Engañar a la muerte y vivir para monstrear
Cada 8 de noviembre en los pueblos de Guadalupe, Soledad y Nazareno, en Etla, Oaxaca, la gente sale a monstrear. Jóvenes y otros no tanto se dividen en tres comparsas: del barrio de arriba, del barrio de abajo y del barrio de en medio. Durante un par de noches, los habitantes de la sierra oaxaqueña se disfrazan pretendiendo ser monstruos, prolongando así el duelo que se vive en México los días 1 y 2 de noviembre. (*)
(*) Este texto a ocho manos es resultado del taller de periodismo narrativo de la Escuela Late impartido en el Centro de las Artes de San Agustín (CASA), Oaxaca, en noviembre de 2019.
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Mientras se baila con escopetas en laberínticos callejones, los muertos vuelven en forma de cuervo o búfalo; monja o payaso; demonio o Dios antiguo. Todos brincotean por las calles del pueblo, bebiendo de la misma botella. En sus máscaras transita una relación entre la comunidad y lo más desconocido de la vida: estar muerto, pero también vivo para celebrarlo.
La muerte da miedo. Mucho o poco, no importa. Es como beber, pegarse una borrachera hasta el desplome. Generalmente, la muerte se susurra, como cuando cuentas un secreto a un amigo: te liberas de esa incómoda voz que te recuerda tu mortalidad. No obstante, la tradición aquí es la excusa perfecta para gritar esa voz; para hacerla resonante con bandas musicales a toda marcha; para hacerla vistosa con los colores más inverosímiles; para hacerla estruendosa con cuetones que estallan por doquier. ¡Bam, Zooom, Bam!
Debajo de una carpa el sonido de una tuba se multiplica. Mis oídos buscan la ubicación exacta de la ceremonia. Camino por pequeños callejones. Llego a una casa donde hay varias personas disfrazadas listas para celebrar a sus muertos. Allí la frontera entre dos barrios se rompe a punta de los sonoros golpes de la tuba. En el carrito de los elotes nos descubrimos todos justo en medio de un enfrentamiento de comparsas y bandas en la muerteada. Agarrones, varazos, mentadas de jefa, arrancones de llanta entre vecinos que se bufan, se miran y se insultan con por lo menos cinco horas de fiesta, baile y alcohol en sus entrañas.
La discusión se ha desatado gracias a un pequeño resquicio de miradas y retos de comparsas que toda la noche y madrugada de cada primero y ocho recorren las calles de Soledad al ritmo de bandas de música estilo sinaloense contratadas especialmente para la ocasión. Cuando se cruzan los caminos de esas comparsas se produce un duelo de bandas que ganará aquella que sea la última en callar sus vientos.
En una carpa de cincuenta por cincuenta metros, personas de todas las edades bailan al ritmo de una banda sinaloense. Van disfrazadas de super héroes, catrinas, extraterrestres, hombres lobo, minotauros, búfalos, brujas.
Los rijosos viven a metros o kilómetros de distancia uno del otro y llevan conociéndose toda su vida. “Cuando las comparsas se encuentran y surgen los pleitos, cada barrio agarra a su pleitista”, ha predicho Amado Ramírez, quien desde hace más años de los que puede acordarse vende en el interior de su moto con batea y en un extremo del zócalo de su pueblo, variadas y bien frías marcas de cerveza, negocio que en este momento, intenta salvaguardar con el ojo bien pelón en medio de una reyerta que a pesar de los llamados a la calma, no termina de apaciguarse, congregando a decenas de lugareños con aspecto de esperpentos y quimeras.
“Ahí te va un mezcal, gordito”, me gritan. Y otro. Y otro. El olor de la combustión del cigarro mezclado con diversos tufos y sudores se esparce entre la multitud. La comunidad ha devenido un enorme bar a cielo abierto. Todos estamos gordos aquí, pero el gordito tiene sed de la mala. Cada altar es un portal a lo desconocido. El chocolate, el café y el mezcal en las ofrendas pretenden fusionarnos con un espacio desconocido que algún día habitaremos; aunque la celebración, más que de la muerte, es de un regreso de ella.
Hoy las diferencias se han desatado demasiado temprano. Eso debe pensar Amado Ramírez ahora que está mediando entre los desafíos e insultos de los dos barrios y la seguridad de su propia motito de cervezas.
