Ruta abierta hacia el interior del continente africano
Una crónica sobre el tren que une Tanzania con Zambia.
Su exterior es azul y blanco, con dos finas líneas rojas que lo recorren ininterrumpidamente, desde la locomotora al último vagón. Dentro está lleno de vida y color, con la música, las voces, los bultos y las ropas de los pasajeros que han hecho de él su casa por uno o varios días. En los vagones con cama, sábanas a franjas y gruesas mantas dan la bienvenida. El tren que recorre Tanzania de este a oeste hasta llegar a Zambia pasa de la humedad y calor de la costa, a las zonas frescas del interior, donde el frío y el viento predominan.
Estoy en Dar Es Salaam, la ciudad más habitada y principal puerto de Tanzania, al este del continente africano. Es una urbe inmensa donde intentan convivir y buscar una oportunidad para mejorar su vida 4 millones y medio de personas venidas de todo el país. En Dar Es Salaam en las horas punta, miles de vehículos llenan las entradas y salidas de la ciudad, paralizando y ralentizando el tráfico durante horas. Hace poco implementaron unos autobuses color azul brillante que circulan por su propio carril como un intento de solucionar el caos circulatorio, no obstante, los atascos siguen siendo un gran problema.
12.30 del día. Viernes. La estación está llena. Personas que esperan sentadas en las escaleras junto a grandes bolsas, otras que ocupan todos los asientos o que han montado un improvisado campamento donde descansan o dan de comer a los más pequeños. Es difícil encontrar un hueco libre, aunque aún quedan dos horas para que parta el tren. Durante la semana, Tazara Train Station es un enorme edificio que dormita, aletargado y vacío como una estación fantasma, pero que los días en que hay tren –dos semanales– muta completamente en un lugar caótico y colorido, colmado de ruidos.
El proyecto de construcción de una línea ferroviaria que uniese la costa tanzana con Zambia ya se había planteado varias veces durante la época colonial, pero siempre se desestimaba por su elevado costo y porque los colonos veían peligrar sus intereses en la zona. A finales de los años sesenta, ya con la independencia de ambos países, la idea es retomada debido a la necesidad de Zambia de tener una vía segura de acceso al mar, que la inestabilidad de los países al sur no le garantizaban. Finalmente, el gobierno chino aceptó apoyar un ambicioso proyecto, con un valor de 988 millones de yuanes, que comenzó en 1970 y en el que participaron decenas de miles de trabajadores de Zambia, Tanzania y China durante los seis años que duraron las obras. Según los datos oficiales, más de 160 trabajadores, 64 de ellos chinos, murieron durante la construcción del tren. Con este proyecto, los entonces presidentes de estos países africanos, Kenneth Kaunda y Julius Nyerere, estrechaban lazos con la China maoísta, que empezaba a ver todo el potencial que el continente africano les ofrecía.
En la estación, una enorme escalera une las dos plantas del edificio. En el centro, lo suficientemente altas para que no se puedan ver bien, una galería de fotos antiguas muestra a trabajadores chinos y africanos construyendo las vías del tren. También hay fotos oficiales de altos cargos y edificios llenos de banderas y una placa que celebra la amistad entre el pueblo chino y el pueblo africano. En la planta de arriba, un mapa muestra, a vista de pájaro, los 1.860 kilómetros de recorrido del tren. Sin embargo, no hay ningún indicador de horarios, ni avisos de llegadas o salidas.
- ¿Cómo puedo saber cuál es el tren? Pregunto al comprar los billetes hasta Mbeya. Hay 4 camas por cabina en primera clase, y cada una de ellas cuesta unos 47.000 chelines tanzanos, aproximadamente unos 18 euros.
- Solo hay uno, tranquila. El señor de la taquilla sonríe afablemente mientras rellena con una letra pulcra y redonda un cuaderno de pastas azules donde va apuntando los datos de los viajeros.
Los mozos del tren van cargando maletas en unos carritos, aprovechando cualquier hueco disponible para encajarlas. Hay tantas personas que muchas se han ido sentando en el suelo. El color de las ropas y bolsas contrasta con las pieles oscuras y sudorosas (apenas corre un poco de aire). La gente espera, paciente. Un grupo de mujeres ha deshecho los bultos que llevaban sobre la cabeza y están comiendo. El tren es un lugar de encuentro más que un medio de transporte. Hay niños jugando entre las sillas, mujeres musulmanas vistiendo el niqab y varios masais altos y delgados con sus túnicas de cuadros rojos y negros. Unos chicos apoyados en la baranda de la escalera no despegan la mirada de la pantalla del móvil. Vendedores de periódicos, chicles y refrescos se van abriendo espacio entre la multitud.
El único sonido es el murmullo de la gente. De repente, suena un estridente mensaje por megafonía y todo el mundo se pone en movimiento. Una vez en los andenes, los pasajeros deben dejar los bultos en el centro y formar una larga fila, por la que un militar con un perro irá controlando uno a uno los equipajes.
