Fantasmas velocípedos
Bípedo. Criatura que hubiera preferido volar.
Andrés Neuman, Barbarismos
🚫Advertencia🚫
En la estación de microbuses de Metro Zapata se acumula todo el cochambre de la ciudad. Las manchas, los golpes y las grietas que lo decoran hablan de las miles de llantas que, todos los días y a todas horas, entran y salen de ahí. Son las tres de la tarde y los escapes bufan junto a los cachetes percudidos de Gerardo Vizcaíno, un chofer sesentón obsesionado por espejear cada dos segundos. El acelerador no puede escapar a la gravitación de su pie: brooom, brooom, «¡muévete cabrón!», le grita a su compañero de adelante. Él no defiende a los ciclistas, todos los días esquiva 40 o 50 bicicletas: «Los ciclistas manejan agresivo, se meten por segundos y terceros carriles, se la juegan, van sin casco», dice.
El alma de Jorge Esteban es sedentaria. Desde su asiento cubierto con un tapete de bolitas masajeadoras contempla a los bípedos que intentan ganarle el paso. «A uno siempre le avientan la bronca, pero la mayoría de las bicis tienen la culpa, ellos no tienen la preferencia nunca», cuenta el chofer de 27 años. «Yo nada más veo cómo tratan de orillarse y no pueden, trato de darles su espacio, pero a veces los carriles son muy pequeños».
Daniel Serdán rellena un boleto de sorteo como si de eso dependiera dejar de esquivar a los ciclistas. «Tenemos poco respeto por las bicis, no es mal pedo, pero es que ellos no se lo ganan», dice el camionero con más de 20 años al volante.
A unas cuadras de la estación de microbuses, en los postes de luz, conviven dos mundos paralelos. El del smog y las marañas de alambre y, atado por un mecate, el mundo de los fantasmas. Agrupaciones de ciclistas han colocado bicicletas blancas como un recordatorio de que alguien murió ahí como si de esa forma prorrogaran más su nómada existencia. Los Bicitekas, una ONG de ciclistas, las ven como «una demanda de respeto a peatones y ciclistas», pero no hay maniquíes colgados. Mejor aún: «Un recordatorio de la tragedia y una declaración en apoyo al derecho de los habitantes de la ciudad para viajar seguros por sus calles».
Gracias a los microbuseros, los ciclistas pedalean a un ritmo trepidante. Son conductores erráticos que siempre asustan a su mamá. En cierto modo, las bicis fantasmas le ayudan a darle forma estadística al rencor de los choferes: 1.4 por ciento de los viajes en la CDMX se hacen en bicicleta, según información del gobierno local.
Aunque todos los días se realizan 22 millones de viajes en transporte público, nadie cuelga en los postes de luz homenajes a los choferes que mueren en accidentes o asaltos. Los peatones y los ciclistas los menosprecian.
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Mal humor en el tercer carril de Insurgentes, la avenida más larga de Latinoamérica. Soliloquio del policía de tránsito: su silbato es un canario percudido por el humo de los camiones. Ansia de cigarro en las ventanillas, las colillas sacan un chispazo cuando caen al pavimento. El espectáculo del azar me hace pedalear más rápido. Salto el rojo. Me pita un mujer encopetada en una minivan. Brinco al carril del Metrobús. Apenas rozo el espejo y desato su furia. Pedaleo.
- Liliana
En avenida Universidad una bicicleta se enjuaga con la lluvia. El color blanco hace falta lavarlo para mantenerlo limpio. Este es un blanco percudido y oxidado, un llanto permanente en dos ruedas. Liliana sonríe por uno de los triángulos que se forman en los rayos de la bicicleta. Su cara está detrás de un telón rojo como si estuviera actuando un monólogo. Dos barquitos de papel navegan en el auditorio. En la fotografía, su cabello permanece ordenado, como si fueran las cuerdas de un instrumento musical. En los rines cuelgan pájaros azules y mariposas. El manubrio divide su nombre en dos: Lili-Ana.
En 2009 su novio Óscar escribió en su blog: «Hoy cumplirías 24 años. Puedo imaginarte emocionada haciéndote la dormida esperando que te bese y te cante. (…) Nos vamos de la ciudad de hierro, nos vamos a caminar a los cerros, tomamos pulque, hacemos el amor bajo algún árbol».
El viaje de Liliana Castillo se volvió eterno el viernes 15 de mayo de 2009 a las 14:30 horas. Fue atropellada por Mauro Martínez, de 23 años. A Liliana la encontró su familia hasta el día siguiente en el hospital de Xoco gracias a una nota roja. Ahí pasó una semana, hasta que su cerebro dejó de trabajar.
