| mayo 2021, Por Hugo Correal Marín

El miedo a la noche en Cali

Aquí comenzó el estallido colombiano. Entre el terrorismo de Estado y la esperanza popular está el temor a lo que pueda pasar después del atardecer.  Ver lo que pasa en Cali es comenzar a entender lo que está sucediendo en Colombia.

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No se ha ocultado el sol y el ruido de la ciudad empieza a disolverse en la tensión  que produce la llegada de la noche. Los helicópteros de la Policía y el Ejército sobrevuelan la ciudad de día y de noche, las Fuerzas Armadas patrullan las calles.  La incertidumbre se ve en los rostros, se cuela en las conversaciones, se siente en el ambiente, se apodera del silencio, del sí mismo: ¿Cuántos matarán esta noche?

Se oyen disparos, motos, gritos, cacerolas, arengas, tiros, helicópteros, sirenas, rafagas de fusil, civiles armados, tiros, explosiones, cacerolas, tiros, tiros, tiros, helicópteros… Muerte.

Foto: Federico Pérez Bonfante
Foto: Federico Pérez Bonfante

Hace una semana el gobierno de Iván Duque instaló el terror en Cali como respuesta a la contundente movilización social que empezó el 28 de abril en el marco del Paro Nacional, convocado por las centrales obreras como respuesta democrática y legítima  a su gestión: en contra de su propuesta de reforma tributaria en medio de una pandemia que ha agudizado el empobrecimiento de millones de colombianos y de una reforma al sistema de salud en tiempos crisis sanitaria;  también como rechazo a  la corrupción enquistada en todos los niveles del gobierno; la gente salió a manifestar su repudio por el asesinato sistemático de lideres sociales y por los inclumplimientos del gobierno al  acuerdo de paz; en contra de la fumigación de cultivos ilícitos con glifosato, del fracking, en fin,  la ciudadanía se movilizó en contra de  un largo y trágico etcétera de desgracias nacionales. Cuatro días después del inicio del Paro el Presidente anunció que retiraría la propuesta de reforma tributaria, sin embargo la noticia no apagó el fuego que había encendido la brutal y desproporcionada represión policial en contra de ciudadanos que protestan legítima y pacíficamente. 

La violencia estatal de los últimos días sumada a décadas de gobiernos de espalda a las necesidades del pueblo, estremeció a un país adormecido por más de cincuenta años de un conflicto armado alimentado por la intransigencia, la mezquindad y la gula de poder de una clase político-económica que ha gobernado a Colombia como si fuera una finca, ellos sus dueños  y el resto su servidumbre. 

En todo el país miles de personas se están movilizando pacíficamente a pesar de la amenaza para la vida que representa el accionar criminal de la fuerza pública que reprime violentamente concentraciones pacíficas. Según la ONG Temblores, en una semana de protesta social van más de 37 ciudadanos asesinados a manos de la Fuerza Pública y civiles armados, 133 personas reportadas como desaparecidas y un número indeterminado de heridos y detenidos. Solo en Cali, se reportan al menos 15 muertos, 42 desaparecidos y cientos de heridos y detenidos; el terrorismo de Estado se ha enzañado con Cali.

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El marketing vende a Cali en Colombia y en el mundo como “La Sucursal del Cielo”, “La Capital de la Alegría”, un paraíso tropical al que lo único que le falta para ser perfecto es tener mar. Desde hace varios años, se convirtió en una parada obligada de quienes viajan recorriendo el continente atraídos por la salsa, el clima, los paisajes, la comida, la gente y sí, hay que decirlo así duela: las drogas. La ciudad no se ha liberado del lastre del narcotráfico y todo lo que implica en tanto fenómeno social, económico, político y cultural. 

Cali es la principal ciudad del suroccidente colombiano, una de las zonas del país que ha sido más golpeada por la violencia producto del conflicto armado y del narcotráfico; en consecuencia, recibe a miles de desplazados de la región pacífica conformada por los departamentos de Valle, Cauca, Nariño y Chocó. Estos departamentos han padecido históricamente no solo la crueldad de la violencia, sino sobre todo el cínico y sistemático abandono estatal que se traduce en una abrumadora falta de oportunidades que obliga a muchos de sus habitantes a abandonar su terruño para tentar la suerte en Cali. Sobrevivir en la ciudad es igual o incluso más difícil que en el campo, aquí tampoco es que haya muchas oportunidades. Razón tenía Andrés Caicedo -un ser de otra galaxia nacido en   esta esquina del planeta- cuando decía que “Cali es una ciudad que espera, pero no le abre la puerta a los desesperados”.

Estos desesperados desde hace más de treinta años vienen poblando la periferia de la ciudad: la ladera en el oeste y el Distrito de Aguablanca en el oriente. En estos dos sectores vive la mitad de los dos millones y medio de habitantes que tiene Cali, a pesar de esto, es una parte de la ciudad invisibilizada, desconocida para muchos, estigmatizada, maltratada y empobrecida. 

