Chile: lo que nos dicen los muros

Chile. Alerta machista. Foto: Yasna Mussa
El kiosco de la esquina está vacío. Es una construcción ligera, pequeña, que ofrece un ramillete de portadas de revistas, diarios y suplementos, además de dulces y bebidas. Me descubro a mí misma pasando de largo, obviando mi parada habitual. Esta vez me detengo frente al muro, de espalda a los periódicos. Antes de salir de casa vi que La Tercera publicó un fotorreportaje en el que aparece el presidente Piñera caminando con total confianza por los alrededores de La Moneda, supuestamente saludando a transeúntes. Después se sabría que son funcionarios del gobierno con credencial al pecho saludando al jefe, en una calle totalmente vacía, con policías y vallas de protección. “Más que fotoreportaje, publireportaje”, dice uno de los comentarios a la nota en redes sociales. La realidad es tan opuesta que nos choca en la cara: un 6 por ciento dibujado en spray negro sobre el concreto. La aprobación más baja de un presidente desde el retorno a la democracia.
Los medios exhiben fake news. Da lo mismo que sean los diarios más leídos -y con mayor presupuesto del país-. Confío más en lo que se escribe en la calle que en lo que se redacta en el encierro de una oficina al otro lado de la ciudad, donde la burbuja apenas se rompe con testimonios obtenidos por teléfono.
Es un día cualquiera, a una hora cualquiera después del 18 de octubre. Aquel viernes de primavera el calendario dejó de correr en gran parte del país y el mes se alargó en un octubre infinito que se vive de manera tan intensa que parece que han pasado años y no casi 5 meses. El Chile que conocíamos, o que al menos yo creía conocer, dejó de existir para siempre.
Ese viernes de octubre un grupo de estudiantes se acumulaba a las afueras de la estación Pedro de Valdivia, ubicada en una comuna de clase acomodada santiaguina. Allí los jóvenes se organizaban para ingresar al metro, saltar el torniquete y así evadir el pasaje. Era su manera de protestar ante el alza del pasaje. Minutos antes había llegado Carabineros, amenazando y descargando sobre la muchedumbre sus chorros de agua tóxica y sucia. Me acerqué a los jóvenes que resistían el embate de Carabineros, con la seguridad de quien sabe que hace lo correcto. Una adolescente de 16 años, con uniforme del Liceo Siete de mujeres, se me acercó desafiante y dijo:
–Usted que anda con micrófono venga a grabar esto. Mire lo que nos hacen los pacos. Somos estudiantes y estamos exigiendo lo justo.
Le pregunté de qué iba todo esto.
–Yo no estoy aquí por el pasaje del metro. Soy estudiante, tengo pase. Estoy acá por mi mamá, que tiene una pensión de mierda, igual que mi abuela. No me importan los 30 pesos, sino todo lo que ha pasado estos últimos 30 años con este sistema tan desigual. Se burlan de nosotros.
Fue la primera vez que escuché algo que pronto se convirtió en un lema nacional: No son 30 pesos, son 30 años.

