| noviembre 2020, Por Beatriz Arslanian

Nagorno Karabaj: el piso tiembla y el cielo se ilumina

Fernando Duclós te contaba hace algunas semanas qué estaba sucediendo en esta región del Cáucaso entre Armenia y Azerbaiyán. Ahora, Betty Arslanian lo narra desde el territorio en este texto y en el podcast, acompañada por las fotos y la voz de Pablo Linietsky.  Hoy, 9 de noviembre de 2020, terminó la guerra en el Nagorno después de que Azerbaiyan controlara Shusha. Así fue:

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Samvel es la cuarta generación que habita esa casa ubicada sobre la calle Martuni en Stepanakert, la capital del Nagorno Karabaj. Tiene 48 años y es especialista en paneles solares y generadores eléctricos.

Anahit, la suegra de Samvel, está en su habitación. Duerme. Son las 4 de la mañana del 17 de octubre de 2020. Sobre la ciudad pesa la oscuridad. Hace dos semanas ninguna luz se enciende durante la noche y las estrellas son tantas que pareciera que no entran en el cielo. Anahit cambia de posición; lo hace a menudo para amortiguar su dolor de rodillas. Entra en un sueño profundo nuevamente. 

El sonido de un pitido va subiendo su volumen. 

Un misil azerí cruza cientos de kilómetros a gran velocidad.

Cae en el patio trasero. 

Deja un hoyo de unos cuatro metros de diámetro. 

Había un Lada Niva blanco estacionado ahí. Voló por el aire. Cayó en llamas. 

Las esquirlas rebotan con fuerza en múltiples direcciones, dejan su marca impregnada sobre las paredes de hormigón y los gruesos caños de metal. 

Al menos cinco generadores eléctricos del taller de Samvel, próximo al patio, revientan contra las paredes, impulsados por la explosión.

“Mi suegra tiene un Dios aparte”, dice Samvel mientras agradece al cielo que la explosión solo le haya herido una pierna. Se muestra calmo, más bien resignado. Podríamos decir que la guerra tocó su puerta, pero la verdad es que la derrumbó. 

Intenta esquivar los escombros a pasos pronunciados y no despega su mirada del piso.  Los genes se expresan mediante sus ojos negros y sus tupidas cejas. Su reluciente cuero cabelludo y su mediana estatura quedan al descubierto.

Carga a su suegra en brazos y, junto a un vecino, la lleva al hospital de la ciudad. Allí, un despliegue de enfermeros llevan y traen camillas trasladando heridos. El sistema sanitario ya estaba al borde del colapso antes de la guerra, con más de dos mil casos diarios de Covid-19, a los que ahora se suma un flujo de cientos de soldados heridos que llegan desde el campo de batalla. 

Anna es una mujer robusta y de baja estatura. Es la esposa de Samvel. Llora frente a un sinfín de ladrillos desparramados por el suelo y otros que aún se sostienen de las paredes heridas. No puede hablar; se refugia en los brazos de su esposo, cerrando fuerte los ojos y abriéndolos de a poco, como rogando que todo vuelva a su lugar.

Foto: Beatriz Arslanian
Los daños en Stepanakert. Foto: Beatriz Arslanian

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Hace treinta años Samvel participó en la guerra por la liberación de Artsaj, un enfrentamiento bélico que puso fin a la decisión de Stalin de ceder la administración de este territorio a Azerbaiján en 1923. Los movimientos independentistas comenzaron en 1988 y terminaron en una guerra que se enfrió con un alto al fuego firmado en 1994 que, como olla a presión, de vez en cuando, impulsaba su tapa bajo los efectos del calor de la política agresiva de Ihlam Aliyev.

— Sabíamos que en algún momento la guerra podía volver a estallar. Mientras Azerbaiján no acepte que estas son nuestras tierras heredadas desde hace miles de años, no viviremos en paz.

Los ojos de Samvel parecen dos cristales a punto de romperse. “Ayer, junto a mis amigos, defendí estas tierras de los turcos. Hoy, le toca a mi hijo. Este es nuestro destino; si no tenemos estas tierras no tenemos nada”. 

