| abril 2021, Por Monica Vargas Leon

No es una bomba, es un poema

La exploración de la diversidad en dos capitales de América Latina a través de la historia de Tina Pit.

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No recuerdo bien la primera vez que vi un travesti.

Tengo claro, eso sí, mi primer día en el colegio de monjas al que llegué sabiendo que estudiaría solo con niñas. En el salón de clases, mi atención se limitó a una sola compañera: llevaba falda, como yo, pero su pelo era corto como el de un niño.

Entonces yo pensaba que cómo era posible que un niño usara falda.

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Tina está parada en la Plaza de Bolívar sobre unos tacos tan altos que parecen buscar el cielo. Lleva un tutú, unas mallas y un strapless. Todo negro. Además de sus pezones, muestra dos tatuajes. Ambos están en su pecho. Uno dice: “Las cosas son iguales a las cosas” y, el otro, “Poesía”. Su rostro está cubierto por una capucha que solo deja ver sus ojos cafés, sombreados por unas pestañas verdes, largas y postizas.

Cuando leo el cartel que sostiene en las manos, el que dice que ella no es una bomba, que es un poema, varias cosas se revuelven dentro de mí. Al parecer no soy la única perturbada. Tina y su letrero ejercen un efecto hipnótico que atrae todas las miradas, una de ellas es la del fotógrafo de El Espectador que, el 2 de julio de 2017, elige esa postal como portada del diario con el titular “Así fue la marcha del orgullo LGBTI en Bogotá”.

Siete meses después de aquella perturbación, llega un mensaje a la bandeja de entrada de mi correo: “Poemario del Coñocimiento de Tina Pit”. Lo envía Jorge Hernán Arce, un caleño que ya ronda el cuarto piso, que estudió contabilidad y que asegura que Tina nació como una necesidad en 2012, cuando él vivía un escenario desolador. Dice que venía del teatro y que necesitaba ser o crear a partir del arte, pero que no quería vincularse a un trabajo colectivo en ese momento.

Aunque las tiene, del nombre de Tina no da muchas razones. Conmigo Jorge se reserva, deja que me asome, pero solo un poco. Un día escribió que era “gayfóbico”, en un discernimiento en el que señala los privilegios de los hombres gays al tiempo que se pregunta por la “marginalidad e invisibilización de las otras letras”, la L, la B, la T y la I.

“¿Qué pasaba si, por ejemplo, en mi caso que era un gay de los más adaptables: blanco, rubio, con acceso a la universidad, sin ningún tipo de discapacidad, pobre pero con un futuro por delante y, más importante aún, si quería no se me notaba, qué pasaba si quería vestirme de mujer?, ¿qué pasaba si cuestionaba esa hegemonía?, ¿qué pasaba si no me sentía adaptado y cómodo?, ¿qué pasaba si me cansaba de estar en el ghetto?”, escribió Jorge.

Entonces entiendo que los tacos de Tina, además de buscar el cielo, patean furiosos los privilegios de los que gozan unos y otras no.

Jorge me explica que él maneja un concepto inventado por sí mismo, que no sabe qué tan coherente sea, pero que es. ‘Disociación simbiótica’, le llama, y “es la forma en que un cuerpo puede disociarse, dividirse en varias personalidades o creaciones o egos para complementarse. Porque ejercer una determinada personalidad, que ha sido construida en el tiempo, te limita las posibilidades. Entonces, crear otra personalidad te libera o te multiplica las posibilidades de ser”.

Leo el primer poema y otra vez me perturba, igual que su mensaje llamativo con el que negaba ser una bomba. “Esta manía mía de caminar rota, de agrietarme las grietas, derramarme a gotas”. Esa manía no es solo suya, yo también he hecho todo eso, pienso. Y estar rota, supongo, también da la posibilidad de dividirse, de autocrearse y de ser otra. Otras.

Los poemas van con dos fotografías de una Tina sin letrero, sin capucha, sin peluca y sin maquillaje, con un vestido y unos tacos negros. El vestido está alzado para dejar ver la entrepierna en la que aparece un ojo en vertical superpuesto con un truco de diseño, simulando una vagina.

Para un taller de postporno que se realizó en Bogotá en 2013, Tina hizo un video en el que está con un strapless, una capa y un liguero. Su pene al descubierto baila al ritmo de ‘Chivo expiatorio’ de Liliana Felipe, una cantante y compositora argentina que se radicó en México y le hace canciones a la hipocresía de la iglesia católica, a la desigualdad y al racismo. La del chivo es una especie de flamenco que invita a “coger como nos gusta”.

“Si lesbianas, si gays y bisexuales, si transgéneros, travestis, transexuales, hermafroditas, intersexos, asexuales, no se nos hizo ser heterosexuales”, dice la canción mientras Tina se mueve con una sensualidad sobrecogedora y lame un crucifijo que luego se introduce en el ano frente a la cámara.

