Somos “animales narradores”. Ésa es una afirmación compuesta. La primera parte de ella me la ha estado confirmando todos estos días la situación mundial. La pandemia del Covid-19. En medio de ella se confirma que no somos nada. O, al menos, que somos “animales”. La invisible presencia de un ente viral, que nos ataca como si de pollos o cerdos en una granja insalubre se tratara, nos ha recordado que no somos más que aquello.

La segunda parte de la mencionada afirmación, “narradores”, es como una esperanza que, como seres falibles al final, nos mantiene unidos a la alta esfera de la cadena evolutiva, como uno de los medios más confiables para sobrevivir. Sobrevivir, por ejemplo, a una pandemia. Por ello en los últimos días, estoy seguro que para huir del tedio de la cuarentena o del mismo virus, habrán arribado al escenario mundial centenares de nuevos “animales narradores”. Y yo no me quiero quedar atrás.

Para alguien como yo, curioso, amante de estar informado -si es posible de manera directa-, es difícil mantenerse quieto y dejarse influir por la difusión de capa tras capa de informaciones sobre el tema, que en este caso es todo lo relacionado con el nuevo coronavirus. Salir y mirar las actitudes de las per… perdón, de esos otros “animales (narradores)” (el paréntesis dentro del entrecomillado es porque no sé si todos cumplen con la segunda parte de la afirmación), su postura ante las consecuencias políticas, económicas, sociales, culturales y espirituales de la pandemia y, sobre todo, el comportamiento del corazón humano (acá “humano” sólo lo uso como un adjetivo, no se alegren), etc., es algo poderoso que me parece digno de ser “narrado”.

Para tal fin me he aprovechado de mi trabajo eventual como domiciliario, en la aplicación android Rappi. En la ciudad donde me hallo viviendo desde 2017, Medellín, la segunda ciudad de Colombia, los “rappitenderos” estamos trabajando a pesar de la cuarentena establecida por decreto presidencial. Lo podemos hacer porque dentro de dicho decreto existe una “excepción” hacia nuestro trabajo, con el que coadyuvamos a la permanencia de las personas en sus hogares. Nos encargamos entonces de hacer las compras por ellos. Eso implica recorrer la ciudad o parte de ella, viendo, oliendo, escuchando e incluso interactuando más de una vez con la ciudad. Una ciudad, ahora aplastada por el silencio…

Mi caminata nocturna de regreso a casa es acompañada por un dolor de espalda, mi “espinazo partido”, y las ratas. En cada acumulación de basura hurgan con desespero ratas de todos los tamaños. Las puedo advertir desde lejos. Parecen conejos, por su considerable tamaño, con el cual fácilmente intimidarían a un gato de buena garra. Mi impresión es la de que Medellín está sobrepoblada de esos animalitos, pues nunca antes, ni en Caracas (donde nací y me crié) ni en otra parte en la que haya estado, había visto tal proliferación de roedores.

Al interior de las casas, último refugio de la atemorizada caterva humana, resuenan con avidez los dados, que golpean el vidrio, el de los tradicionales juegos de parqués. Mucho se ha hablado en la televisión acerca de ese recogimiento de las personas en sus hogares, ese retorno a la sencillez del compartir con sus familias, una de las consecuencias notables de la pandemia. Yo escucho los dados y voy cantando mentalmente una canción, para olvidar el fastidio que me provoca pensar en el nuevo ritual para entrar a la casa, después de haber estado en la calle: ser desnudado preventivamente en la puerta.

Las calles, solitarias, de día y de noche, parecen un eterno domingo por la tarde. De hecho, no se diferencia la ciudad diurna de la nocturna, más que por la presencia de la luz solar. De resto, el silencio y la ausencia se instalan obstinadamente en cada esquina, en cada cuadra y a cualquier hora; incluso en los ante-jardines de cada casa. Los comercios, que le dieran vida a esas mismas calles semanas atrás, ahora son solo recuerdos fantasmales. Mejor dicho, parecen los huesos de la ciudad, polvorientos y abandonados.

Viento frío. Los pinos-vela (yo los conozco como “cipreses”) ondulan en la oscuridad. Tal imagen me hace sentir a la ciudad y su mudez como un gran cementerio. Todo está ausente. Todo solo. Estamos solos.

Una figura fantasmal asoma su palidez entre arbustillos ornamentales. Una chica pálida y flaca, que pasea a su perro, se inclina bolsa en mano para recoger el excremento del animal. Me mira, cruzamos miradas; parece que me hurga la Muerte, a ver si la traigo encima. Sólo es mi imaginación. No puedo adivinar qué piensa ella de mi aparición, pero estoy seguro que en ese momento fuimos dos animales asustados (sacando al perro, claro está, un indiferente beagle).

La noche, en una ciudad que espera -eso sí, bien apertrechada- el inminente ataque de un virus que se ha cobrado la vida de cerca de 68.000 personas en el mundo en menos de cuatro meses, se vuelve una jalea muy espesa de atravesar. Voy afanoso, con la respiración aturdida, como si la Muerte me siguiera los pasos o viniera encima de mí. Tal vez la huesuda chica, la del perro indiferente, tenía razón cuando me miraba… o la Muerte era ella. Quién sabe.

Prosigo mi caminata a casa, ahora en calle más plana. Medellín se despliega de norte a sur, en un valle cuyas empinadas laderas están cubiertas por infinidad de barrios y zonas residenciales. Mi trayecto de regreso es cuesta arriba. Me saca un jadeo de anciano. Casas con ante-jardín, flores, carros estacionados en las calles. Más espectros silenciosos paseando perros. Al interior de las casas risas, destellos de televisores, noticias sobre el coronavirus. El hogar se convierte en una gran “burbuja protectora”, incluso resguardada por imágenes religiosas (las diferentes advocaciones de la Virgen María son las más comunes). Medellín es un verdadero convento. Los modos heredados de la religión católica dominan hasta el lenguaje familiar. Y es que la religión, la espiritualidad oficial, la controlada por la Iglesia Católica, también se ha mudado al interior de las casas. Es un fenómeno que podría llamarse de “piedad personal”, en la que el o los sacerdotes ya no tienen el control sobre los feligreses, porque la pandemia se los ha arrancado a sus templos. En mi trayecto a casa me toca pasar rasante frente a tres santuarios católicos. Debo decir que parecen tierra yerma, poblada por espectros sin rostro y el inevitable silencio. El más cercano a casa suele llamar en el día, a la feligresía, empleando un juego de campanadas electrónicas destempladas y que, más que llamado esperanzador, parecieran anunciar el final de un mediocre apocalipsis. Eso sí que me ha sacado una sonrisa…

Pero al llegar al barrio todo parece cambiar. El abasto abierto, gente en la calle con tapabocas, pero en actitud tranquila. Parecen animales de granja en peligro. Ninguno parece advertir si llevo o no a la Muerte encima, en forma de ropa contaminada por el virus. Me ven, y es como si nada estuviera pasando. A lo lejos, y en distintos puntos que no puedo divisar, se oyen voces femeninas despreocupadas, acompañando en notas disonantes alguna canción de música popular y de despecho. Subo y bajo escaleras. El dolor en la espalda me dobla. Ante la puerta, mi mujer me espera con mis sandalias en su mano. Ella se ha convertido en una especie de oficiante que me ayuda con este nuevo “ritual de purificación”. Me desvisto, me desinfecto. Un nuevo “dios” nos impone su culto. Ese “dios” es el Miedo.