“Antes nos disfrazábamos de calaveras, curas y brujas –dice el hombre de 47 años–, hoy a los jóvenes ya no les gusta seguir las tradiciones, sus disfraces ya son muy cinematográficos”, apunta, mientras se enfrenta a la furia de un curtido minotauro con facha de haber salido de una película de Burton o Del Toro. Un hombre vestido de King Kong se ha quitado la máscara para mostrar que ahí debajo lo han descalabrado y un señor de unos 65 años, sin disfraz y con una pachita mezcalera en las manos, llena de insultos a ambos bandos, aunque después dirá que solo los estaba calmando.
Muerteada en Etla, Oaxaca, al sur de México. Fotos: Alejandro Saldívar
Muchos de los trajes son traídos desde algunas ciudades de los Estados Unidos, pues los oaxaqueños que migraron y hoy viven y trabajan en aquel país, no dudan en tomar un avión para atragantarse de mezcal en las muerteadas novembrinas, cuando los difuntos reviven con perversidad polimorfa. Los hacen de espuma, látex, pintura y/o resina y su costo llega a elevarse hasta los 10 mil pesos (500 dólares estadunidenses).
Visitantes y locales encuentran en esta celebración la oportunidad para conectarse con su tierra, sus ancestros y su origen. El copal ha quedado atrás, los nuevos disfraces son los nuevos transportadores, pero, aun así, la comunidad lucha por mantenerse en la carrera. Los cohetones y la música de banda en tres puntos distintos, a manera de Carontes jubilosos, anuncian el inicio del viaje. Este viaje no puede empezar en frío y con tristeza: es necesario un arranque donde la barbacoa, la música y el baile bajo el embrujo del mezcal y la cerveza hacen de anestesia para un extraño parto sin dolor. Son las monedas para el viaje.
A quince minutos de la comunidad de Nazareno, se encuentra la de Soledad, Etla. Allí también los vecinos festejan a sus muertos. Van cayendo los últimos rayos de sol. Las personas continúan congregándose. Todas lucen sus mejores disfraces. Familias enteras consumen antojitos oaxaqueños: molotes, tlayudas, tostadas, tacos dorados, tacos de tasajo y cecina. Frente a la cancha deportiva del centro de la comunidad se va formando una comparsa de muertos. Hay un Bob Marley, un Drácula, una lata de Corona, algunos orcos, sacerdotes y abuelas calavera. Las abuelas calavera sostienen flores de cempasúchil y bailan alzando sus bastones. Visten con la rafia de costales de ixtle.
Algunos perecen en el camino por los poderosos somníferos, los más expertos siguen avantes, Caronte ya ha avanzado hacia el punto de reunión, donde se cruzan las tres festividades del barrio. Los versos descomedidos aparecen, los ritmos de cobres y percusión se tornarán más fuertes, las bendiciones se aceleran. Hay que partir, los demás barrios nos esperan. Cual cruzada del norte contra el sur, cada año los dos barrios se baten en un duelo de premuerte y se hacen y dicen de todo como para marcar territorio, pero no dejan de ser el vecino, el primo, el hermano. Son más bien como perros que orinan los postes, dejan su marca y siguen su camino.
Caronte confundido, sigue adelante, él también se viste de fiesta y su destino cambia. La festividad se asoma, la ausencia aparece. Fue una ilusión, esta vez solo fue un sueño, las almas de este año, como dicta la tradición, vendrán hasta el otro año. La profunda noche llega y parece que nadie sabría ya diferenciar entre vivos y muertos.
A lo lejos veo caminar la reencarnación de un personaje popular noventero de la televisión mexicana: El Parménides. También van, por ahí, desprevenidos El Black Machine o El Flanagan, con abundante bigote y enlutados sombrero, camisa, pantalón, botas y gafas. Este personaje causa sensación a los asistentes de la calenda popular: algún borracho grita “me piernaron las tiembras”.
Por el momento, los guardianes del orden de las comparsas han llegado a hacer las paces. Los dos grupos se alejan solo para hacer una triangulación de calles en las que se encontrarán cuarenta y cinco minutos después frente a la iglesia del pueblo. Allí las bandas de ambas comparsas tendrán un dueto de agradecimiento a la Virgen de Juquila al son de las Mañanitas y de un Dios nunca muere potenciado con harta tambora y bronca fraternidad, en un rezo melódico que les ayude a pedir por ellos, por los tres barrios, por el pueblo entero.