La gente camina apurada por las calles de Santiago. Las veredas están tan llenas que los transeúntes colisionan como asteroides, pero a nadie le importa, la prisa puede más. En medio de ese ritmo frenético hay varias personas paradas frente al muro y de espalda a la avenida. Leen, fotografían, suben stories a Instagram y comentan. Las paredes apenas dejan espacio para ver el color de la pintura. Sobre ella resaltan afiches, rayados, graffitis, murales, stencils, stickers y comunicados de prensa.
Estos muros, en los que siempre se han colado el arte y la publicidad, de pronto se han transformado en portadas. En periódicos gratuitos y populares. Titulares, fotografías, cifras. Los muros hablan, entregan información, evidencian lo que los medios olvidaron o decidieron no publicar. Acá la línea editorial es honesta: se informa de lo que se ve y se asume un bando. Se escribe en primera persona, se identifican responsables, se cuentan historias con nombres, apellidos y una vida. No son solo cifras. Sobre todo, no son cifras.
Cuando la autoridad pone muros, los ciudadanos descontentos ven lienzos. Mensajes políticos e irreverentes se cuelan en una de las ciudades más desiguales de América Latina. Según la OCDE, la capital chilena es la más segregada de los países miembros de la organización debido a la forma en que ha sido construida y distribuida.
Por eso plaza Italia, hoy rebautizada como plaza de la Dignidad, es un punto neurálgico que históricamente ha reunido a las masas para celebraciones populares y demandas sociales. Allí mismo se erige un muro invisible que divide a la ciudad en dos: entre ricos y pobres, privilegiados y vulnerables, entre una educación de calidad y lo que se pudo alcanzar en la escasa educación pública. Llegar a ella, desde cualquiera de los puntos cardinales implica seguir un recorrido de muros multicolores que transmiten 24/7.
Desde las principales avenidas como Vicuña Mackenna al Norte, Alameda al Poniente; desde Bellavista al Sur o por Providencia al Oriente, los muros se van actualizando. En medio de una pérdida de confianza en los medios de comunicación, donde periodistas han sido expulsados durante las protestas porque los manifestantes los consideran mentirosos; el cierre de suplementos informativos y el despido masivo de reporteros de los pocos medios escritos que existen, los muros se han transformado en una pizarra popular a cielo abierto donde conviven el arte y el periodismo como registro de un hito histórico.

Las paredes del Centro Cultural Gabriela Mistral, popularmente conocido como GAM, se han transformado en una galería. En ese espacio que alberga arte, música, exposiciones, libros, teatro y danza; ahora también se exhiben los daños y esperanzas de Chile. De manera espontánea, el lugar que es un proyecto cultural comenzado por Salvador Allende y terminado por Michelle Bachelet, pasando por las manos de la dictadura, se ha transformado en lo que bien podría ser un gran diario mural o una vitrina sencilla y honesta.
Ubicado en la Alameda, a escasas cuadras de plaza de la Dignidad, este espacio ha servido tanto como refugio para los voluntarios que socorren a los heridos, como también para encuentros ciudadanos. Allí, en medio de toda la información destaca la imagen de Gustavo Gatica, el estudiante de psicología de 21 años que el viernes 8 de noviembre recibió balines en sus dos ojos por parte de la policía, quedando completamente ciego.
Aunque para ese momento el número de mutilados iba en más de 200, la historia de Gustavo estremeció al país. 24 horas después de los hechos, decenas de personas rodeaban la clínica donde se encontraba internado el joven para hacer una cadena humana en su apoyo.
Esa tarde pasé en auto por las afueras del centro de salud y a casi dos cuadras del lugar vi a más de 10 vehículos policiales blindados avanzando en fila. Temí lo peor, pero mi imaginación no alcanzó para advertir que se dirigían hacia la clínica para atacar a quienes pedían justicia y entregaban su apoyo a Gustavo.
La historia de terror se repitió apenas tres semanas después, cuando Fabiola Campillay de 36 años también quedó ciega al recibir el impacto de una lacrimógena a corta distancia por parte de un carabinero. Una mujer obrera, madre de un niño, que fue atacada a quemarropa cuando se dirigía a cumplir con su turno de noche en una fábrica de alimentos.
Al 31 de enero, 427 personas han sufrido daño ocular, según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), un organismo autónomo que lleva el registro y las acciones judiciales desde que comenzó el estallido social. Mientras los medios reciben críticas, funas -el nombre chileno para referirse a los escraches- y denuncias en el Consejo Nacional de Televisión por el enfoque de las informaciones, la calle le pone un rostro a la realidad.

