La escuela de escritores en prisión

La cárcel de hoy no es una institución total como alguna vez se dijo. Las fronteras de prisión son porosas. Quien transita los encierros fácilmente puede observar un territorio intervenido por oenegés, universidades y un mercado religioso que gana cada vez más protagonismo. Esta es la historia de una escuela de escritores en una prisión argentina: allí se produjeron una serie de textos imperdibles en primera persona.

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A treinta kilómetros de Córdoba capital, en Argentina, la Unidad Penitenciaria N° 4 aloja a un centenar de personas sentenciadas. Allí, entre unas pocas hectáreas donde muchas loras ganan las copas de eucaliptus y el olor a pan casero toma sabor con la faena de vacas y pollos, mujeres y hombres descuenta sus días de encierro. El orden no se impone con guardias apostados en torres de vigilancia. No hay muros de piedra ni puertas de acero. Tampoco hay alambres perimetrales, ni cargamento pesado para aplacar motines o eliminar desesperados intentos de liberación. En la Colonia Monte Cristo cantan gallos, el tambo trae moscas y cuando llueve hay olor suave a tierra mojada. 

—¿Ustedes cuatro vienen de la universidad? —pregunta un tipo gordo que pisa con borcegos, viste uniforme azul cobalto y estrellas bordadas en el pecho— Acá tienen que dejar sus documentos. 

Junto a cuatro docentes vamos a desarrollar un taller de literatura, un programa más entre la diversidad de actividades socio-educativas de un precario “welfarismo penal”. Desde hace poco más de diez años los derechos humanos se han convertido en la piedra angular de la política progresista y lenguaje cotidiano que permite el desembarco universitario en cárceles argentinas. A la fecha, 12 universidades nacionales intervienen en 66 instituciones de encierro carcelario. De todos modos, y aunque muchas personas ya no crean en los famosos programas de “tratamiento” para reeducar, reinsertar o resocializar a las personas detenidas, este discurso moralizante continúa organizando las prisiones en el siglo XXI. 

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Son las dos de la tarde de un día otoñal. Las casas donde las detenidas y los detenidos son pequeñas y, a juzgar por el color, alguna vez fueron amarillas. Se levantan, apilan y construyen cada vez más. Si no fuera una cárcel, cualquiera las confundiría con las viviendas de emergencia que hoy contornan la ciudad de Córdoba. Las de mujeres están cerca del puesto de vigilancia; las de los hombres se encuentran más esparcidas. La entrada de La Colonia se enaltece con un caballo de plástico que descascara su pintura blanca y una fuente de agua que chorrea el escudo de gobierno de uno de los tantos penitenciarios de esta provincia. Más allá, en una tierra pelada de pasto, hay unas hamacas y un subibaja que, por su apariencia, supongo que nadie usa. 

—Profes, pasen por acá —avisa una mujer con guardapolvo blanco invitándonos a entrar a la escuela. 

Al ingresar, veo una oficina con la puerta cerrada, la placa dorada indica que manda la directora. Hago que disimulo pero no puedo evitar oír la discusión: “No vas a participar de literatura, Ferreyra, vos tenés trabajo y ya sabes cómo funciona la laborterapia”. “¡Qué me importa la laborterapia! —la voz desafiante es de un hombre—. No necesito aprender carnicería para salir a chorear”. Con los días el léxico penitenciario se me hará familiar. La “laborterapia”, afirman los detenidos, no sólo busca generar hábitos, sino producir efectos disuasorios para que el interno no piense maldades. Maldades, sí. La parte terapéutica del término apunta a manejar esa parte «tóxica o patológica» manteniéndolo ocupado con actividades.  

 Nuestra propuesta va por otro lado. Busca que las personas escriban historias de vida. Que se conviertan en escritores. Hablar de la niñez, la adolescencia y la adultez. Y, claro, del encierro. 

—La idea —exponemos a la directora— es plantear algo como lo hicimos el año pasado con teatro, que a final Portillo y Gorosito pudieron presentar la obra…

—Así fue.

—Qué tipo brillante ese Portillo, realmente talentoso. Un artista.

—Se fue Portillo…

—¡Qué bueno! ¡Se fue en libertad!

