Los días del fuego: Amazonía
“¿Con qué palabras se recuerda el dolor de la tierra cuando le arrancaron de cuajo una inimaginable prolongación de su hermosura?”
Liliana Bodoc, Los días del Fuego
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En Alter do Chão, sabana amazónica, son comunes los incendios. João le cuenta al reportero Nicolás Cabrera que hay decenas de combates y le muestra las llamas en fotos. Pero este año, a mediados de septiembre, cuando los “piromaníacos del capital” vieron que desde el ejecutivo nacional conducido por Bolsonaro había luz verde, hubo récord de tierra calcinada. Se incineró un área equivalente a 1600 campos de fútbol.
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Donde se esperaban nubes, llegaban cenizas. Un gris marengo laminaba los cielos de las grandes ciudades del sudeste brasilero. El viento, mensajero milenario, traía una inapelable evidencia para alertar a la prensa mundial: la región amazónica ardía.
Fue hace apenas tres meses. Una vez restaurados el smoke, el celaje y la vorágine urbana, la cobertura mediática de las llamas se fue con sus pavesas. Sin embargo, ese mismo fuego tropical, de espíritu famélico, continúa quemando la región con la mayor biodiversidad de la Tierra. Y sobre sus guardianes, responsables de mantener la selva erguida, pesa una orden de caza.
Todos los años hay quemadas por estos trópicos: influenciadas por la deforestación y especulación de la tierra; por actividades ganaderas extensivas; por la expansión de la frontera agrícola; por cambios climáticos; por las tradiciones de las economías domésticas. No obstante, este año las llamas, que en algunas regiones fueron las más numerosas desde 2010, dejaron una gran pérdida de fauna y flora. Esos fuegos no son negligencias, son proyectos. Entre las causas siempre están las manos humanas. Esas mismas que intentan sembrar sobre lo devastado.
Pensando en esa tensión inherente al ser humano, la de un suicida con culpa, es que me sedujo cubrir un encuentro en el que investigadores científicos, comunidades locales –indígenas y pueblos ribereños– brigadistas y gestores de unidades de conservación naturales se reunieron, en las reservas Bosque Nacional de Tapajós (Flona do Tapajós) y Reserva Extractiva Tapajós-Arapiuns (Resex Tapajós-Arapiuns), ubicadas en el corazón amazónico del estado de Pará, para discutir cómo reducir los impactos de los incendios forestales en áreas de conservación y construir con actores locales un sistema de alerta a incendios, fortaleciendo el protagonismo y la capacidad de respuesta de quienes viven allí.
El proyecto ‘SEM-FLAMA’ (sin-llama) promueve un intercambio de vivencias donde la práctica y la teoría; la costumbre y el cálculo; la experiencia y la experticia; se unen en torno al fuego como motivo y la selva como causa. Una convicción que hoy, en el presente Brasil, donde la democracia agoniza, puede llevar a la persecución y encierro.
João habla del fuego y algo se enciende en él. Tal vez sea verdad una frase que repite con adrenalina: Cuando combates las llamas durante 12, 14 o 16 horas se te meten, te contaminan, se quedan dentro de ti.
João devino brigadista por ejemplo y necesidad. La influencia vino de un amigo que ya no está, que murió combatiendo, que le plantó la semilla del deber, por el que hizo propia la bandera de mantener la selva en pie.
Pero ese mandato sólo tomó cuerpo cuando el calor de las llamas merodeaba su casa en Alter do Chão, una región paradisiaca conocida como “el Caribe amazónico” que siempre está expuesto a la codicia inmobiliaria.
En Alter do Chão, sabana amazónica, son comunes los incendios. João me cuenta decenas de combates y me muestra las llamas en fotos. Pero este año, a mediados de septiembre, cuando los piromaníacos del capital vieron que desde el ejecutivo nacional llegaba luz verde, hubo récord de tierra calcinada. Se incineró un área equivalente a 1600 campos de fútbol.
El fuego se extendió durante cuatro días por los márgenes del rio Tapajós quemando áreas protegidas. La Brigada de incendios florestales de Alter entró en acción ahogando el ardor. Nunca imaginaron que, por cumplir su deber, iban a perder la propia libertad.
