Un e-mail pasado por agua
¡Hola amigos y amigas! ¿Cómo están? Yo muy contento porque otra vez vuelvo a mandarles este correo que, en épocas de distancia y pandemia, se nos volvió casi un ritual de cada primer lunes del mes: para ustedes que lo leen y luego me mandan sus devoluciones (¡Muchas gracias!) y para mí que lo escribo y, con cada palabra, en algún rincón de la memoria, vuelvo a aquellos caminos llenos de polvo, ripio, paradas inesperadas y gente amable que extraño tanto.
¿Saben cuál va a ser el tema del texto de hoy? Les doy una pista: digamos que los humanos les debemos a ellos gran parte de nuestras vidas. Es más: si no existieran, ninguno de nosotro/as podría hacer lo que hace, ser quien es, comer lo que come…y sin embargo, más allá de la tremenda importancia que tienen en la historia, los tenemos medio olvidados, no conocemos mucho sobre el discurrir de sus aguas, lo que significan, cómo nos formaron y hacia dónde nos llevan. Bueno, ya es obvio: voy a escribir unas líneas sobre los ríos, esas arterias celestes que fluyen por todo el planeta.
Arranquemos por un concepto interesantísimo: el de las sociedades hidráulicas. ¿Qué es una sociedad hidráulica? Es, básicamente, una sociedad que se organiza en torno a un río. Por ejemplo, la del Antiguo Egipto era una sociedad hidráulica porque dependía del Nilo para asegurar su existencia: sin él no eran absolutamente nada y por eso, asentados a sus orillas, le rendían devoción, le pedían por lluvias y veneraban su caudal. Lo mismo pasaba en la China dinástica, de emperadores y princesas: los primeros pobladores del Extremo Oriente necesitaban sí o sí “domesticar” los ríos de su región -el Amarillo, el Yangtsé, el Mekong- para así poder asegurar su superviviencia: tener agua para tomar, que beban sus animales, para la cosecha, para la cocina, para los rituales…
Hasta acá, muy simple. Es evidente que tenemos algunas sociedades que son hidráulicas porque dependen sí o sí de los ríos y también otras que -por más que obviamente también requieren del agua- no tienen cursos fluviales tan cercanos y por eso, no se organizan tan nítidamente en torno a ellos (construyen acueductos, por ejemplo). Acá viene la complicación, y tiene que ver con una pregunta que varios estudioso/as de la historia humana se vienen planteando desde hace muchísimo tiempo, y para la que nadie tiene una respuesta definitiva. Teniendo en cuenta que el agua es lo que nos permite la vida y que no es un recurso infinito, ¿Se puede plantear que la forma en que las sociedades administran el agua es la forma en que se gobiernan? Es decir: ¿Cuánto tiene que ver el control del líquido más preciado en las distintas formas en que el ser humano se organizó políticamente a lo largo del tiempo? Nace entonces un concepto mucho más polémico, llamado “despotismo hidráulico”.
Estas dos palabras fueron acuñadas juntas por primera vez en 1957 por un teórico alemán que era fanático de la historia china y se llamaba Karl Wittfogel. La duda que a él lo asaltaba era la siguiente: ¿Por qué en Occidente las democracias son mucho más aceptadas mientras que, en cambio, en Oriente (siempre según su visión) las sociedades son más propensas a los autoritarismos? ¿A qué se debe esa diferencia? La respuesta que este hombre encontró lo retrotrajo muchos siglos atrás y es así como dijo (en mis palabras, obvio): “Les voy a explicar, amigo/as: muchas de las grandes sociedades orientales, por ejemplo la egipcia y la china, tuvieron que domar a ríos gigantescos para poder desarrollarse. Debieron utilizar el trabajo de miles de hombres y mujeres para poder navegar el Mekong, construir canales de irrigación en el Nilo o represas en el Amarillo, y así, gracias a que lo consiguieron, es que sus poblaciones empezaron a crecer y dominar a otros pueblos”.
“Pero para eso -continuó- sí o sí necesitaban de uno o varios líderes. Es decir: una cosa es construir unas casas cerca de un lago y otra, poder cambiar el curso de un río gigantesco. Y si hay miles y millones de manos trabajando para poder dominar semejantes monstruos de agua dulce, necesariamente tiene que haber alguien que los guíe, que los organice, que reparta los recursos. Es obvio, y ya sucedía hace 4.000 años. Los pueblos orientales, desde sus inicios, se acostumbraron a que hubiese personas con muchísimo poder que les dijeran a los demás lo que había que hacer, y que todo/as les hiciesen caso (la superviviencia dependía de eso). Es así como las sociedades hidráulicas dieron origen al despotismo hidráulico”.
Dicho en criollo: lo que Wittfogel decía es que, en la actualidad, en Asia la gente está más acostumbrada a los gobiernos fuertes de líderes todopoderosos porque sus sociedades nacieron gracias al dominio de los ríos y que, en cambio, otras sociedades que no tuvieron que encarar obras tan monumentales en sus comienzos hoy son más “democráticas” porque en su momento no necesitaron aquellos “jefes supremos” que los mandasen con órdenes irreprochables.