—No, no. Portillo se fugó. Viste cómo es esto.

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—Es claro el asunto. Los hombres hacen lo que quieren, pero nosotras, no—exclama Soledad, una participante—. Toda la mierda que pasa allá afuera acá se potencia, profe. Cuando ustedes llegan tienen que ir a la guardia a buscar la empleada para que nos traigan, si no lo hacen nunca vamos a llegar a literatura. 

La primera jornada siempre es con viento en contra. Al sinfín de papeles, firmas y autorizaciones se suma la requisa: abrir y mostrar que lo que hay es para lo que venimos hacer. Lápices para escribir, fotocopias para leer. “¿Ustedes cuatro vienen de la universidad?”. Respondemos que sí al menos tres veces. El castigo se trasviste de retardo o desinformación. Se comienza tarde y siempre falta alguien. 

En este lugar las personas transitan la última etapa de condena, es lo que se llama “período de prueba”. Una cárcel abierta, aunque muchos no dejan de sentirse abiertamente encerrados. Hay mayores flexibilidades, como salir a estudiar, trabajar o estar con sus familias el fin de semana, pero todo depende de la relación que consigan con “los de estrellas” —como llaman a la jerarquía penitenciaria—. De un total de 153, sólo siete detenidos tienen “palabra de honor” para entrar y salir por cuenta propia. Todos hombres. Algunos lo hacen con custodio —si es que los hay— y otros bajo responsabilidad de un familiar a cargo. 

Rosa me enseña y orienta en prisión. Es viuda y mamá de cinco. Participa del taller, lleva más de una década encerrada y sus 55 años muestran un cabello desteñido y algunos dolores que narra en retazos. Durante el primer encuentro me mira y, sin decirlo, pide que no olvide de algo: “Nosotras no somos presas, estamos presas”.  

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El servicio penitenciario ordena que trabajemos en el SUM, un salón gigante, con cuatro mesas de concreto y una acústica malísima. Allí se realizan las visitas de hombres. Ahora estamos nosotros. Martes a la siesta es el día y así lo será durante todo un semestre.

—Escribir no es fácil, sin embargo todos tenemos algo que contar —afirma un  profesor—. Eso que narramos de manera oral, puede escribirse. Hay que buscar un lugar, un momento y algunos personajes. Hay un instante entrañable y fabuloso antes de comenzar la historia, antes de escribir las primeras palabras: tenemos todo el mundo como posibilidad pero sólo podemos decir algo, una partecita, un trozo pequeño. En esa elección hay belleza. Tenemos poder. Y recuerden algo fundamental: también se puede mentir. Al fin y al cabo, el escritor es un gran mentiroso.

—Me presento, soy ex adicta, también estuve presa antes. Un pasado turbio lleno de golpes, ahora con un presente proyectando futuro. Tengo mucho por decir, se viven muchas injusticias acá. Alguna vez decidí condenarme a muerte pero hoy apuesto a la vida. Voy a escribir sobre eso. ¿Puedo? ¡Ah! Me olvidaba: me llamo Soledad.

—Yo soy Pérez. Me queda 1 y 4. Nunca escribí.

Soledad, que tiene piel muy blanca, un pelo negro pesado, viste de negro y usa uñas negras y rímel oscuro, aprieta con ira el atado Marlboro e increpa a Pérez:

—¿Vos por qué te presentas por el apellido? Así habla la yuta.

—Se necesita tiempo, hay que pensar. Y con el celular es más fácil. Mando un mensaje y ya está…— afirma alguien.  

—Hola soy Víctor. Me queda 1 y 2. Por un tropiezo de la vida me encuentro acá. Antes escribía cartas. Ahora ya no.

—Yo escribo poemas —murmura alguien desde el fondo del salón—, pero tengo una pregunta: ¿Quién va a leer esto que escribimos?

—Soy Jenny. 1 y 6 para irme. Soy peruana. Quiero escribir un libro y contar todo lo que viví. Quiero aprender y enseñar a mis hijas.

—En el colegio aprendo a escribir pero después me olvido. Le escribía cartas a mi mujer, pero la traidora no volvió más.