La lluvia es tan blanda que no quita la mugre. Todavía hay personas que creen verla pasar a toda velocidad. «Escucho que pasa por acá atrás y nomás mueve la lámina», dice un tortero en la banqueta contigua. La bici de Liliana inauguró el memento mori para los ciclistas en el DF. Ella fue la primera en convertirse en un fantasma.
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El tránsito se enfila como hormiga tras un manjar. Las bicicletas aconsejan a los desesperados la virtud de la paciencia. La adrenalina en dos ruedas no es más que una catarata detenida. Pienso en Nik Wallenda cruzando las cataratas del Niágara en un alambre. Eso. Los ciclistas son equilibristas avanzando en cuerdas paralelas: se trata de conservar el equilibrio, de acostumbrarse al zarandeo de la cadena.
- Esthela
Domingo 21 de junio de 2009. Ella es un verdadero fantasma. No se aparece porque ya quitaron su bici blanca. Después de accidente clausuraron el puente que atravesaba Periférico hacia el bosque de Chapultepec. Tenía 18 años. «No puedo frenar, no puedo frenar», fueron sus últimas palabras, según una nota del diario Reforma.
Su vida fue descrita a partir una enigmática carta de despedida: «Podía ver por la ventana, como si estuviera en el cine, las cosas que acontecían sin sentirse verdaderamente parte de ellas. (…)Pudo recordar perfectamente, casi impregnándosele en la nariz, el olor a ramen que despedía casi siempre. Sintió arcadas sólo de recordarlo… No estaba listo», describe en tercera persona una de sus amigas en un blog.
Esthela de la Luz Valles murió instantáneamente al estrellarse con un coche en Periférico.
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Brian Eno suena en mis audífonos. Imagino que estoy en un cráter espacial y una madre iracunda me persigue en una minivan. Las dos ruedas advierten los cuidados que demanda la velocidad: el equilibrio, la invocación a Hermes. El pedaleo es un diapasón introspectivo. A cada vuelta de rin el ciclista reinventa la ciudad, adopta la forma de divagación (las derivas de atravesar la ciudad en dos ruedas).
- Jonathan
La bicicleta de Jonathan está suspendida por un alambre en medio de un camellón de avenida Aztecas, al sur de la ciudad. El óxido de los rines se extiende hacía el hule de las llantas. Cerca del poste hay una resbaladilla pintarrajeada, una cancha multiusos, un Volkswagen en venta: Mod. 97, $14,900, dice en el parabrisas. Esa bici se camufla con el entorno urbano, es casi invisible para una mirada distraída. Al centro de la bici, un tráiler cuenta el resto de la historia.
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Las bicicletas blancas parecen abrir un hueco infinito, a inaugurar una carencia permanente en la calle. Algunas contrastan con el retorcido cielo de la Ciudad de México y, otras que de tanto no estar se convirtieron en fantasmas verdaderos. Es paradójico: para afirmar su condición fantasmal, las bicis blancas tienden a desaparecer. Precisamente por eso, los ciclistas están furiosos. Al menos tres bicis colocadas como ofrendas han desaparecido. Se transcribe fielmente la identidad de las ciclistas fantasma:
Ignacio Santiago Martínez, 25 años, policleto atropellado el 18 de julio de 2009 en la avenida Benjamin Franklyn.
Óscar Esteves «Pokemón», 32 años, fotógrafo atropellado el 25 de octubre de 2008 en avenida Insurgentes.
Rubén Vázquez, 13 años, vendedor de café y pan atropellado en su triciclo el 8 de octubre de 2009.
- Christian
Esta es la bicicleta más cadavérica de la ciudad. Le falta la rueda trasera y reposa en un poste, como si fuera un borracho desmañado. Una maraña de cables roza la estructura de la bicicleta como para mantenerla en pie y una rosa marchita pende de uno de los rines.
A Christian Mazas lo atropelló un microbús de la ruta 50 mientras iba en su BMX. El chofer le quería ganar el pasaje a otro microbús. Siempre ocurre igual. La lámina toca una llanta. La dobla. El cuerpo salta como queriendo escapar. Pero no puede. Las extremidades se doblan. Ya. Lo de siempre: un conductor se asusta, huye. Los peatones se acercan, pero ya es tarde. Llaman a una ambulancia. Ya.
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Peatones y automovilistas detestan al ciclista por igual. Los condenan a ser equilibristas de coladeras, a caer por el agujero del conejo. Todo es más lento cuando has caído por el túnel. Nadie se detiene a ayudarte y la sangre brota poco a poco de tus nudillos. El agujero de conejo: En tu cabeza ya no suena Brian Eno sino el golpe seco de un camión.
