| junio 2020, Por Felipe Herrera Aguirre

Minneapolis: la ciudad fracturada

El racismo, la discriminación, el asesinato. La injusticia, el silencio, la complicidad. La violencia, el abuso, la desigualdad. Nada acaba pero todo muta. La muerte de George Floyd significa muchos quiebres. Nuevos puntos de partida, lucha y resistencia. Una historia sobre la dignidad hecha fuego. 

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Franklin Zambrano está en la intersección de Lake Street y Minnehaha Avenue, en lo que se conoce como South Minneapolis. En esta esquina se ubica la Tercera Comisaría del Departamento de Policía de la ciudad, y es donde trabajaba Derek Chauvin, el efectivo que el lunes 25 de mayo había asfixiado de George Floyd, un hombre afroamericano de 46 años, presionándole el cuello con una rodilla durante ocho minutos y 46 segundos. Al ver el video del asesinato, Franklin había reconocido la cara del hombre que suplicaba por su vida; sabía quién era mucho antes de que el mundo escuchara su nombre. Lo había conocido en la Latin Conga Bistro, una discoteca de dueños dominicanos a la que Franklin iba como cliente y donde George Floyd era guardia de seguridad.

“Era buen pana. Lo mató la policía y él no estaba haciendo nada. Por eso vine a protestar”, dice Franklin, inmigrante ecuatoriano.

Para el martes 26 de mayo decenas de miles de personas en Minneapolis ya habían visto en el mismo video que Franklin el horror, la muerte y la brutalidad policial ensañándose contra un afroamericano. Habían oído a Floyd repetir la frase “Please, I can’t breathe” unas 16 veces a través del registro obtenido por una persona que caminaba por el cruce de la Chicago Avenue y la 38th St. East; también sabían que lo único que había hecho para recibir ese trato habría sido pagar una cajetilla de cigarros con un billete falso. Así, en Memorial Day, el feriado de cada último lunes de mayo en el que se rinde homenaje a los soldados estadounidenses caídos en combate, George Floyd se convertía en una nueva víctima del racismo policial.

Memorial del abuso policial en Minneapolis. Foto: Felipe Herrera

Varios días más tarde, el informe forense encargado por los abogados de la familia de Floyd indicaría que, a pesar de que el cuerpo contenía rastros de drogas por consumo reciente y de haber dado positivo por Covid-19 en abril, Floyd murió por asfixia provocada.

Si bien la primera protesta masiva fue la tarde del martes 26, con una marcha desde la esquina donde Floyd fue asesinado hasta la Tercera Comisaría, lo que vino después fue como un tsunami muy fuerte e imposible de detener. Los primeros incidentes graves ocurrieron al día siguiente, el miércoles 27. Los manifestantes y la policía estuvieron enfrentándose toda la tarde en la esquina de la Tercera Comisaría con bombas lacrimógenas, balines marcadores, bombas de estruendo, piedras y botellas de agua. El Autozone, un local de venta de repuestos de autos, fue quemado por manifestantes a eso de las 10 de la noche. Era el primero de los 16 edificios que esa noche terminarían incendiados o saqueados alrededor de la comisaría.

Mientras Franklin Zambrano esquiva los balines y las bombas lacrimógenas que la policía dispara a los manifestantes, un joven de 20 años que no quiso dar su nombre- carga un cajero automático con otros seis amigos. Lo habían sacado de la Minnehaha Liquors, la licorería tradicional del barrio que lució su techo rojo y luces de neón hasta que fue quemada. “Todos los días de nuestras vidas hemos tenido problemas con la policía”, dice. “Esta plata, el cajero, todas estas cosas las podrán recuperar. La familia de George Floyd no lo volverá a ver nunca más”.

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El hombre retratado en el mural, sobre un fondo azul y en medio de unas letras color naranja que dicen “George Floyd”, era un tipo normal. Por su estatura, complexión física y carácter, sus amigos y familiares le apodaban “Big George” o “Gentle Giant”. Antes de convertirse en símbolo de la brutalidad policial en EE.UU. era un hombre sencillo, muy religioso y familiar, que había llegado desde Houston unos 20 años antes y hacía su vida lo mejor que podía en Minneapolis, trabajando como guardia en lugares tan disímiles como un refugio para personas en situación de calle y discotecas como El Nuevo Rodeo y la Latin Conga Bistro.