“Yo que nací torcida, que me quebré pequeña. Que no me define lo que tengo entre las piernas, ni lo que dice de mí un papel. Me resisto a ser clasificada”. Eso dice Tina que, además, explica, no es una figura sexualizada, ni responde a un fetiche.

“Tina nunca es genital, ni ha sido sexual. Soy una metáfora, soy una metaficción, por consiguiente, no tengo una sexualidad y tampoco busco el deseo, ni sentirlo ni atraerlo. Nunca hemos tenido sexo como Tina”, dice Jorge.

Tina no ha follado como Tina, pero sí se le ha roto el corazón: cuando no van a sus shows o los que asisten no le prestan atención, por ejemplo. “Me rompen el corazón algunas situaciones en la vida con las que me siento impotente, situaciones que no puedo cambiar. Nos sentimos impotentes, o con el corazón roto, cuando somos contradictorias y nos damos cuenta, pero no en formas del amor romántico”, dice Tina y dice Jorge.

Tina escribe:

Tengo ganas de que el amor corporice turbulencias,

espasmosas coreografías porosas,

anárquicas exhalaciones vergonzosas;

tengo ganas de aumentar la temperatura alrededor

de mirar con cara de perro labrador…

bravo.

 A Jorge, además del corazón también le han roto las gafas. Varias veces. En un café de la Ciudad de México, el contador, que ahora se dedica a la producción audiovisual, relata que tuvo una época dura en la que expuso su vida de muchas formas y no en pocas ocasiones. “Una noche me tocó saltar por la ventana de un motel. Yo ya tenía crédito abierto en la óptica porque me tocaba mandar a hacer gafas casi que cada quince días”, me dice y se carcajea ruidosamente.

Ella y él, Tina y Jorge, se me escurren entre las manos. No sé cómo nombrarlos. Tampoco puedo definir la perturbación que me generan. Ella y él me provocan, me seducen. En este mundo estallado, me atrae que sean un poema y no una bomba:

 Se me olvidaba,

porque recordar es un acto,

que soy un poema,

hecha de poros

y viscosidad,

de palabras

que se alinean

desordenadamente

intuyendo el sentido

y la gramática.

Se me olvidaba

que voy a morir,

porque morir es un acto,

y que solo voy a dejar

el azar de la palabra efímera

y la sutileza

del suspiro,

si lo hay,

de quien lee

la verticalidad

y el vértigo

de mi azar

Tina Pit frente al Congreso de la Republica. Plaza de Bolívar. Bogotá. Foto de Alejandra Ospina.
Tina Pit frente al Congreso de la Republica. Plaza de Bolívar. Bogotá. Foto de Alejandra Ospina.

Jorge me dice que Tina no es un travesti, aunque en una foto aparece Tina con un cartel afirmando lo contrario: “Soy travesti y no quiero que me envíes la foto de tu pene por Facebook”. “Dentro de todas las formas de expresión siempre va a llegar alguien que te va a normalizar. Ser travesti también tiene sus normas. Hay gente que dice cómo se tiene que ser travesti. A mí no me gusta la palabra drag queen, no me gusta la palabra travesti, no me gusta la palabra mujer como identidad”, explica Jorge.

A Tina le gusta la palabra “travela”. Dice ella que porque es más de la calle. Y le gusta también la palabra “disidenta”. Dice ella que, porque hay que disentir siempre un poco de todo lo que la gente te quiere imponer, de cómo debe ser o no debe ser una cosa, una expresión o una forma.

A mí me gusta Tina y la posibilidad que ella me da de ver otras posibilidades. En la Ciudad de México voy al Marrakech Salón, en la Calle República de Cuba. En la barra, baila y canta Regina, una travesti con falda cortica, medias de malla y un culo maravilloso.

“Recuerden que acá en el Marrakech Salón tenemos un lema: la que no es puta es pendeja”, le dice Regina a su público y suelta una sonrisa que lo ilumina todo, sobre todo a mí.

Los hombres se besan con los hombres y las mujeres con las mujeres, entre un humo denso y rosado. En una de las paredes una luz de neón anuncia que, “joto es amor” y yo me siento muy lejos de las monjas y sus (j)aulas de clases.

Una mujer casi ebria que disfruta del show y del baile me pregunta: “¿A quién le estás echando el ojo?”

Yo: “A ella”

La mujer: “¿Es una vieja o un güey?”

Yo: “Es una diosa”.

Así le respondo mientras imagino el pelo corto de Regina debajo de la peluca y no importa. Las diosas no se definen por su cabello o lo que tienen entre las piernas, entonces no importa.