Ashot, su hijo, tiene 22 años y se encuentra en el frente de batalla. Llama día de por medio para decir que está bien y corta. “En ese momento, me vuelve el alma al cuerpo y empiezo a llamar a todos nuestros conocidos para avisar que mi Ashot se encuentra bien”, afirma Anna mientras se le escapa una tímida sonrisa antes de  agregar: “El hijo de mi prima era tanquista y murió la semana pasada. Ella dice que entregó a esta tierra lo más valioso que alguien puede tener: un hijo”.

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Hace un mes comenzaron los ataques de Azerbaiján hacia Artsaj, el territorio armenio comúnmente conocido como Nagorno Karabaj. En el afán de expandirse, Azerbaiján envió una incesante lluvia de drones Harop conocidos como “kamikaze”, de producción israelí, y aviones F-16 turcos al norte y al sur de su frontera con Nagorno Karabaj. Las consecuencias son batallas intensas al compás de los bombardeos.

La necesidad de una tregua humanitaria, luego de varias semanas de enfrentamientos armados, activó el rol de Rusia, Francia y Estados Unidos como copresidentes del Grupo de Minsk de la OSCE, solicitando un cese al fuego. Sin embargo, las firmas incoloras del presidente Ihlam Aliyev dejaron sin efecto estos acuerdos que ya se han renovado tres veces. Incluso rondaba la esperanza de que estos lapsos de paz representaran un descanso para los soldados del Ejército de Defensa armenio, alimentado de voluntarios que prepararon apresuradamente sus bolsos y se enlistaron en los cuarteles militares una vez declarada la ley marcial en Armenia el pasado 27 de septiembre. Mediante este régimen se movilizaron las tropas y las Fuerzas Armadas tomaron el manejo del escenario.

Pero no hubo cese. Tampoco descanso. Los lanzacohetes Smerch, Polonez y los misiles Lora continuaron su ejercicio; atravesaron la línea de contacto y estallaron en asentamientos de población pacífica artsají –e incluso traspasaron las fronteras de Armenia. Decenas de civiles murieron, cientos fueron heridos. 

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Intentando hacer equilibrio sobre los escombros, Samvel y Anna rescatan algunas pertenencias. Colocan ropa dentro de bolsas de plástico y las acumulan sobre la vereda. Miran por todos lados intentando recuperar algo más, pero a la vista no encuentran nada. Sobre la calle, la furgoneta soviética de su amigo Aram los espera para conducirlos hacia un refugio subterráneo. La amistad con Aram comenzó hace muchos años, cuando Samvel cursaba ingeniería mecánica en la Universidad Estatal de Yerevan. Vive a tres cuadras de distancia, cerca de la plaza central de Stepanakert. Al enterarse de lo ocurrido, Aram se ofreció a alojarlos en el búnker de su casa. 

Foto: Beatriz Arslanian
Foto: Beatriz Arslanian

La mayoría de los edificios cuentan con espacios subterráneos como herencia de la era soviética para que las familias pudieran resguardarse frente a un posible ataque nuclear, una guerra u otra eventualidad que amenazara su vida. En tiempos de paz, las familias armenias los usan como depósito de conservas y vodka casero para consumir durante el invierno. 

Aram detiene el coche frente a su casa e indica la entrada a su amigo.

Diez personas componen la escena de camas improvisadas y cajones con verduras a punto de echarse a perder. La luz es tenue. Un pequeño gato brinca dándoles la bienvenida. Desde el comienzo de los ataques, estos refugios se han convertido en el hogar de cientos de habitantes de Stepanakert que se rehúsan a dejar la ciudad. Allí comen y duermen. En los días más tranquilos, salen a la calle a tomar aire.  En el fondo del búnker, a donde la luz natural no accede, Angélica está sentada sobre la cama con la espalda encorvada. Comenta que envió a su nuera y sus nietos a Yerevan para que estén más seguros, pero ella no se moverá de ahí. 

Más de 90 mil personas fueron desplazadas de sus viviendas y refugiadas en Yerevan y otras regiones de Armenia. La cabellera blanca de Angélica indica que es una sobreviviente de la historia reciente de Armenia: la cotidianidad bajo el yugo soviético, el terremoto en la provincia de Shirak en 1988, los “años oscuros” luego de la independencia de 1991, la guerra por la liberación de Nagorno Karabaj a comienzos de los ‘90. Veo en su mirada que el miedo ha quedado atrás y creo que, en lo profundo, se siente capaz de frenar los misiles azeríes con sus manos curtidas. 