—Yo paso. No soy de hablar, hice silencio toda mi vida. 

Callar también es algo que decir. La literatura lo permite: frenar, ir y venir, ensayar nuevas formas de leer y subvertir el orden de lo posible. Imaginar, viajar, escribir para detener el curso del tiempo, evadirse y al volver, volver de otra forma.

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El Mundo del Revés

Por Soledad Moyano (Fragmento)

Te someten a un régimen (un tratamiento), quieren reinsertarte y terminan haciéndote mucho más mierda de lo que sos. Ahí te das cuenta que odias a la maldita policía. Los continuos verdugueos, el altoparlante, el barroteo, el recuento, el enyugue, el pararse a golpear la burbuja y que te ignoren, siempre lo mismo…

“Ya va, aguantá, si golpeás de nuevo te hago un informe”. La yuta ignora. No importa qué te está pasando, si estás triste, si tenés problema con tu familia, si pintó bondi con una compañera o si te sentís enferma… siempre tenés que esperar.

Entras y te falta todo, hasta que te acomodás, pasás por un desierto y la puta abstinencia te mata. Hasta que ambientás y te das cuenta que en la cárcel como en la calle, pinta todo. Pero está en vos ayudarte o seguir en la mierda. Algunas le mandamos tranqui buscando la calle, otras lamentablemente no se la bancan y siguen en su mambo para pasar los días lo mejor que pueden. Muchas no aguantaron y buscaron la peor solución para ellas, la muerte.

Empieza el día 7:00 o 7:30, el altoparlante al grito de “recuento”. De ahí salís a trabajar, depende la fajina es el tiempo que tardas. Después tomás unos mates y te vas al cole, ese es el lugar que más amé, los profes son otra cosa. Salís del cole y volvés al puto pabellón. A media mañana hay otro recuento. Mediodía, el almuerzo, como digo siempre, parecemos huérfanas pidiendo la comida con un plato. A la siesta tipo 16:30 Hs. tenemos otro recuento, pasan y te enyugan (te encierran) y vuelve el ruido de los barrotes. Llega la tarde, 18:00 Hs., el altoparlante y la cobani gritando cena. 20:30 Hs. medicación. Te dan pepas como para que no jodás hasta el otro día. Te re mambean y no podés ni hablar con la familia. Otras toman algo tranqui como para poder dormir, pero la mayoría “se chupa”, como decimos adentro, entonces se olvidan un toque de los problemas. Algunas como yo, decidimos hacerla de cara y no seguimos el tratamiento con pastillas, te cuesta el doble porque la abstinencia y la ansiedad te matan, pero con el tiempo la piloteás.

 Por último las 00:00 Hs., el último recuento. El maldito altoparlante nos gritan “al cierre señoras, al cierre”, pero te quedás lo mismo. Charlás un rato más, pero entra la yuta bardeando y no te queda otra que enyugarte, te sentís más en cana que nunca, pintan los gritos de las chicas con los chicos de la cárcel de al lado, las palomas por la ventana pasando fuego, caretas o algún bagayito de faso.

Y llega el silencio. Cajeteás con la calle, la familia, tu guacho, tus amigos, la joda, la cagada que te mandaste. Ahí es donde más te acordás de Dios, entonces te arrodillás y le hablás en secreto, le pedís una oportunidad, te desahogás, te levantás, llorás. Sabés que mañana será un día igual, con la misma puta rutina, las mismas caras, el mismo dolor. Pero antes de dormir pinta la esperanza: “Un día más para la yuta y un día menos para nosotras”.

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—Me alegro que vuelvan mañana, profe —expresa Rosa en un audio de WhastApp—, estoy tan emocionada. Llevo a clase criollitos y tortillas que aprendí hacer en panadería. Me hace falta salir, estoy muy encerrada acá adentro desde la muerte de mi hermano. Me va a hacer bien verlos. Sueño con leer las cosas que escribí, espero que te guste. Eso es algo ficticio, ¿entendes? Algunas cosas me pasaron, otras no. Pero lo escribí así.