La mirada de Regina se clava en mi mirada y yo siento que la quiero, y le agradezco que me ofrezca otras posibilidades. A mí, una estudiante de colegio católico que creció a merced de eso de que “las niñas buenas no se sientan con las piernas abiertas”, con la constante orden de tener que taparlas de principio a fin y también la de no sentir placer, no gozar. Tres décadas después, ahora, puedo ser una puta y cantar y bailar y coger como me gusta. Tina, Jorge y Regina me quitan de la espalda el peso ese de ser una niña buena, me muestran que tal vez la vida se trate de ser y ya, sin etiquetas.

Tina camina sobre una trocha. Es una trocha que yo también he andado, pero de otra manera. La trocha no es la autopista pavimentada y sin baches que andan las personas que tienen casi todo claro y responden a lo que se espera de un adulto promedio. En la trocha vamos las disidentas, las que alguna vez hemos tenido que saltar de la ventana de un motel. Vamos las confundidas, las que no sabemos qué hacer con nosotras mismas y, aunque creemos que no existe la normalidad, sufrimos al sentirnos fuera de ella. En la trocha vamos las contradicciones innombrables a las que nos cuesta tragar entero.

“Búrlate de esa que siente culpa. Eso es lo bonito de ser varias personas. Tenemos muy poco tiempo como para sentir culpa (se me olvidaba que voy a morir, pero ella me lo recuerda). Hay que agotar el deseo, disfrutarlo y matar a la culpable. Tal vez sea eso lo que te llama la atención del transformismo”, me dice Tina tierna y amorosa.

 La que soy da gracias a la que fui.

La que seré dará gracias a la que soy.

La que pude haber sido queda libre para ser otras.

La que no fui ya no es negación.

Agradecida.

Tina camina en la trocha y esquiva los baches elegantemente entaconada. Al verla la quiero, y siento que tal vez un día voy a ser capaz de quererme a mí. Entonces mato a la culpable que nació cuando me reprocharon el ser muy caliente, o el no querer tener sexo; la culpable que nació por “ser muy inteligente” o “muy tonta”, “muy sumisa” o “muy libre”. Mato a la culpable que nació cada vez que me invitaron a un matrimonio o a un bautizo de alguna mujer contemporánea mientras uno o dos invitados me miraban con cara de “a ti ya se te está haciendo tarde para todo esto”.

Miro a Tina recorriendo esa trocha a la que yo llegué hace un tiempo, porque antes iba en la autopista, y siento que puedo ser otra, otras. Unas muy confundidas y contradictorias, y que está bien.

El transformismo a lo Tina me atrae por la posibilidad intrínseca de ser otras, varias, y que algunas de ellas maten a algunas de esas otras contenidas, reprimidas que nos habitan a todas. Me atrae por la posibilidad de ser lo que en realidad quiere ser, una posibilidad entre muchas y que, a pesar de ser mal vista, emerge como poema, como bomba, con cartel y todo; una bandera insurgente y personal que le grita al mundo que hay otras formas.

La trocha es un camino a la autenticidad, irremediablemente conectada con nuestro placer, en el que no caben las máscaras. Hay performance, hay luces, hay confusión y dolor. Pero máscaras no. También hay deseo y eso, en este contexto de vírgenes, monjas y faldas que cubren las rodillas, casi nunca es fácil. Camila Sosa lo dice en su libro Las Malas: “Camino por la calle, incluida en los planes de la violencia, pero también en los planes del deseo”.

Somos muchas y somos distintas, aún dentro de nosotras mismas. El transformismo me atrae porque es juego, pasión y valentía, pero más que eso es una honestidad brutal en un mundo falso hasta la asquerosidad.

Yo no soy Tina. En mi caso, algunas de las que fui siguen siendo negación. Incluso algunas de las que podría ser. Entonces la veo a ella parada sobre esos tacos que le han permitido jugar entre las nubes y tocar una que otra estrella para ver de qué están hechas, pero que a su vez son tacos pegaditos a la tierra. La veo caminando sobre esa trocha llena de baches, que no a pocas nos arranca las lágrimas, en una muestra de equilibrio exquisito que -por lo menos a mí- me da un poco de esperanza.

Foto de Alejandra Ospina.
Foto de Alejandra Ospina.

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No recuerdo bien la primera vez que vi un travesti. Hoy los “niños” y las “niñas” se me evaporan ante una mirada que viene cambiando vertiginosamente desde hace años y en la que se ha disuelto prácticamente todo. Mi tránsito, aunque jodido y maravilloso, no se equipara en nada con el de cualquier persona trans, aunque sí me ha acercado a mi autenticidad. La trocha ha sido difícil y no pinta ponerse fácil, por eso agradezco las compañeras de camino que me muestran, por ejemplo, que fuera de la autopista se puede ser un poema.

Súbitamente

el odio hace eco y ya es voz

Lo que antes era solo huevo, ya es embrión

y palpita y lo siento mover

yo quieta como una tormenta en su interior

Deambulo como loca porque loca estoy

(Estamos).

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