Veinte días después de mi encuentro con João en la reunión del proyecto SEM. FLAMA, en la mañana del 26 de noviembre, la policía civil de Pará entra con armas largas y sin orden judicial a la ONG “Projeto Saúde e Alegria (PSA)” para confiscar computadoras y documentos como parte de la operación “Fogo de Sairé”, que investiga los orígenes del incendio en Alter do Chão. Simultáneamente detienen a cuatro integrantes de la “Brigada de Incendio de Alter” porque, según las fuentes policiales, serían los “causantes” de las quemadas. Los nombres de los acusados son Daniel Gutierrez, Gustavo de Almeida Fernandes, Marcelo Aron Cwerner y Joao Victori Pereira Romano, a quien presentamos anteriormente. La policía argumenta que los propios brigadistas habrían quemado intencionalmente para producir videos e vender a otras ONGs como WWf- Brasil, y que estas, a su vez, compraron las imágenes para conseguir patrocinios internacionales.
Las propias ONGs afirman que no compraron ningún material. Asociaciones indígenas como la Iwipuragá del pueblo Borari de Alter do Chão, diversos diputados y senadores, referentes de movimientos sociales, investigadores universitarios y vecinos de Alter coinciden en la falsedad de la imputación. Lo ven como parte de una estrategia de poderosos sectores que buscan desmoralizar, criminalizar y aprisionar a los defensores de la floresta que luchan para detener el avance del agronegocio y la especulación inmobiliaria.
El sitio Reporter Brasil publicó un audio en el que Nelio Aguiar, intendente de Santarem –municipio que engloba a Alter do Chão– afirma al gobernador del estado de Para Helder Barbalho, que el incendio en Alter do Chão fue causado por “gente que prende fuego para lotear, vender terrenos” y que esas mismas personas cuentan con ayuda policial. Este testimonio jaquea la versión oficial que culpabiliza a los brigadistas.
Sobre la Amazonia se están levantando espesas cortinas de humo. Con fuego y mentiras. El objetivo es limpiar el terreno de aquellos estorbos al “progreso”. El propio Jair Bolsonaro ya culpó a las ONGs e indígenas por los incendios. La policía de Pará sólo ejecutó la orden del capitán. Primero la acusación, después las “pruebas”: profecía autocumplida.
El jueves 28 la justicia determinó la liberación de João y el resto de los brigadistas, aunque la imputación se mantiene. Seguramente habrá nuevos vaivenes judiciales pues, en estos días de fuego, cualquier custodio de la selva corre el riesgo de volverse preso político.
Los científicos le ponen números a lo que los brigadistas ya saben. El equipo del proyecto ‘SEM-FLAMA’ está compuesto por profesionales interdisciplinarios provenientes de diversas universidades y centros de investigaciones federales de Brasil y extranjeras; y financiado por órganos públicos como el Ibama-Prevfogo – Instituto Brasileiro do Meio Ambiente e dos Recursos Naturais Renováveis– y CNPq –Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico.
“Estas investigaciones de largo plazo nos muestran que, por ejemplo, desde la década del setenta la temperatura de la región amazónica aumentó, en promedio, 1.5 grados debido al calentamiento global y la tala indiscriminada. En consecuencia, hay menos nubes y lluvias; más calor y aridez. La Amazonia está más caliente y seca”, explica Jos Barlow, profesor de la Universidad de Lancaste.
De ese contexto se alimenta el fuego para devorar. Donde están las reservas, municipios de Santarém y Belterra, en 2015 se produjo un incendio que engulló un millón de hectáreas. Los investigadores vienen corroborando cómo todavía, a 4 años del incendio, “la tasa de mortalidad de los árboles continúa en aumento. Y los árboles que más mueren son aquellos de coraza blanda. Los supervivientes, de madera dura y gruesa son, justamente, los más amenazados por la explotación maderera”, cuenta Erika Berenguer, investigadora de la Universidad de Oxford y de Lancaster.