En la esquina al final de la calle donde vivo hay un banco. El que alguna vez fue el Banco del Estado ahora se llama Banco Estado. Tuvo en el pasado un carácter público y durante el gobierno de Ricardo Lagos se transformó en una empresa con rasgos de banca privada, como casi todo en Chile en los últimos 47 años: la educación, la salud, el agua, el sistema de pensiones. Cada ítem que en la mayoría del mundo debería ser considerado un derecho, en este país es un privilegio o un simple producto más de un gran supermercado. La educación y la salud solo son de calidad cuando se pagan. El agua está en mano de privados y hay localidades completas que sufren de estrés hídrico o simplemente no tienen acceso a ella, más que con camiones aljibes un par de veces a la semana. El sistema de pensiones tiene a ancianos de 80 años trabajando de lunes a sábado porque su jubilación apenas les alcanza para pagar los medicamentos.
Así me levanto cada mañana en un país que ostenta los peores índices de distribución de la riqueza en el mundo, y redescubro por completo algunas calles. Casi ya no existen las vitrinas: allí donde no hay muros, el vidrio ha sido reemplazado por cortinas metálicas o de madera, verdaderas fortalezas que se cubren de suelo a techo desde que comenzó el 18O. Y que en estos eternos meses de verano sirven también como pizarras para escribir versos, insultos o parafrasear poemas de Neruda dedicados a los bancos.

En este pedazo de tierra al sur de todo, a los perros mestizos o sin pedigree les decimos quiltros. La palabra viene del mapudungun, la lengua mapuche, y significa perro. Las calles chilenas están llenas de quiltros abandonados, sin casa. Son muchos. Son miles. Perros fieles que caminan al lado de desconocidos, que mueven su cola esperando cariño, que cada tanto se cuelan en algún desfile oficial o en una foto junto a una autoridad.
Aunque todos identificamos el 18 de octubre como el día en que todo cambió, nadie hasta ahora ha identificado a un líder. No hay un partido, un movimiento, un vocero o vocera. Extraño en un territorio en que con entusiasmo se ha instalado como candidato presidencial a cualquiera que proponga algo más o menos sensato, que diga las cosas por su nombre o sea directamente populista. Periodistas de tv leyendo columnas de opinión crítica; multimillonarios extravagantes de cabellera larga y rubia e, incluso, a tipos con antepasados y antecedentes nazis. Gente que ha logrado un mínimo apoyo de un sector de la población, sin historial ni carrera política, ha llegado a aparecer en cosa de meses y a un ritmo meteórico en la franja presidencial. Sin embargo, en este periodo de espera, solo hay una imagen y nombre que se repite en los muros y en las marchas: Perro Matapacos.
La imagen del perro negro, sentado, portando un pañuelo rojo está en todo el país. Incluso, ha aparecido pintado en muros de Europa, representado en una estatua de Japón o destacado en una revista de Estados Unidos. Su historia es la de la resistencia. La de un quiltro callejero que salía a las calles, asistía a las marchas del movimiento estudiantil de 2011, enfrentaba a los Carabineros, conocidos popularmente como pacos, y que según cuentan, murió producto de problemas respiratorios después de tantos años enfrentándose a las lacrimógenas. De ahí su nombre: Matapacos. Un aliado. Un perro negro, solitario, sencillo, sin casa, al que la gente sin conocerlo le amarraba un pañuelo al cuello y al que incluso le dedicaron un documental filmado en 2013.

