Bombos celestes y verdes
BUENOS AIRES — Como aquellos cuatro jóvenes que fotografió Saldívar en Ciudad de México, quienes están contra el aborto esta noche le pidieron a Dios y no al Estado que las cosas no cambien.
La avenida Rivadavia parte al medio la ciudad de Buenos Aires. Ahí las calles cambian de nombre y los transeúntes, al cruzarla, de punto cardinal. Esta noche la Cámara de Diputados debatió nuevamente la legalización del aborto, tras el rechazo del Senado en 2018, y los organismos de seguridad usaron la grieta Rivadavia a la altura del Congreso de la Nación y la plaza que lo rodea, para separar con vallas y policías y veinte metros de nada, como en una frontera, a los pañuelos celestes, que se oponen a la interrupción voluntaria del embarazo, de los pañuelos verdes, que defienden la aprobación de la ley. Tanto en el lado sur, en el que la intersección se llama Entre Ríos, donde estaban los celestes, como en el lado norte, Callao, cada cien metros, a lo largo de quinientos metros, el gobierno colocó pantallas led gigantes para que cada facción proyecte lo que quiera. Los pañuelos celestes transmitieron sin interrupciones un único acto conducido por jóvenes evangelistas que concentraba la atención de los presentes; los pañuelos verdes sintonizaron los discursos de los diputados pero de fondo, como si lo que sucediera en el recinto no fuera el acontecimiento sino apenas el relato radial de lo que se vivía afuera.
Para las 10 de la noche, se estimaba que faltaban al menos siete horas para la votación por la media sanción del proyecto. Los celestes precisaban 60 votos para revertir la tendencia y no necesitaban pantallas para poder ver bien el acto: quedaban menos de 2 mil personas. Casi ninguna con barbijo, casi todas con banderas argentinas, algunas decenas con sotana, la mayoría vestidos de tal forma que después podrían ir a cenar a un buen bar, a la oficina o a visitar a la abuela. Ninguno parecía sufrir los 30 grados Celsius de la noche ni haber sufrido los 35 del día. A simple vista, igual cantidad de hombres que de mujeres. No había, como del otro lado, agrupaciones políticas sino instituciones como el “Colegio San José de Calasanz” o núcleos como el de “Abogados por la vida”. ¿Defienden la jurisprudencia de la iglesia católica de San Agustín, Santo Tomás y el Concilio de Vienne de 1312, en la que se sostiene que el embrión recién tiene alma a los 45 días, o defienden la que viene del Papa Pío, 1869, de apenas siglo y medio? “Defendemos las dos vidas”, decían, prolongando la primera “s”, como suelen hacer los vecinos de la zona norte, la más rica de la capital argentina.
En el acto celeste hacían de cuenta que no tenían micrófono. Gritaban para pedir colectivamente de rodillas “perdón al Señor por debatir este tema”. Gritaban para arengar al público —”viva la patria carajo”— con la conductora de televisión Viviana Canosa, quien recientemente bebió dióxido de cloro al aire para probar que previene el coronavirus. Gritaban, también, para entrevistar en vivo a fetos. Por eso subió al escenario Alejandra, 26 años, acariciando su embarazo de catorce semanas, de la mano de su esposo. Para gritar que su bebé “tiene corazón”. Los animadores no mencionaron el nombre de su marido pero dijeron esperar que su hijo “no se parezca a él”. Un ecografista con un sombrero de paja caribeño sentó a Alejandra en una reposera, untó alcohol en gel en su panza, encendió el ecógrafo que estaba ahí desde antes, ocupando el centro del escenario, y antes de acercar el micrófono a la salida de audio de la máquina, exclamó: “Estamos en presencia de lo que algunos idiotas e inútiles llaman un fenómeno, que está pidiendo a gritos nacer, que lo cuiden”. Luego el “tu-tum, tu-tum” acelerado del feto sonó durante al menos un minuto. Todos se conmovieron. Algunas personas en el público movían la cabeza en señal de negación, como diciendo “no puede ser lo que quieren hacerle a este ser de Dios”, otras asentían, como bailando marcha. Entre ellas, una de las conductoras del evento, quien vociferó en dirección en Callao: “Este es el bombo con el que bailamos nosotros”.
La iluminación y la vida nocturna es diferente a cada lado de la Plaza de los Dos Congresos. Del lado que quedaron los celestes, los faroles tienen luz blanca fría, de bajo consumo, y si alguien quería comer algo, tenía que sentarse en alguno de los dos o tres bares que quedaron abiertos sobre Hipólito Yrigoyen, todos tenían lugar. Si querían conseguir un choripán, tenían que esconder su pañuelo celeste y cruzar la plaza.
Entre los verdes, por donde se mirara, había piel sudada, entregada al sacrificio de una vigilia pagana. Mientras de un lado reclamaban defender la vida, del otro vivían. No había público sino públicos: casi todas mujeres, con brillos en las mejillas, acampando con los movimientos sociales o haciendo rondas entre vecinas de Villa Crespo, con camisetas verdes, sin camisetas, sin sostén, con sostenes verdes, con banderas, sin banderas, con barbijo, sin barbijo, comiendo choripanes, sandwiches veganos o cenando empanadas en el restaurante “La Américana” mientras cantaban canciones que encontraban la vuelta para hacer rimar “aborto seguro” y “hospital”, vendiendo revistas de la izquierda trotskista o pan dulce con la cara de Néstor Kirchner, bailando salsa o al compás de los bombos, los redoblantes y los platillos, haciendo notar que los hombres que pasaran no éramos más que muñecos del Rey Momo.
De un lado y del otro viven un déjà vu. Festejan o lamentan con la mesura de los partidos de ida. Sabiendo que volverán a estos espacios, que serán más para entonces, de un lado y del otro, cuando toque el Senado, cuando los números no cierren hasta última hora, cuando se defina si Argentina es el país número 59 en permitir el aborto a petición de la mujer, o no.
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