“Echamos nuestros madrazos, pero también sabemos estar juntos”, expresa Amado, ya más tranquilo de haber puesto su comercio chelero a salvo. Y tiene razón. Los más espantados con el borlote de hace un rato son los visitantes foráneos, la gente del pueblo parece saber que así es como este tipo de convivencia comunitaria se las gasta y también se las goza.
A ritmo de banda y tambora la alegría va camino al cielo. Entre más anochece más personas siguen reuniéndose y crecen las hordas de personajes inverosímiles. En un extremo de la iglesia católica aparecen cinco jóvenes otakus disfrazados de colegialas anime. Su indumentaria consiste en blusas negras, moños blancos a la altura de los pechos, faldas negras hasta las rodillas, calcetines blancos y zapatos negros. Permanecen estacionados observando el devenir de los creyentes.
Catrinas con crucifijos blancos y rostros de Hellboy, chavalos apocalípticos con escopetas recortadas y máscaras antigás, dos chelas Victorias del tipo Duff, niños de siete años y maquillaje cadavérico bailando en zancos mientras observan, imitan y traducen el ritmo de los demonios más grandes con faldas negras de medias lunas y peinetas de guirnaldas, que a unos metros de ellos bailan desde alturas verdaderas.
Toros infiernos con cuernos de carnero que se han de sentar porque ya no aguantan las pezuñas, calacas de dos metros y medio que manejan el propio aleteo de sus infernales y negras alas, martillotes con payasos y risas guasonicas, diablos conquistadores con 20 kilos de cascabel encima, pitufos azules venidos de ultratumba liderados por un pitufin que ya anda bien pedo, parcas viajeras con guadaña y jeta de antihéroe masacrador marveliano, cerdos con babero carnicero, cuchillo oster granger y barba de dos días, un colombiano medio espantado con estos pinches mexicanos que ni tantito respeto le tienen a la muerte.
Changos marangos con camisas hawaianas que migran entre comparsa y comparsa, señoras de más de ochenta que parecen disfrazadas de la abuelita de Coco pero que solo responden a su propio ser, Don Ramón, la Chilindrina, Godínez, una Bruja del 71 que parece que baila rap, seis tamboras con platillos, 18 tubas indomables, callados algodoneros que vienen disfrazados de niños pobres, soldadores fantasmas en las satánicas vísceras que prometen literalmente que “pueden soldarlo todo, menos un corazón roto”, al tiempo que chavas preparatorianas ataviadas como muertes aztecas y trigueñas se toman junto a sus letreros esas fotos pal Face que ha de servirles para los recuerdos de un año, una madre le dice a su pequeño hijo en carriola que no se ponga pesado porque aquí no hay agua sino solo chela y mezcal.
En el centro de la explanada de la iglesia una formidable orquesta filarmónica interpreta “Dios nunca muere” del compositor oaxaqueño Macedonio Alcalá. La gente, emocionada, aplaude, mientras los más avezados o los más borrachos bailan. Después aparece en escena una banda de viento que interpreta canciones populares mexicanas.
Son las diez de la noche. La fiesta persevera. Las calles permanecen inundadas. El ritmo de la música es narcótico e incita a quedarse. Los cohetes anuncian alegremente el baile con la muerte. La consigna es bailar por aquellos que ya no están con nosotros y resignarse a la mortalidad. El tiempo corre y nadie lo persigue. La luna tiene insomnio y esta noche tampoco descansará por ser la octava del Día de muertos.
Entre pieza y pieza los murmullos van sobre nada, para que luego el baile regrese abriendo polvaredas. La gente de Soledad, Etla, vive todo el año para esto. Para hacerse los protagonistas de sus propias piezas mitológicas encapsuladas en el taconazo de una embriaguez a la que, aunque luego no se vea, saben cómo entablar y hacer que dure. No hay premios para los mejores porque aquí, a pesar de lo que pueda sugerir la gresca ocasional y el madrazo ante el que hay que agacharse, todas y todos danzan próximos, pegados, a un tiempo. Aquí el día se ha encontrado con la noche. Aquí el pueblo se ha encontrado con el pueblo, y acaso la vida con la muerte.
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