Unos metros más allá, cerca de la entrada del refugio, un anuncio dice: “Advertencia urgente a los ciudadanos” y muestra la imagen de una bomba de racimo. Cientos de este tipo de artillería fueron lanzados hacia asentamientos civiles por parte de Azerbaiján desde que comenzaron los ataques a finales de septiembre,  ignorando su prohibición internacional. Hoy incontables bombetas sin detonar minan  la ciudad. 

Anna ubica las bolsas cerca de las camas que Aram les asignó. Samvel ya se había acomodado en la suya frente a mujeres y hombres mayores que observan detenidamente sus movimientos. Se para de repente e insiste en que esta guerra tiene el fin de concluir con el plan de exterminio del pueblo armenio. “Ellos saben que solos no pueden contra nuestros muchachos, por eso llamaron a Turquía y trajeron mercenarios de guerra”. 

Días atrás, el primer ministro de Armenia Nikol Pashinyan acusó a Turquía y Azerbaiján de convertir a Artsaj en foco del terrorismo internacional y continuar con el plan del Genocidio Armenio iniciado en 1915. De hecho, algunos días después de haber estallado la guerra, el presidente de Francia Emanuel Macron acusó a Turquía de enviar combatientes sirios de grupos yihadistas para enlistarse en las tropas de Azerbaiyán; el ministro de Relaciones Exteriores de Rusia Sergey Lavrov expresó su preocupación al evidenciarse la presencia de “terroristas y mercenarios” traídos de Siria y Libia a la zona de conflicto.

La humedad y el encierro del búnker sofocan a Samvel. Sale a la vereda a fumar. Saca una etiqueta de Ararat slims de su bolsillo y toma un cigarrillo entre sus dedos. Será el sexto en no más de tres horas. 

— ¿Sabes cuál es la diferencia? Nosotros tenemos humanidad. No contamos con nadie más que nosotros mismos. Cuando uno de nuestros compañeros cae en el campo de batalla, no lo dejamos tendido en el suelo para que sea alimento de las aves de carroña. Lo tomamos con cuidado en nuestros brazos, acomodamos despacio cada parte de su cuerpo para que no le duela, como si aún el muerto sintiera dolor, y lo llevamos a su madre para que pueda despedirse de él.

Unos hombres mayores que estaban fumando a unos metros se acercan y conforman una ronda. Muestran la actitud de quienes quieren consolar a Samvel, aunque ninguno dice nada sobre lo ocurrido con su casa. El silencio los atraviesa y solo se rompe un instante con el motor de una camioneta que pasa por la avenida principal con dos muchachos vestidos de camuflado.  

Samvel recorre el edificio con la mirada y se da cuenta de que los bombardeos de la madrugada no solo dañaron su casa, sino también las de otros. Los vidrios de las ventanas están rotos. Las entradas de los comercios también. Hay un almacén con la entrada abierta y las heladeras destrozadas. Las botellas de refresco están al alcance de cualquiera. Nadie toca nada.

Uno de los hombres sostiene un puñado de semillas de girasol que se lleva a la boca repetidamente. Solo interrumpe su gesto mecánico para decir:

— En realidad, la diferencia es que mientras los soldados de otros países están relacionados con la guerra, los nuestros están ligados a la paz y a esta tierra. Los soldados somos nosotros, son nuestros hijos y también nuestras mujeres. Todo el pueblo se convierte en el ejército de defensa armenio cuando la patria está en peligro.

El sol se va extinguiendo. Suenan bombardeos a lo lejos, a pocos kilómetros tal vez. La sirena se activa. El piso tiembla y el cielo se ilumina. Los hombres apagan sus cigarrillos y regresan a refugiarse en los subterráneos. 

Pasa el tiempo. Son las tres de la mañana y las sirenas ya no suenan en Stepanakert, pero Angélica aún presiona sus manos contra sus oídos. El pitido de la alerta continúa en su mente. Intenta dormir.

Dos personas caminan por la noche en Artsaj. Foto: Pablo Linietsky
Dos personas caminan por la noche en Artsaj. Foto: Pablo Linietsky

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