El tiempo en prisión es seco, se narra en números y se riega con visitas. Los ritmos están marcados por sábados y domingos, el día que los de afuera entran y algunos de los de adentro salen. Se llena de excesos como de faltas, aunque lo que reina en la condena es la espera. Debe haber pocos lugares sobre la Tierra donde la espera tenga tanta carne: se huele, se toca y se saliva. La sombra de la prisión deja marcas: esperan los de adentro, esperan los de afuera. Oscar, un detenido que asiste al taller, lo explica: “los empleados están sentados haciendo panza, si hay algo acá que hacen bien es verduguearte con el tiempo. Acá me voy a morir esperando”. 

La pérdida de la libertad trastoca cualquier orden y configura otro. Los efectos de la prisión, aunque de forma dispar, esculpen los cuerpos y trituran el habla. Lo percibo al conversar con personas detenidas, cuando las escucho leer en voz alta un texto, cuando percibo el rastro de halopidol y tryptanol en los ojos desorbitados y me despido. Se arrasan las palabras, se habla más lento —como quien arrastra la lengua—, los brazos caen agarrotados y las manos tremen. El encierro es baba que cae de la comisura de la boca.  

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Pasan las semanas y algo se reitera: faltan las mujeres. Esperamos 15, 20, 25 minutos hasta que dos de ellas asoman por el patio de eucaliptus. Rosa camina lento hacia el salón, corcovea de un lado. De una mano le cuelga la bolsita en la que carga sus escritos, en la otra aprieta su pintura de uñas roja. Briluana va más rápido, pero si dejar a la otra atrás. Caminan juntas tomándose de los brazos. Casi siempre las mujeres en prisión caminan juntas. Se ríen y secretean. Aunque más tarde, a la noche o mañana mismo se recriminen los errores de afuera o de adentro, hoy se las ve intensas y radiantes. Sin las redes de afectos no se sobrevive al encierro, pero por medio de éstas se prolonga e intensifica el castigo. Aunque La Colonia es mixta y está prohibido todo tipo de contacto entre hombres y mujeres, los talleres universitarios escapan a la mirada del servicio penitenciario. Ahí se convidan mates y en una mirada fulminante se prometen horas de placer.

—Este rengo me sigue a todos lados, profe. Está enamorado de mí, ¿podés creer? —Rosa junta sus manos, apunta al cielo y se ríe—. Todos los que me siguen están hechos bosta. Ese con muletas, aquel otro que no habla, este que se quiere casar, que me ofrece la casa, que la escritura, que no sé qué… Pero yo ya le dije que tengo a mi hombre afuera. El tema es que acá uno nunca sabe porque de repente cuando esperas un llamado, un hola, un mensaje de texto, un audio que nunca llega, decís “¿No podrá? ¿Me querrá? ¿Me amará?”. Yo creo que la persona que ama siempre espera.

Para comenzar este encuentro llevamos un ejercicio donde la consigna es moverse. Dejamos por un momento el salón y nos desplazamos al patio. Movimientos corporales, teatro espontáneo: alguien da una pauta y los demás la siguen, por ejemplo girar en círculo y evocar el tiempo. Sentido horario, sentido antihorario. Hay algo vital en todo esto además de registrar el espacio y los compañeros, practicar la escucha y masticar alguna bronca de la semana. Lo más importante tiene que ver con preparar al cuerpo para encontrar las palabras, porque en la cárcel lo que no se puede decir se muestra.

—¿Qué les parece si ahora trabajamos con otra idea? El ejercicio es bastante simple —comenta una de las profesoras—. Seguramente alguna vez ya lo hicieron. Vamos a jugar al teléfono descompuesto. Yo comienzo con una palabra y se la digo a la compañera o compañero de al lado. El último de la ronda dice en voz alta la palabra recibida y ahí reconstruimos el mensaje desde el principio. ¿Se entendió?

En el primer intento probamos con “barba”, después con “tranquera”. Hay palabras que se repiten y otras que se malentienden, es la idea. La última ronda termina con “rivotril”. Miguel se queda sorprendido:

—Yo dije “tranquera” pero Fernando entendió “tranquilo, quédate tranquilo” y luego “rivotril”. ¡Qué cosa! ¡Cómo es la cabeza! Esas son las pepas que nos dan acá para no joder. 