- Maximino
En avenida Alta Tensión los camiones cruzan el horizonte. El viento hace titilar la llanta delantera de una bici colgada de un poste de cemento donde se lee Max con letras blancas. Clavada en la tierra hay una pequeña cruz, casi imperceptible. La bicicleta de Maximino Mendieta es una herida del smog.
El 29 de septiembre de 2011, un microbús de la ruta 46 se pasó el alto y atropelló a Max, de 48 años. En las fotografías del colectivo Biciperros —al cual pertenecía— se ve a Maximino sonriente con una barba como la de Ho Chi Minh. Ahora un guerrero tolteca pintado en uno de los pilotes del puente vehicular custodia su bicicleta para que nadie se la lleve. Seguramente si no hubiera quedado debajo un camión, Max hubiera recorrido algunos de los 4 mil 833 kilómetros que planean recorrer los Biciperros en 2014, algo así como viajar de Tijuana a Nicaragua.
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Más que un acto bélico, odiar a los ciclistas es una rutina. Los automovilistas, taxistas y camioneros tienen un imán hacía las bicicletas: si vas lento, te pitan; si vas rápido, se enfurecen; si vas en sentido contrario, hacen lo posible por arrojarte al cofre o al agujero del conejo, coladera inmunda, golpe seguro en la llanta.
- Luis
La bicicleta es un florero gigantesco. Un cuerpo convertido en una estructura de metal, ruedas, rayos y llantas que lo envuelven en un aura de perennidad: los 74 años de Luis Ponce se han cristalizado en un nicho al aire libre en avenida Reforma, al norte de la ciudad.
Las flores tiemblan con el aire. De vez en cuando se escucha un ruido metálico de un alambre que choca con una placa dorada: «Luisito. 10 de junio de 1935-27 de mayo de 2013. Presente en el abrazo de Goyita, en la calidez de las miradas de sus hijos, en la unión de sus nietos (…) Él nos bendice a todos. Recuerdo de tu familia que siempre te amará».
🚫Colofón🚫
Una comunidad de solitarios recorre todos los días las calles de la Ciudad de México. Bolaño los llamaría «perros románticos», «detectives salvajes», «errantes», «huérfanos», «los viajeros absurdos». Bípedos urbanos que sortean baches, coladeras y espejos, que diariamente sufren el encontronazo de la espinilla con el pedal. Con casco o sin él, lo importante siempre es andar sin rozar la llanta del otro.
De entre el amasijo de motores inquietos salen los ciclistas. Los primerizos jalonean el manubrio de lado a lado y los expertos se impulsan con la pierna derecha como si tuvieran un escape de gas. Los de la moda verde son fáciles de distinguir: usan casco, banditas en los tobillos y chalecos reflectantes. Hacen titubear el manubrio cada que empiezan a pedalear.
El frenesí capitalista se ha apoderado de casi todas las actividades, incluidas el ciclismo. Cada día sale a la venta un nuevo artilugio para ir más cómodo en dos ruedas: ciclocomputadoras que miden el pulso galopante; candados con nombres que inspiran un espíritu indestructible: Kryptonite, Bulldog y Doberman; mochilas que triplican su valor por el simple hecho de estar acondicionadas como alforjas. Su argumento es sencillo e irrefutable: «La seguridad primero, para ti y tu bicicleta».
Los policías se ocupan del tránsito como un asunto escolar, como si los ciclistas volvieran a la primaria y fueran de excursión a Chapultepec, o por lo menos, de pinta. Alto, siga. Alto, siga. Ellos ordenan el trazo aséptico de calles y cruceros que únicamente orientan a los coches. Los ciclistas están condenados a seguir la topografía de los semáforos, aunque montar bici sea una forma ingeniosa de evadir el tránsito.
Octavio Paz escribió que una ciudad «es la encarnación, tangible y material, de una visión del mundo». Las bicis amplían los márgenes de la ciudad, la trasplantan, le dan respiración de boca a boca sin intoxicarse, aunque siempre exista el riesgo de terminar colgado en un poste.
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Cochetitlán: Lugar donde las coladeras son rústicas trampas para atrapar ruedas, monedas y colillas. Lugar donde los demás se deshacen de la muerte pedaleando. Lugar para malabarear el tránsito, acumulación de cápsulas de contaminantes. Lugar donde los ciclistas prefieren volar. Lugar donde los ciclistas manejan como microbús.
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