El miércoles 27, poco antes de que se desataran los incidentes, un grupo de artistas locales terminaban de pintar un mural en la esquina donde Floyd fue asesinado.

“Quería crear algo que ayudase a la comunidad a sanar”, dice Xena Goldman, la artista que concibió la obra. “Pasé por aquí el martes en la tarde en bicicleta, vi el espacio y pregunté a los dueños si se podía hacer. Lo hablé con varios amigos artistas, vinimos todos a ver el espacio, Cadix Herrera hizo el diseño y el miércoles empezamos. Trabajamos 12 horas sin parar”.

“Cuando Xena me escribió yo ya tenía ganas de hacer algo para responder a lo que había pasado”, dice Cadix Herrera. “Hice un diseño que reflejara la vida de George Floyd como una persona de luz, que era parte integral de su comunidad. Quería reflejar su humanidad con colores claros que dieran esperanza. La creación fue algo muy hermoso, mucha gente de la comunidad participó pintando”.

Una de las protestas por el asesinato de Floyd. Foto: Felipe Herrera

El jueves 28, mientras las fotos del mural daban la vuelta al mundo, decenas de personas se volvían a juntar afuera de la Tercera Comisaría para protestar. Los tres supermercados de la intersección habían sido saqueados y de los demás locales comerciales solo quedaban los esqueletos. El humo seguía saliendo de los escombros de un edificio de ocho pisos que estaba en construcción desde el año pasado. Iban a ser departamentos de bajo costo para ayudar a las comunidades locales y minorías. Había ardido de forma espectacular y las fotos se hacían virales en redes sociales.

A una cuadra de ahí está el departamento de Nidia González, una chilena que vive hace 9 años en Minneapolis con su hijo de 16. Esa noche habían tenido que dormir en el clóset. “Se escuchaban ráfagas de disparos, gente corriendo por mi calle, la policía gritando, autos acelerando. Por la ventana se veían las lenguas de fuego por sobre los edificios. Fue muy impresionante, tuvimos mucho miedo”, dice.

Nidia cuenta su experiencia desde afuera de la Tercera Comisaría. Está protestando. “Es muy heavy todo lo que pasó, y eso pasa siempre en Estados Unidos. Siempre lo mismo. La policía da miedo. Ya basta”.

Una docena de efectivos policiales hace guardia afuera de la comisaría y varios afroamericanos mayores, líderes de organizaciones comunitarias, hablan con los manifestantes para evitar más destrozos. “Esto no nos sirve. Expresen su rabia, muestren su frustración, usen su derecho a expresión, pero de forma pacífica”, grita uno de ellos. “Eso hizo Martin Luther King y mira cómo todo sigue igual”, le responde una afroamericana joven, estudiante de la Universidad de Minnesota.

La protesta siguió en paz ese jueves durante el día. Mucha gente se organizaba para regalar agua, comida, papel higiénico y lo que se necesitara. Un hombre que trabaja en la tienda de bicicletas The Hub, a un costado de la comisaría, ofrecía mantenimiento gratis para quien lo necesitara. Muchas de las cosas que se regalaban habían sido donadas a una iglesia cercana o habían sido sacadas de los supermercados del lugar. Las personas que querían hablar, casi todas afroamericanas, eran escuchadas en silencio.

Jacqueline Oge observa la protesta y escucha los discursos emocionada. Nació en Huntsville, Alabama, y vive en Minneapolis desde hace 20 años, igual que George Floyd. Su familia es de Nigeria y su primera experiencia con el racismo fue a los cinco años, en un bus escolar. “Es muy terrible lo que pasó. Siempre es lo mismo con la policía, pero también en la vida diaria”.

Esa noche ardió la Tercera Comisaría. El alcalde de la ciudad, Jacob Frey, había dado la orden a los policías que quedaban en el recinto que se retiraran. En una conferencia de prensa esa noche, Frey dijo que no quería más fallecidos ni heridos: “El edificio lo podemos recuperar”.

 

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A las cinco de la mañana del viernes 29 aparecieron los State Patrol, las Fuerzas Especiales, y se llevaron detenido a un reportero afroamericano de la CNN que transmitía en vivo desde el lugar. También llegó la Guardia Nacional, la milicia de voluntarios con la que cuenta cada estado del país. Su armamento y equipamiento es el mismo que el del Ejército regular de Estados Unidos. En algunos estados cuentan hasta con aviones F-16. El mismo hombre que un día antes reparaba bicicletas gratis les grita enojado: “Esto empezó hace tres días y ustedes recién aparecen hoy, cuando ya está todo quemado. Esto es su culpa”.