¿Tenía razón este estudioso? No podemos decir ni que sí ni que no. Como toda teoría, tiene algunos puntos fuertes, otros puntos flojos y otros que muchos otros autore/as fueron desarrollando más con el tiempo. Además, el tal Wittfogel odiaba al comunismo y, en parte, su análisis le servía para explicar sus orígenes como poder abusivo y totalitario. Pero no importa si referirse al “despotismo hidráulico” es acertado o incorrecto: lo que importa, en nuestro caso, es poder comprender la gigantesca, desmedida y trascendental importancia que los ríos tuvieron, tienen y seguirán teniendo en la formación de nuestras sociedades.
Muchas veces los tenemos ahí cerquita y no los miramos. Les voy a decir la verdad: se me ocurrió hablar un poquito sobre los ríos y el agua porque hace poco fui a navegar por primera vez en mi vida por el Río de la Plata, que es el río que los que vivimos en Buenos Aires tenemos en nuestra ciudad y al que muchas veces damos la espalda. Y además porque, imagino, todo/as se habrán enterado de lo que sucedió en el canal de Suez. Pensar un segundo en eso nos da la pauta de lo frágiles que son las bases sobre las que nuestras naciones y economías están asentadas: una persona completamente desconocida que, por algún motivo, se equivoca en el manejo de un barco (inventemos: estaba descompuesto, fue al baño y el timón se le torció) y que en esa equivocación…¡Pone en riesgo todo el comercio mundial al bloquear el paso por el que iban los demás buques!
De eso se trata, exactamente: el transporte fluvial (o marítimo) es tan importante que, si se para por una semana, parece que se cae el planeta. Y sin embargo, sólo reparamos en ello cuando hay algún evento inesperado. ¿Me están leyendo en una computadora? ¿En un celular? Tal vez haya llegado en un conteiner, metido en un depósito de un gran barco carguero. ¿Viven en un edificio? La grúa que lo construyó quizá navegó varios miles de kilómetros en la proa de un buque antes de levantar los ladrillos que hoy los cobijan. El bloqueo del Canal de Suez nos hizo dar cuenta de lo importante que es el transporte acuático en nuestras vidas. ¿O de dónde creen que viene el petróleo que usan en sus autos?
Me desvíe mucho, lo sé. Se me vienen a la memoria ahora esas clases de la escuela secundaria en que la profesora de historia nos hablaba de las grandes civilizaciones que nacieron en las orillas de los ríos Tigris y Éufrates y como, años después, pude cruzar ambos y hasta me tomé un té con mi mamá a orillas del Tigris (en Turquía). Recordé también un discurso muy famoso de Nelson Mandela, en el que, en idioma xhosa, y queriendo decir que es una persona ´muy madura pero al mismo tiempo llena de voluntad, dice: “He cruzado grandes ríos…¡Pero aún me quedan muchos por cruzar!”.
¿Escucharon hablar alguna vez del río Rubicón? Tal vez sea uno de los más importantes de la historia en términos simbólicos. Estaba situado a las afueras de Roma, en tiempos de la Antigüedad, y dividía las provincias italianas de la Galia Cisalpina. Si se lo cruzaba, se entraba en la gran capital y por eso, por ley, estaba prohibido que cualquier general lo vadease con su ejército en armas, ya que podía poner en peligro la estabilidad interna y desencadenar una guerra civil. En el año 49 antes de Cristo, Julio César, con toda su tropa, se paró frente a las aguas y, a punto de atravesar el límite prohibido, lo dudó por un segundo. Si dejaba atrás las aguas, se inciaría un conflicto interno y se convertiría en enemigo de la República. “Alea iacta est” (“la suerte está echada”) se cuenta que dijo en ese momento y así inmortalizó para siempre el nombre del río.
Hoy, en día, mucha gente usa la frase “cruzar el Rubicón” para referirse al inicio de una aventura arriesgada y de cosnecuencias imprevisibles. Y todo por un pequeño río que estaba afuera de Roma…
Sé que este texto fue un poco desordenado, como las aguas del Zambeze, del Danubio o del Ganges, pero al cabo, como siempre digo, lo que me gusta es que sirva como disparador y que, cuando se termina, cada uno/a haya agregado un poquitín más de curiosidad a sus vidas. ¿Hay algún río en la ciudad en que viven? ¿Suelen acercarse a sus arenas y sentir la brisa que trae el horizonte? Probablemente, no haya plan más hermoso y lo lindo es que todos los seres humanos lo disfrutamos de la misma manera desde hace miles y miles de años: muchas cosas cambiaron, tantas dejaron de existir, y sin embargo, el disfrute de los ríos y del mar es el mismo a lo largo de los milenios: sentir el vientito húmedo, mojarse los pies, jugar con las olas…
Para terminar con un poquito de actualidad, les dejo dos “temas acuáticos” que a los interesado/as en cómo funciona el mundo les van a gustar:
1) La diplomacia china de las represas (en inglés, pero con traductor va), que me hizo acordar -no sé bien por qué- a la diplomacia del ping pong.
2) El conflicto entre Egipto y Etiopía por el curso del Nilo.
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