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Mamá

Por Briluana

Cuando un bebé nace, lo primero que ve es a su mamá. Cuando una niña aprende a hablar, lo primero que dice es “¿Por qué, mamá?” Cuando una adolescente crece, a la primera que admira y toma de ejemplo es a su mamá. Cuando tienen sus primeros inconvenientes, a quien acude es a su mamá. Esto es lo que piensa una joven madre que no conoce el significado de la palabra Mamá, porque nunca la vio, nunca la nombró, nunca la admiró, porque ni siquiera la conoció. Por cosas de la vida, del destino o del qué se yo, de mano en mano, de casa en casa ella se crió, pero muy a pesar de ella y en el fondo de su inconsciente aún llama a su mamá.

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—¿Amargo? —pregunta una profesora mientras hace chillar la bombilla del mate.

—Mate amargo toman los choros. Yo soy transa, tomo mate dulce, bien dulce —remata Soledad.

El grupo no se consolida. Lo que se consolida son pequeños vínculos. Se hace tolerable un conjunto de tensiones, en tanto y cuanto no se miren, no se hablen y no se toquen. Es el arte de mezclar pabellones y no fracasar en el intento. Sucede con las causas que, siendo secreto a voces, de alguna manera se puede percibir los delitos o crímenes cometidos por cada persona. “Transas” por un lado, “rochos” por el otro. Mujeres “matachicos” en una mesa, “abusadores” en otra. Es un juego de roles que nadie enseña pero que rápidamente se aprende a jugar. 

  Cada encuentro es guiado por uno o dos cuentos y alguna que otra poesía. Siempre textos cortos porque la atención y concentración escasea. La mayoría sabe leer y, si no aprendieron a escribir, la cárcel enseña. Paradojas del encierro. A veces una lectura abraza a todos y en otras nos dividimos en grupos. Nos tiramos en el piso, cerramos los ojos y alguien camina susurrando a cada paso los tonos del texto.

Nos sentamos en ronda, aunque las cuatro mesas grises de hormigón lo entorpecen. Esta vez utilizamos el cuento de la escritora argentina Liliana Heker: La fiesta ajena. Planificamos hablar de la infancia, pero también de la mirada de los adultos que al fin y al cabo son quienes cuentan la mayoría de las historias. Leemos y luego mutamos las ideas, momentos y recuerdos en escritura. El lector recrea y transforma el espacio abierto del texto para convertirse en autor.   

Martín se levanta e inmediatamente se sienta de nuevo. Mueve las manos, abraza sus piernas en posición fetal como protegiéndose o recuperándose de un golpe, luego coloca sus brazos firmes contra el suelo y vuelve a cruzarlos. Lo escucho moverse y lo observo mirar a ningún lugar.

—¿Qué pasa?

—No puedo cerrar los ojos acá adentro, profe.

Se abre la imaginación y florecen espacios para que la voz y la palabra interfieran en otros registros de escritura como el de la ley, la pena y el castigo. El territorio del texto hace visible en sus metáforas no sólo el deseo de otros mundos posibles sino también el oscurantismo de la prisión y un derrotero de violencias yuxtapuestas. Los personajes de los cuentos y las novelas que leemos toman forma, son de carne y hueso, adquieren ropaje propio y en un juego de ilusión la conjugación de la tercera persona pasa sin escalas a la primera. 

—Yo soy como ese chico que se escondió quince años en el árbol jugando a la escondida —acotó Briluana, sobre el cuento de David Voloj “Nada de nada”— sólo que yo me escondí acá dentro. ¿Quién me va a descubrir cuando salga?

En este juego de resonancias, la infancia de aquel o aquella hace eco en la niñez detonada de uno. Aparecen el barrio, la electricidad de los besos robados, las paredes pintadas con aerosol, el sabor de una comida de madrugada, las horas de trabajo, el silencio gélido cuando el guardia pasa lista y cierra la puerta, el bardo con la policía, los amigos caídos, el olor a creolina al desinfectar los pabellones, ropa deportiva, fiesta, pastillas, caño…

—¿Y vos no querés escribir nada?

—No —responde el Tinta.