Otra chilena que vive a pocas cuadras de donde murió George Floyd es Valentina Salas, investigadora en derechos humanos y candidata a doctora en Ciencias Políticas de la Universidad de Minnesota. Llegó a Minneapolis en 2016, dos meses después de que Philando Castile fuera baleado por la policía en la localidad de St. Anthony, a las afueras de la ciudad. “Cuando supe, pensé ‘¿de nuevo?’”, asegura. Lo impresionante para Valentina, en este caso, es cómo las protestas han escalado de forma simultánea en una ciudad que no está acostumbrada a las manifestaciones masivas. Para ella, la pandemia ha jugado un papel fundamental. Según datos del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC), el 23% de los fallecidos por Covid-19 en el país eran afroamericanos. Ellos representan solo un 13 por ciento de la población nacional.

“Hay conciencia colectiva de que las minorías son las personas que más están sufriendo por no poder acceder al servicio de salud, que en Estados Unidos es carísimo y no hay cobertura pública”, dice Valentina.

A eso del mediodía del viernes 29 de mayo el gobernador del estado de Minnesota, el demócrata Tim Walz, decretó estado de emergencia en el estado y toque de queda para las “Ciudades Gemelas”, Minneapolis y Saint Paul, desde las ocho de la noche hasta las seis de la mañana. “En Saint Paul también está como acá”, dice un oficial del State Patrol que no cuenta con identificación visible y que no quiere dar su nombre. Hace guardia frente al US Bank de Lake Street, a una cuadra de la comisaría quemada. “Principalmente en la zona del estadio de fútbol del Minnesota United hay muchos locales saqueados y quemados”.

Cuando Camron Draper, afroamericano de Wichita, Kansas, se enteró del asesinato de George Floyd, estaba en su casa. Draper es cocinero en el restorán Red Rabbit del centro de Minneapolis y llevaba varias semanas sin trabajar por la pandemia. “No quise ver el video completo, no puedo ver a un ser humano muriendo”. Cuenta que, en el estado de Kansas, donde creció, la discriminación racial es más evidente y la policía más brutal que en Minnesota. “Hay cada día más personas blancas que lo están aceptando, que lo están entendiendo, y eso es grandioso. Pero no soy optimista con esto. No ha cambiado nunca, ¿por qué debería cambiar ahora? No confío en las instituciones, no confío en la policía. Vivimos con el temor y tenemos que aprender a defendernos. No solo los afroamericanos. Cuando se trata de luchar contra el sistema racista, estamos todas las minorías juntas”.

“Minneapolis es una gran ciudad si eres blanco”, dice Myron Orfield, profesor de Derechos y Libertades Civiles de la Universidad de Minnesota. “Hasta la década de los 90 era una ciudad con políticas integradoras importantes, que funcionaban y hacían de Minneapolis una ciudad buena para las comunidades minoritarias, afroamericanas y latinas. Pero esas políticas se abandonaron, y hoy existen barrios de minorías que no cuentan con buenos accesos. Eso ha llevado a que hoy si eres de color, especialmente afroamericano, te cueste mucho más acceder a los sistemas de salud y de educación a los que sí acceden los blancos. Vives en otro mundo”.

A las ocho de la noche, cuando empezó el toque de queda, todavía había mucha gente en la calle protestando, pese a conocerse la noticia de que Derek Chauvin finalmente había sido imputado por asesinato en tercer grado, una especie de cuasidelito de homicidio. La policía y la Guardia Nacional, que hacían perímetro en la cuadra de la comisaría destruida, los miraban atentos. La gente se empezó a ir a sus casas a eso de las nueve, cuando los enfrentamientos con la policía y los saqueos ocurrían en otros barrios de Minneapolis. Periodistas de distintos medios locales, como la Minnesota Public Radio y el Star Tribune, el principal diario de la ciudad, compartían información de que habría grupos de supremacistas blancos incitando a la violencia y quemando edificios.

