javiera se puso de pie y la miró:
—Me gusta, quedó como pacífica.
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