El Tinta, como le dicen sus compañeros, guarda silencio. Lágrimas negras tatuadas caen de sus mejillas. Se acomoda la gorra fucsia que siempre lleva puesta. Clava sus ojos en el piso y de forma lacónica maldice con una mueca.  

—¿No hay nada de la fiesta que te llame la atención o te traiga recuerdos?

—Puras macanas me mandé afuera. No hay nada bueno para recordar.

—¿Y si escribís para sacarte la bronca?

—No, porque justamente fue en una fiesta que yo maté a alguien. 

Su relato me toma por sorpresa. No sé qué decir.

—Pero voy a escribir sobre otra cosa. Hace un tiempo me enamoré en la cárcel. Eso fue lo más divino que me pasó acá adentro. ¿Y si escribimos sobre el amor?

Al salir y despedirnos de las pocas personas que vinieron al taller de este martes, Martín se acerca hablando bien bajito.

—Yo no quiero escribir sobre eso, profe. Si a mí me hubiera ido bien en el amor, yo no estaría acá.

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Al amor lo conocí en el encierro. El chat fue mi cupido

Por Rosa Gorosito

Marqué el 0800 y escuché un mensaje para mí.

—Hola, ¿qué tal?

—Hola, ¿qué tal? —respondí.

—¿Qué haces?

—Estoy hablando con alguien.

—Seguí —le dije— y perdón, no quise molestarte.

—No me molestás, porque ese alguien es usted.

—Qué romántico que sos.

—Esa sonrisa la escucho y la veo cada 15 días.

—¿Sí? ¿Pero cómo? ¿Y dónde?

—En el módulo dos.

—¿Yo te conozco?

—No, pero yo sí…

—Bueno, mentime como mienten todos. Ya me han mentido mucho.

—Yo no miento. Hago lo que siento —me respondió mientras se me estremecía el cuerpo.

—A ver señor, ¿qué siente por mí?

—Respeto.

—¿Por qué?

—Por su forma de ser.

—Ah, bueno. ¿Qué sabes cómo soy?

—Linda, morocha y me gustan sus cualidades.

—¿Qué cualidades te gustan?

—Su sonrisa, su forma de caminar, expresar, mover las manos.

—¡Ay! Tanta información tenés vos de mí.

—Tengo mucha información de usted. Vivo con su hermano.

—¿Él te dio el horario de cuándo ando en el chat?

—Bueno… es que hemos charlado mucho. Gracias por escucharme.

—A mí también me gusta hablar con vos.

—¿Querés que hablemos de nuevo?

—Me gustaría pero no tengo tarjeta.

—No importa, yo te compro.

Así empezó. En el 2014 hablamos por primera vez, después por una situación familiar dejé de estar en el chat. Tiempo después retomamos contacto. El 2 de noviembre del 2018 lo conocí acá en la Colonia de Monte Cristo. Se fue en febrero. Sufrí mucho porque no me respondió más. Lloré. Volvió a buscarme y no nos separamos más. Estoy muy enamorada. Ahora es él quien llama todo el tiempo a toda hora.

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No todas las personas escribieron. Algunas nunca quisieron hacerlo, sin embargo su asistencia al taller fue más firme que la de muchas otras. De manera oral, escrita o pidiendo prestada la mano amiga de otra persona, las historias tomaron impulso. La frecuencia de algunas horas cada martes y el WhastApp como apoyo fueron vitales. La cárcel de hoy no es una institución total como alguna vez se dijo. Las fronteras de prisión son porosas. Quien transita los encierros fácilmente puede observar un territorio intervenido por oenegés, universidades y un mercado religioso que gana cada vez más protagonismo. A su vez, los detenidos, lejos de permanecer en los mismos pabellones, no dejan de circular por muchos otros engranajes en los que se gestionan enormes segmentos de la población. Aquí en La Colonia, aun cuando cantan gallos, con las moscas del tambo y con el olor suave a tierra mojada que trae la lluvia, los juegos de poder corroen diferencialmente.    