Preocupado por estos rumores, Tayler Wukouski, quien se reconoce como “antifascista”, se organizó junto a otros vecinos de su barrio para hacer rondas de vigilancia durante la noche. “Sabemos que andan tipos que no son de acá, supremacistas, y no los queremos. Son gente peligrosa”. Estuvo en su guardia hasta las seis de la mañana del sábado, cuando terminó el primer toque de queda. Un helicóptero de la policía zumbó sobre los techos de la ciudad toda la noche.

Esa mañana de sábado, mucha gente salió a limpiar la ciudad. Decenas de personas con escobas y palas de nieve removían escombros y limpiaban las paredes rayadas de la estación de tren Lake St. Midtown, a dos cuadras de la Tercera Comisaría. También había gente limpiando la estación de policía.

Anna, Marnie y Megan son tres amigas que decidieron salir con escobas a limpiar. “Es muy duro lo que ha pasado, las tres crecimos aquí y queremos ayudar a nuestra comunidad de alguna forma”, dice una de ellas. “La brutalidad policial es un problema conocido y no puede seguir pasando. Es una pena que haya provocado esto, pero queremos ayudar de alguna manera, aunque sea limpiando”.

Hacia el fin de semana, muchas organizaciones privadas sin fines de lucro y pequeñas empresas empezaron a convocar donaciones para repartir en las comunidades cercanas a los supermercados saqueados. Fue el caso de Chris Montana y su esposa, dueños de la destilería Du Nord, emplazada a tres cuadras de la comisaría quemada. Ambos lanzaron una campaña por redes sociales para recibir y entregar alimentos, detergente, jabón y otros insumos a quien lo necesite. “Todo fue muy rápido y ha sido muy duro ver destruido el barrio donde crecí, pero prefiero esto a que no haya pasado nada”, dice.

Para Montana, en el pasado la situación de los afroamericanos fue incluso peor. “No entiendo cuando Trump dice que hagamos grande al país de nuevo. ¿A qué país quiere volver Trump? ¿Qué tipo de grandeza quiere recuperar? ¿La que había antes de la Guerra Civil?”.

Mientras Trump escribía con furia por redes sociales, amurallaba la Casa Blanca y se escondía en un búnker, las manifestaciones y protestas estallaban en las ciudades más importantes del país. En Minneapolis pasaban de la violencia inicial a la reflexión y al encuentro. El domingo, en la esquina donde Floyd fue asesinado por la policía, gente de todas las razas y edades dejaban flores y ofrecían sus respetos.

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Para el jueves 4 de junio, cuando se llevó a cabo el primer servicio religioso de George Floyd, los cuatro policías involucrados en su muerte habían sido acusados por el fiscal general de Minnesota, Keith Ellison; a Chauvin, el principal responsable, incluso le habían endurecido los cargos, de asesinato en tercer a segundo grado.

Durante la ceremonia, los discursos se enfocaron en “celebrar la vida” de Floyd, como dijo el reverendo Jesse Jackson. Sus hermanos contaron anécdotas de infancia y otros invitados, como el reverendo Al Sharpton, exigieron directamente al sistema “sacar sus rodillas de nuestros cuellos de una vez por todas”.

Al sur de la ciudad, en la esquina donde George Floyd fue asesinado, hoy se ven enormes antenas de televisión y cámaras por todas partes. También hay personas, en su mayoría afroamericanos, con puestos de comida y agua. Todos comparten sus experiencias de vida: los más viejos hablan de los años 60 y los más jóvenes de historias recientes.

Los blancos callan. Escuchan.

Uno de los puestos es de Annette Wilson. Ella cuenta que llegó a Minneapolis desde Chicago a fines de los 80, escapando de la delincuencia para poder darle un futuro mejor a su hijo. Una tarde vio un grupo de ambulancias y policías en la esquina de su casa. “Ya mataron a alguien”, pensó. Al día siguiente, la policía le notificó que su hijo había sido asesinado. “Sentí como si hablaran de un delincuente, un pandillero, un traficante más. Para ellos fue una estadística”, asegura.

Annette explica que es pastora de una iglesia que está justo en la esquina donde Floyd fue asesinado y que está entregando todas las donaciones que llegan al templo. Su deseo es que finalmente haya justicia social en Estados Unidos, “sin importar el color de piel u origen”. Dice estar convencida de que, si toda la gente que está protestando fuese a votar, podría haber mejores personas en los cargos políticos importantes.

“No como él”, dice en referencia a Trump. Y suelta una gran carcajada. “Se dedica a escribir cualquier cosa. ¡Es divertidísimo!”.

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