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Cali ha sido rebelde desde siempre, fue la segunda ciudad en firmar el acta de independencia en 1810. Entre el siglo XVIII y el XIX hay registros de un nutrido número de revueltas protagonizadas por esclavos y mestizos, motivadas entre otras cosas por los impuestos. En la segunda mitad del siglo XX, la ciudad estuvo estrechamente ligada a movimientos estudiantiles y obreros que protagonizaron protestas que marcaron la historia de Cali. 

Foto: Federico Pérez Bonfante
Foto: Federico Pérez Bonfante

En el 2002 Álvaro Uribe se convirtió en Presidente de la República y con él empezó un fenómeno que la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, democracia y desarrollo, nombró como “El embrujo autoritario”; mientras que en todo el país gozaba de altos índices de aprobación, en Cali las encuestas no siempre eran favorables. Cuando las atrocidades  de múltiple naturaleza hechas por él fueron quedando en evidencia, Cali como electorado fue una de sus primeras derrotas. Aquí Uribe y su proyecto de país no ha sido respaldado tan ampliamente en las últimas elecciones como en otras regiones. Cali es un territorio anti uribista. Cuando Álvaro Uribe sacó del anonimato a Iván Duque para catapultarlo a la Presidencia de la República y de esta manera  seguir gobernando tras las sombras -como le gusta actuar- Cali dijo No; cuando Uribe hizo campaña por el no al acuerdo de paz con las FARC, Cali dijo Sí a la paz. 

La rebeldía de la ciudad ha sido castigada por Álvaro Uribe, que aunque ya no es presidente, gobierna el país desde Twitter.

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El amanecer del 28 de abril fue particularmente bello, el cielo estaba despejado, el sol pegaba en los Farallones de Cali y al frente, al final del extenso Valle del Río Cauca,  se veía imponente la Cordillera Central. Ese sería un día para nunca olvidar, desde que salió el sol la ciudad lo supo: minutos antes de las 6:00 AM un grupo de indígenas Misak derribaron uno de los íconos del imaginario hegemónico de la ciudad, la estatua de Sebastián de Belalcázar: según la historia oficial el fundador de Cali, de acuerdo a los hechos, un genocida. Ese homenaje a la barbarie estaba ubicado en uno de los sectores más exclusivos y por ello excluyentes de la ciudad. Nunca había visto una postal más bella de Cali: la estatua  del tirano caída, una escena   ambientada por la indignación de un vecindario cegado  por la ignorancia, el clasismo y  racismo; y un cielo hermoso. Poesía hecha mañana. 

Foto: Federico Pérez Bonfante

La jornada de protesta comenzó desde las 5:00 AM en al menos ocho puntos de concentración, una semana después se registran diecinueve puntos.  Las entradas de la ciudad fueron habitadas por ciudadanos que con barricadas, camiones, cantos y sobre todo mucha dignidad, bloquearon el tráfico. En algunos lugares se presentaron ataques  a entidades financieras, transporte público y establecimientos comerciales a pesar del fuerte dispositivo de seguridad desplegado por toda la ciudad; esto  sigue ocurriendo todos los días en lugares estratégicos en los que curiosamente nunca hay policía a pesar de que el gobierno de Iván Duque legítima la violencia estatal bajo el sofisma del “vandalismo organizado”.

La narrativa oficial que ha pretendido instalar el gobierno, asume la protesta pacífica como una amenaza terrorista y al ciudadano lo despoja de toda legitimidad para convertirlo en vándalo al que le debe caer todo el peso de la ley. Y eso es lo que ha hecho el Estado, el pequeño detalle es que lo que está cayendo sobre quienes protestan no es precisamente el peso de la ley, sino todo lo contrario: el peso del crimen amparado en la ley. Desde la primera noche del primer día del paro hasta el momento que escribo esto, no han faltado las masacres. 

La mayoría de puntos de concentración están en medio de sectores populares que históricamente han sido marginados; el movimiento popular se ha apropiado de manera orgánica de lugares de la periferia que han transformado en centros, en espacios de encuentro, de lucha y de esperanza. La apropiación ha sido tal,  que los han resignificado al punto de nombrarlos de una nueva manera: Puerto Rellena ahora es Puerto Resistencia, la Loma de la Cruz está siendo llamada Loma Digna, al sector de la Luna hoy le dicen La Lucha, el Puente del Comercio devino en el Puente de la Resistencia.

La brutal, desproporcionada y criminal represión ha puesto en evidencia que Cali está lejos de ser “La Sucursal del Cielo”. Por estos días es la capital del Terrorismo de Estado y al tiempo, una ciudad que se cansó de esperar y ahora le empieza a abrir la puerta a los desesperados. Cali hoy es esperanza rebelde que esquiva las balas que disparan pobres uniformados, al servicio de un proyecto de país que pretende mantenernos anclados a la desesperanza.  

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