“Lo mismo ocurre con los animales del bosque: muchos mueren durante los incendios, mientras que los impactos del fuego en las poblaciones pueden durar años. Muchos de estos animales, como los escarabajos, son fundamentales para reforestar naturalmente las tierras quemadas. Ellos son un termómetro que mide la salud de la selva”, asegura Filipe França, uno de los investigadores del proyecto SEM-FLAMA y de en Embrapa Amazonía Oriental.
Los entendidos dibujan un círculo vicioso que cualquier escéptico corrobora en el paisaje: la Amazonia está cambiando neblina por humo.
“La semana pasada estaba controlando el fuego de la cocina y ahora estoy apagando el fuego que desborda los cultivos”. Con esa confesión Maira despierta carcajadas y quiebra una ronda de presentaciones tan formales como tímidas. Ella es una de las brigadistas que eligió combatir al fuego cerca de la reserva Resex. Hace tiempo que este oficio dejó de ser cosa de hombres. De eso charlo también con Juliane, brigadista contratada hace tres meses en la reserva Flona y oriunda de la comunidad Piquiatuba:
“Fueron mi mamá y mi papá que me incentivaron mucho a hacer el curso, y también el hecho de ver que la comunidad necesitaba alguien preparado en caso de incendio, alguien para combatir y gracias a Dios hoy estoy trabajando de eso. (…) en esta brigada soy la única mujer, pero hay otras que tuvieron más. Yo creo que no sólo el hombre tiene el deber de proteger a la naturaleza y a las comunidades. Nosotras las mujeres también.
Las mujeres no sólo batallan con el agua, también guerrean con ideas y evidencia científica. La investigadora Joice Ferreira, coordinadora del proyecto ‘SEM-FLAMA’, es graduada, magister y doctora en el área de ecología. Oriunda de Tocantins, de una familia humilde de tierra trabajada, con sólo 44 años de edad se ha convertido en una referencia internacional. Este año ganó el premio de la Sociedad Británica de Ecologia (BES) 2019 por su “compromiso ecológico”. Ella tiene claro que la investigación será acción o no será: “Intervenir no puede ser sólo un deseo, debe ser un compromiso. Por eso es tan importante trabajar en el intercambio de conocimientos de manera participativa con las comunidades locales”.
Gran parte de lo que defiende el proyecto ‘SEM-FLAMA’ y sus investigadores hoy está en la lista de blancos predilectos de la ofensiva revanchista del ejecutivo federal. En el “compromiso ecológico”, la “lucha contra incendios forestales”, las “comunidades locales” y la “investigación-acción”, el actual gobierno ve obstáculos para su programa amazónico basado en el extractivismo y la explotación desenfrenada. No está de más recordar que hubo investigadores que debieron dejar sus cargos por divulgar datos de quemadas antipáticos al gobierno, como el caso de Ricardo Galvão, ex director del Instituto Nacional de Pesquisas Espaciais (INPE)
No fue por alineación cósmica que el área deforestada en julio de 2019 fuese cuatro veces mayor a la media del periodo 2016-2018. Tampoco fue la gracia divina lo que generó un número de incendios en agosto de 2019 tres veces mayor que en 2018 según datos del INPE. Hay un proyecto político y económico en marcha. Jair Bolsonaro desprestigia la educación pública, criminaliza las ONGs y desfinancia el conocimiento científico porque sabe que la Amazonia, eterna tierra de conquista, también se disputa en los campos del saber.
Los testimonios de los referentes de las comunidades locales se trenzan como liana. La palabra se distribuye con la edad. A más canas, menos filtro. Por estas tierras es común que la experiencia se tome por autoridad. Hay jóvenes que sin hablar, opinan gesticulando. Uno de ellos es Jefferson, de la comunidad Araratinga. Él no vocifera en la ronda, pero asiente, con su cabello azabachado, sonríe arrugando sus grandes pómulos y atiende fijando una viva mirada. Sólo dirá que en su comunidad, con los fuegos de 2015, se quemaron 3 kilómetros. Y hará una pausa. Un silencio que arde.