- ¡Tú, mzungu! ¿Eres tanzana? ¡Pues ponte con el resto de extranjeros!, grita otro de los militares, separando a los viajeros.
Cuando por fin el tren se pone en marcha, apenas con 40 minutos de retraso sobre la hora prevista, todos los pasajeros estamos ya acomodados en las cabinas y asientos para el largo trayecto que nos espera, de este a oeste, parando en cientos de pueblos y apeaderos de nombres tan sonoros como Kisaki, Makambako o Mununga, hasta que llegue a New Kapiri-Mposhi, en Zambia, previsiblemente, al cabo de 3 o 4 días.
El tren está formado por 16 vagones y la locomotora. Su origen chino se puede observar si uno se fija en los detalles: las grandes piezas metálicas que unen los vagones, algunos aparatos que parecen medir la presión y la temperatura, o los travesaños que unen los raíles llevan inscritas letras y símbolos indescifrables de la caligrafía del gigante asiático. No obstante, el tren tiene espíritu africano: el vagón-restaurante está lleno de platos de arroz con pollo, caldo con carne, patatas fritas y ensaladas. Un poco más adelante se oye la atronadora música del vagón-bar, donde tras una barra un hombre vende cervezas y refrescos, iluminado por un neón de colores. Ya hay varios pasajeros bebiendo y charlando, con la imagen cotidiana que se puede encontrar en cualquier bar.
Vamos avanzando lentamente hacia el oeste. Pronto salimos de la zona urbana para adentrarnos en el campo. Caminos de tierra roja y polvorienta, un cielo despejado y vegetación verde brillante por todas partes. Unas niñas saludan con la mano cuando el tren pasa por la aldea donde viven. A los márgenes, pequeñas huertas y muchas gallinas, pollos o cabras. Un masai pastoreando vacas. Dentro del tren, los pasajeros ya nos hemos instalado en la rutina que nos acompañará durante todo el trayecto. Algunos charlan, otros comen, otros intentan descansar. En una puesta de sol interminable, se van sucediendo tierras quemadas para cultivar y pueblos con cabañas y chozas de barro con el tejado de paja, todo pasa tan despacio que cuando el tren llega a la reserva natural de Mikumi casi nadie se ha dado cuenta que ya es de noche. En la oscuridad, seguimos deslizándonos hacia el interior del continente, deteniéndonos brevemente en los pueblos, apenas iluminados por la tenue luz amarilla de las farolas de las estaciones.
El traqueteo y trasiego del tren no cesa.
Cuando amanece, hemos salido de la zona de campos de cultivo para entrar en un bosque de umbría y neblina que recuerda al norte de Europa. El vaho se condensa y empaña los cristales del vagón-restaurante. Ayoubu Chuma lleva trabajando en este tren desde 1998. Tiene unos 50 años, es delgado y viste un chaquetón oscuro y un polo beige con el logotipo de los trabajadores del tren. Me cuenta que nació en la región de Morogoro y que vive en Dar Es Salaam, que empezó en la hostelería de joven y que por eso acabó en el tren. Una vez a la semana hace el trayecto hasta Zambia y luego vuelve. “Me gusta lo que hago”, afirma convencido.
Ayoubu atiende a los clientes de forma discreta, casi imperceptible, acompasado por el movimiento del tren. En su mano izquierda sujeta varios billetes con los que se encarga de cobrar los desayunos y, cuando habla, no pierde detalle de lo que ocurre en el vagón: “Durante abril, mayo y junio el tren va lleno porque la gente va a comprar útiles de agricultura, son los meses en que se cultiva”, cuenta. Quienes utilizan este tren son personas que viven del comercio en su sentido más amplio: compran grano turco y maíz en los pueblos del interior para luego venderlo en la ciudad, o venden en los pueblos lo que se traen de la costa.
Trac trac–trac trac–trac trac
Ñíñíñíñíñíñíñíñí
Tracatracatracatracatracatracatracatraca
Grrrromplofffcrasssh!
De pronto, el tren da un frenazo brusco que lo tambalea todo. Pasados unos segundos, continúa su trayecto como si nada.
Trac trac–trac trac–trac trac
El recorrido continúa, atravesando zonas deforestadas y ciudades azotadas por el viento. “Nyama ya kuku, nyama ya kuku”, se oye la voz de una mujer fuera del tren al parar en la estación de Makambako. Desde fuera, decenas de brazos oscuros salen de las ventanillas, indicando a los vendedores ambulantes hacia dónde dirigirse. El número de personas que viven del tren es enorme: además de los viajeros, están quienes en cada parada aprovechan para vender en los vagones de tercera clase cualquier cosa, desde comida y utensilios de cocina hasta peines de madera.