El movimiento social comenzó un viernes y desde entonces ese día se transformó en el oficial de las manifestaciones en la plaza de la Dignidad. Sin un llamado, sin convocatoria específica, la gente sabe que al final de la semana laboral hay una cita en ese lugar, ahora custodiado y destrozado. El individualismo que caracteriza a este país se reemplazó, al menos en ese rincón de la ciudad, en un gesto colectivo. Muchos cambiaron el happy hour y la cerveza de fin de semana por una peregrinación política y social donde hay ollas comunes y gente que te regala agua con bicarbonato para enfrentar las lacrimógenas. Pero el 25 de noviembre ese movimiento acéfalo vivió un cambio sin proponérselo. Ese día, se viralizó la performance creada por Las Tesis, un colectivo de Valparaíso que a través del arte acerca las diferentes tesis feministas.
Varios videos se viralizaron aquella tarde en el Día Internacional contra la Violencia de Género. En las imágenes se veía la intervención realizada en Santiago, en donde decenas de mujeres repetían en coro frases que pronto adquirieron un sentido mundial, siendo traducidas a más de una decena de idiomas:
El patriarcado es un juez
que nos juzga por nacer,
y nuestro castigo
es la violencia que ya ves.
Es femicidio.
Impunidad para mi asesino.
Es la desaparición.
Es la violación.
Y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía.
El violador eras tú.
Son los pacos,
los jueces,
el Estado,
el Presidente.
El Estado opresor es un macho violador.
Titulada Un violador en tu camino, la letra hace alusión al himno oficial de Carabineros de Chile, lo que cobra sentido cuando en los últimos meses el INDH ha realizado 195 querellas por violencia sexual por parte de agentes del Estado en los últimos cuatro meses. Una cifra escandalosa considerando que estas denuncias incluye tocaciones, amenazas, desnudamientos y cuatro violaciones. Por eso las sentadillas en la coreografía de Las Tesis hizo tanto sentido. Cientos de mujeres en todo el país repitieron la intervención apuntando directamente al Estado. Y dejando en claro el giro de la protesta social: la revolución será feminista o no será.

Las calles de Santiago están distintas, tanto en lo simbólico como en lo concreto. Pasamos todo el verano del hemisferio Sur pensando en marzo, como un fantasma para la derecha y una esperanza para quienes quieren cambios profundos. En abril se realizará un plebiscito para saber si la mayoría de los chilenos aprueba o rechaza una nueva Constitución que reemplace a la heredada por Augusto Pinochet.
El Festival de la Canción de Viña del Mar, ese evento musical que se realiza cada febrero en la ciudad costera, terminó convirtiéndose, lejos de lo planificado por sus organizadores, en una campaña por la opción Apruebo en la voz de los artistas, músicos y humoristas más populares del país. Con 53 de rating y en horario prime.
En los últimos días, la violencia volvió a instalarse como costumbre tanto en la plaza como en las calles por donde han salido a desfilar grupos de extrema derecha con armas, escudos y escoltados por la policía.
Han sido meses duros: muertos, heridos, mutilados, violaciones, desconfianza, dolor. Mucho dolor. La peor crisis de Derechos Humanos desde el fin de la dictadura, según Amnistía Internacional. Se han quemado museos como el de Violeta Parra o el Cine Arte Alameda. Pero también han querido borrar las páginas que se escriben en los muros.
La madrugada del 19 de febrero desconocidos pintaron de rojo todo el frontis del GAM. “Hoy, nuestra fachada amaneció intervenida con pintura en calle Alameda, borrando toda expresión artística callejera. Esta intervención no fue autorizada ni gestionada por GAM, no recibimos notificación de ninguna entidad y desconocemos la procedencia del acto”, declaró el centro cultural a través de un hilo en Twitter.
Durante ese mismo día, cientos de personas se reunieron frente al edificio ubicado en plena “zona cero” y comenzaron a pintarlo nuevamente. Muy pronto, la pintura roja que intentaba esconder las expresiones de cientos de personas que no encuentran eco en la prensa nacional, comenzaba a llenarse de colores, ideas, noticias, denuncias y humor.
Allí estaban, desconectados de sus redes sociales, alejados de los periódicos oficiales, manos a la obra creando entre todos una nueva edición. En el que cada rayado evoca una historia. La Historia. Una nueva página en este octubre eterno.
Este 8 de marzo casi dos millones de mujeres llenaron las calles solo en la capital chilena. Así, en forma de marea verde y violeta avanzaron por la Alameda dejando imágenes históricas y conmovedoras. Junto con ella, nuevos rayados declarando que nunca más sin nosotras, que nos queremos vivas, que se muera Piñera y no mi compañera.
Los medios cerraron la jornada replicando las cifras oficiales entregadas por la policía: 120 mil participantes. ¿El consuelo? La calle no miente.
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