Denner de la aldea Bragança, del pueblo indígena Munduruku Me habla tan bajo que su murmullo se confunde con el entorno, es decir, una sinfonía de pájaros y bichitos. Me cuenta que viene a la actividad por mandato específico de su padre, el cacique Domingos. “Soy un enviado de mi pueblo, mi deber es llevarles todo lo que aprenda”. Le pregunto por el fuego y me habla de carne asada, de historias de fogata, de rituales de consagración.
El fuego no se critica adrede porque recuerda y reacciona. Para los Munduruku, como para tantos otros pueblos indios de la región, el fuego es un ser tan vivo como la más minúscula semilla o el más grandioso jaguar. Hablar sobre él exige prudencia.
Pero si hay alguien cuya palabra cautiva más que una llamarada ondulante es Dadá, el segundo cacique de la aldea Novo Lugar, del pueblo Borari ubicado en la tierra indígena Maró. Este líder sabe hablar. Lo demuestra, primero, contándonos cómo desde hace algunos años, ante la invasión de los madereros y cazadores furtivos a la tierra demarcada, decidieron crear un propio grupo de vigilantes indígenas. Con hombres elegidos comunitariamente recorren las tres aldeas de la tierra Maró en una caminata que dura hasta diez días. Se encargan del monitoreo territorial, control del fuego, inspección del flujo humano y combate al narcotráfico pues, como Dadá cuenta, la tierra indígena se ha convertido en zona de paso de traficantes a tal punto que su nombre vive amenazado desde 2006. Además de los guardianes de carne y nervio, estos vigilantes apelan a la Curupira, una entidad protectora de la selva de cabello rojo y pies chuecos.
“Nosotros tenemos a Curupira, madre de la selva. Mis colegas y yo la escuchamos. Ella protege la selva y si abusamos mucho de la selva, hacemos escándalo, podemos salir de ahí con dolor de cabeza, con fiebre, y ahí necesitamos ir al Chamán a buscar remedios y rezos. Por eso pedimos permiso para entrar a la selva, como hacían nuestros antepasados”.
Cuando hablamos del fuego, Dadá es categórico: “él es bueno, sólo se torna malo cuando no sabes cómo lidiar con él, las técnicas que precisa. Hay que saber cuándo y cómo usarlo”. En tono pedagógico el cacique explica que para distinguir el “fuego bueno” del “malo” hay que guiarse por la luna. Los Maró-Borari sólo queman en luna nueva para plantar con luna llena. De luna nueva a menguante, época de lluvias, es cuando la plantación crece. Fuego, tierra y agua se equilibran en un saber que no necesita torturar a la naturaleza para extraer sus secretos.
Los escritos en papel hablan del “antropoceno” como una nueva etapa geológica donde la humanidad se torna una fuerza transformadora, acelerada y global del sistema termodinámico. O, en otras palabras, lo que hacemos o dejamos de hacer tiene el poder de una catástrofe natural que lleva a que, por ejemplo, la producción de plásticos en Estados Unidos afecte a las lluvias de Botsuana. Por otro lado, los saberes tradicionales cantados al viento, como el de los indios Yanomami del extremo norte brasilero, hablan de una inminente “caída del cielo”. Dicen que cuando la Amazonia sucumba por su devastación desenfrenada y el último chamán muera, el cielo se desplomará castigándonos a todos nosotros.
En este encuentro entre quienes estudian, combaten, usan, vigilan y consagran el fuego, difícilmente se contradigan aquellos diagnósticos que pronostican un karma geofísico. Toda persona de floresta sabe que hay una forma global de producir, distribuir y consumir que atenta contra la biodiversidad tropical. Y, encima, la coyuntura brasilera aviva la peor de las desgracias: a la destrucción de la selva se suma la caza de sus guardianes. Investigadores amedrentados, brigadistas presos, líderes indígenas amenazados o asesinados. Hablar de democracia en Brasil hoy parece una efeméride.
No obstante, entre ellos –entre nosotros– nunca se apaga la esperanza de una Amazonia en pie. Una utopía que tal vez no salve la selva, pero la protege. Que no les garantiza seguridad, pero los fortalece ante la embestida.
Porque estos pagos nunca fueron para personas de horizontes estrechos.
El mensaje de Dadá así lo recuerda:
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