—Después te sigo escribiendo, profe. Porque supuestamente llegan los jefes, ¿sabes? Los otros días dijeron lo mismo y no vinieron nada. Acá tenés que cumplir órdenes. Me voy a morir obedeciendo órdenes acá adentro —dice Valentina. Briluana, en cambio, a meses de recuperar su libertad parece llevar sus últimos días con otro ánimo. Prepara sus textos y comenta: 

—En la calle era presa de otras cosas, todos decidían por mí. Acá adentro soy yo la que decide. Gracias a este ejercicio de literatura pude volver a hablar con mi hija. Ella me preguntó por qué nunca le había mostrado estos papeles. Le dije que no me animaba. Creo que ahora nos comunicamos más claro, puedo ser más sincera.

  Cada vez que se cumple un mes, entre los profesores armamos fanzines y entregamos varios a cada participante. Buscamos que estas publicaciones artesanales circulen en otros pabellones, que viajen con las salidas y se lleven con las visitas. Preparamos tres ejemplares diferentes, pero luego, al percibir la cantidad de historias, fue inevitable imaginar: ¿Y si publicamos un libro? Lo debatimos en el taller y surgió lo que ya era un hecho: “Martes a la Siesta”. El título no podría ser otro.

—Yo no quiero que me toquen lo que escribí, porque se pierde la esencia —acota Martín.

—Profe, vos poné eso que te pasé. Poné eso y poné nombre y apellido mío. Nada de anónimo. Rosa Gorosito.

¿Cómo organizar las historias? ¿Cómo conservar el contenido de los textos sin apagar las formas de narrar? ¿Los escritos se “limpian”, se editan, se corrigen los “errores”? ¿Cómo definir un criterio estético/artístico sobre los escritos producidos? ¿Qué textos es posible publicar? ¿Quién lo decide?

—Yo escribo así, me gusta como está —remarca Sole—. Si usted quiere, profe, ponga los puntos y las comas. Yo se lo leí a mi mamá y a mi hija que están acá y les gusta. Yo hice lo que usted me dijo: leerlo en voz alta para sentir las pausas y a mí me gusta. Depende quién lo lea. Vio que yo soy más tumbera, y con mi tono más tumbero me gusta.

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La niña que se convirtió en mujer con ocho años

Por Valentina

“No te acerques a mí” le dije. Mi hija me defendió, ella es profesora de karate. “Nunca más a mi madre la tocan, nunca más”. Me quedé esa noche ahí. Esperé a mi hijo que viniera de la Rioja, se había ido a trabajar. Él me molestó toda la noche, no me pegó, pero me molestó toda la noche. 

“Tengo que hablar con Ud.”, le dije a mi hijo al verlo llegar. Los junté a los cinco que habían quedado, ya que habían muerto cuatro. “Tu mamá se va hijo, me voy de casa”. Fui al tribunal de familia y decidí que todos los días luego del trabajo iría a verlos. Pero que él a mí no me molestara. Así fue. Hasta que un día yo llego a casa y encuentro a mi hija mayor llorando. “¿Por qué lloras, hija?”. Mi hijo, que nunca me había tratado mal, me gritó “¿Qué haces vos acá? ¡Y vos decile porqué estás llorada!”. Mi hijo me levantó la mano. Le pegué tal paliza, juro que fue la primera vez en mi vida que le pegué así. A mí nunca más un hijo me va a golpear, tocar o levantar la voz porque yo soy su madre. “Te voy a cortar las manos el día que me golpees o me levantes la mano”. “Disculpeme, mamá. No lo voy a volver hacer”.

Esa tarde, mi hija, no paraba de llorar. “Mami, el papi me dijo que si Ud. sigue viniendo, nos tenemos que ir de casa. Y yo tengo a Mariana chiquita, la tengo a mi hija chiquita, mamá, no tenemos a donde irnos con mi marido”. Le dije que no se haga problema, que nunca más iba a volver. 

Él espiaba, me espiaba, me mandaba gente para ver qué hacía. Nunca me vieron, pero yo los veía de lejos. De lejos vi el parto de mis hijas y el de mis nueras. No conocí a mis nietos. No pude. Me cansé y un día me marché.