Este tren realiza el trayecto que antaño hacían los traficantes de esclavos, cuando organizaban redadas entre las tribus del interior para luego llevarlos a los mercados de Zanzíbar, donde hace apenas poco más de un siglo se comerciaba indistintamente con especias, alimentos y la vida humana. Hoy el trayecto también es comercial, pero se centra en la agricultura y poco a poco, en el turismo. Ian y Penny Begbie son una pareja de australianos jubilados. Es la quinta vez que están en Tanzania pero la primera que agarran este tren. Van a visitar a unos amigos y luego vuelven a Dar Es Salaam. Pocos occidentales viajan en el tren, y suelen ser misioneros, miembros de alguna congregación religiosa o algunos turistas que van al interior y prefieren el romanticismo del ferrocarril. No es un recorrido que pase por lugares de especial interés turístico porque el Kilimanjaro y los parques nacionales del Serengueti y Ngorongoro quedan mucho más al norte. El que se sube a este tren es porque además de una vía mercantil, supone la mejor manera de conectar el despoblado y rural suroeste de Tanzania con la turística y comercial costa, o viceversa.
Cuando llega la hora de la comida en el tren, un camarero se acerca a las cabinas informando a los pasajeros que, si quieren, les pueden traer la comida allí. Sin embargo, es mucho más animado el vagón-restaurante, donde rápidamente se llenan todos los asientos disponibles. Ayoubu y otro compañero se van turnando para apuntar los pedidos e ir con una palangana de agua tibia y un bote de jabón para que quienes vayan a comer se puedan lavar las manos antes. El tren tiene también un servicio de limpieza y mantenimiento propio durante todo el recorrido. De la zona de los vagones-cama se encarga una chica con la cabeza llena de trenzas. Cada cinco o seis horas toca la limpieza de las letrinas: entra con una fregona, jabón y una botella de lejía, y la deja llena de espuma, desinfectada y aséptica para los afortunados pasajeros que entren en ese momento. En las estaciones de las ciudades más grandes también se encarga de subir enormes sacos de arroz y patatas que lleva a la cocina. “Voy a descansar un rato”, murmura cuando me la cruzo mientras su cara muestra el cansancio de haber estado trabajando toda la noche.
En los vagones más humildes, la gente ocupa los pasillos y las zonas comunes, desperezándose después de pasar toda la noche sentados. En los portaequipajes, los bultos, bolsas y maletas se amontonan, tapando la luz y dejando el vagón en una sensación de penumbra constante. Tilman Ubishimbali es un joven tanzano de 24 años que sale al pasillo a estirarse y charlar. Viste una sudadera roja y pantalones vaqueros, y cuenta que está estudiando en el National Institute of Transport para ser Transport Officer y que espera empezar las prácticas en unas semanas. Se dirige a Mbeya, donde vive su madre y a la que no ve desde hace tres años. Cuando luego hablo con un amigo tanzano, me dice que esto es muy frecuente, más que nada porque las distancias son largas y las conexiones para moverse son muy malas, lentas y caras. Que él iba a ver a su familia en Arusha, una ciudad al norte del país, una vez cada cinco años.
Un viaje en tren tiene siempre algo de romántico y evocador: el ver pasar el paisaje por la ventanilla o el ambiente bullicioso de las estaciones, acompañado del movimiento constante del tren mientras se desliza por las vías es una imagen clásica en la literatura de viajes. No obstante, en este caso, aunque lenta y desgastada, esta línea ferroviaria tiene una misión mucho más práctica, porque es una de las muchas vías de acceso al interior del continente africano. En la última década, China ha invertido cientos de miles de dólares para financiar autopistas, numerosas infraestructuras, bases militares, puertos comerciales y líneas de ferrocarril por todo el continente. Está detrás, también, de la construcción de una nueva línea de tren que una Dakar, en la costa atlántica, con el puerto de Yibuti, en el Índico, y que sería otra de las acciones en la estrategia de expansión económica y militar del país asiático en el continente africano.
El tren sigue avanzando, en una cadencia lenta y constante, monótona. Poco a poco el paisaje va cambiando. Abandona las montañas para bajar a una llanura sedienta llena de acacias, donde los baobabs muestran sus ramas resecas al sol. El tren atraviesa estepas, cruza puentes y atraviesa montañas y campos. A veces entra en algún túnel, y en ese momento la oscuridad es total. Durante el tiempo que tarda en atravesarlo no se ve nada, solo negro. Tan negro como el humo que va soltando cuando anuncia su partida en cada pequeño apeadero, rodeado de vendedores ambulantes y de niños que saludan.
En la estación de Mbeya nos bajamos un grupo numeroso de personas. Una larga fila de pasajeros y bultos espera pacientemente cruzar el control de seguridad de los billetes, mientras la sirena del tren vuelve a sonar avisando su partida. Aún le quedan varios centenares de kilómetros que recorrer hasta llegar a su destino.
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