Me fui a vivir a Yapeyú, a la casa de una travesti. Me atendieron muy bien. En marzo del 2006 le preguntaron a ella si podía trabajar de niñera, pero al final la rechazaron por su condición. Y yo quería ver a mis hijos. Hacía 4 años que no los veía. Me quería ir a Mar del Plata, pero era imposible, el plan de Jefa de Familia no me alcanzaba. Yo agarré el trabajo de la travesti. Me ocupé de niñera. Ganaba 200 pesos mensuales. Tenía que cuidar tres niños; una de tres, uno cuatro y uno de quince. Dos hermanos de sangre y otro de parte de padre.

Un día encuentro al hijo abusando de su hermana. Se lo comenté a la madre y dijo que eran caprichos de ella. La niña lloraba, estiraba las manitos y me decía “chocha, no te vayas. Chocha, no te vayas”. Yo agarré a la niña y la madre se acercó. Pensé que era para que yo me pudiese ir. No. Le pegó una cachetada que hizo que se caiga de mis brazos.

—¿Por qué señora? Encima que él la abusa usted le pega. Yo la voy a denunciar. A usted por maltrato y a su hijo por abuso.

Cuando quiero salir siento un golpe en la cabeza. Tres días estuve en un tacho de cal. Así lo recuerdo, porque yo escuché a alguien decir “Con tres días, a ésta no le van a quedar ganas de hablar”. Me van y me tiran en la puerta del hospital de Urgencia. Ahí quedé tirada. A los días le hablo a la mujer porque yo quería cobrar mi plata. Me dijo que fuera el martes. Cuando llegó el día, la mujer y dos hombres me esperaban. Sabía que algo malo iba a pasar. Estaba la policía. La señora me acusó de haber abusado de su hija. Nunca me dejaron declarar, nunca me dejaron decir qué era lo que había visto, qué era lo que nunca había visto, nada. Los únicos testigos fueron los médicos, dijeron que yo había llegado muy golpeada.

Aquí estoy. Condenada a 16 años. Ahora perdí a mi hermano, la única persona que se hizo cargo de mí, la única persona que amé toda la vida, al que extraño con mi alma. Hace tres o cuatro días que no como, tomo líquido pero no como. Se me fue totalmente el hambre. Solamente le pido a Dios irme, quiero irme a la calle, no sé qué va a pasar de mí si me sigo quedando. 

Esa es mi historia. Quiero dejárselas a todas las mujeres que son golpeadas, que fueron golpeadas y que han sido violadas. Lo único que puedo decir es que un hombre cuando da una cachetada, la va a seguir dando. Dos, tres, cuatro veces. Todas las que sea necesario. No se callen, no se queden, no se dejen golpear. Quiero que se valoren como mujer. Que tengan lo que yo no tuve. Yo no tuve ovarios para defenderme. 

 Espero que algún día esto pueda ser un libro. Puse un seudónimo, puse Valentina. Valentina como mi abuela. No quiero nombrar a nadie. Espero que se termine esta violencia que con los días se multiplica. Esa fue mi niñez. No tuve adolescencia, no tuve juventud. De ahí el título: “fui mujer a los ocho años”, porque no supe lo que es la vida. ¿Me estaba casando o me estaban casando? Mi mamá me vendió por una casa amueblada. Ella quería los lujos. Por eso me casaron. No dejen que les hagan eso. Se los pido porque sé lo que se pasa.

Hace 13 años que estoy aquí. No puedo irme, no puedo acercarme a ningún menor. 16 años por un delito que no cometí. ¿Hasta cuándo?

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(Perdón profe que te mandé así, todo desordenado, pasa que hay cosas que me olvido. Acá me están dando muchos calmantes y ya casi no puedo escribir, ¿sabes? Te mando un beso. Y perdóname por todo lo que te conté. Esta es mi historia, la de una niña que se convirtió en mujer a los ocho años. La vida que viví durante toda mi vida. Espero que puedas hacer un libro de todo eso).





Nota: Algunos textos aquí reproducidos se encuentran en el libro «Martes a la Siesta», publicado en agosto de 2019 y presentado por los autores en el Museo de Antropología de la ciudad de Córdoba. Esta actividad no hubiera sido posible sin Milena Ezenga, Fabio Martínez y Lulú Scoles.

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