La soledad del Gigante
Desde siempre las ciudades desconocidas me han significado soledad. Una melancolía que no uso sino para huir de mí mismo. Un estado que detiene el tiempo en angustias insólitas.
Siento un gran afecto por lo imperceptible, por las pequeñas músicas, por las memorias ajenas. Por todo eso que pasa en completo mutismo, inerme, pero que vidas adentro se desdobla con violenta algarabía.
De chico, siempre que llegaba a una nueva casa, soñaba con convertirme en cualquier objeto: un jarrón, una pintura, un diván, y quedarme estacionado, presenciándolo todo, con la mirada desprendiéndose como el humo de un incienso, volviéndome paisaje muerto, fusionándome con el aire, con aquello que llaman cotidianidad.
***
No sé muy bien qué estoy haciendo acá, pero tengo algunas suposiciones, sensaciones: busco la soledad. Pero no la mía, que es tan tonta y superficial. Me avergüenza la pretensión, pero la aguanto. Quisiera tatuarme en el pecho, o grafitear en algún muro limpio del Gigante, aquel sencillo verso de Francisco de Quevedo “nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir”.
Pedí el recogimiento, el vacío y, contra toda razón, ambos me fueron concedidos.
Bueno. He mentido. No estoy tan solo: me acompaña Firulais, un perro negro y grande que no se me despega, un centinela que me mira fijamente mientras mastica una botella de plástico.
Es medianoche. Llevo 4 horas deambulando por las entrañas del Gigante de Arroyito. Calculo 7 u 8 grados centígrados. Una remota luna de queso juega a inventar sombras donde no las hay. A mi alrededor, 41.653 sillas vacías y una enorme cancha de fútbol. Las luces están apagadas. Yerro como un espectro por el estadio de Rosario Central.
En casi treinta minutos de trayecto, el taxista que me transporta del aeropuerto al hotel solo atina a preguntarme una cosa, con una voz extenuada:
—¿Es tu primera vez en Rosario?
—Sí.
—Mirá: no sé qué idea tenés de la ciudad, no lo sé, pero lo que andan diciendo por ahí sobre la inseguridad es mentira. Que tres o cuatro pendejos vendan droga en una esquina y otro par de pibes roben en otro lado no hace de esta ciudad un lugar peligroso. Olvidate. Rosario es una ciudad normal, tranquila, de gente buena, con los quilombos que tiene cualquier otra ciudad, pero afuera venden una imagen que no es. Lo que sí te recomiendo es que si vas a salir a la noche no andes solo. Por las dudas, mejor andá acompañado. Siempre acompañado. Con esta realidad nunca se sabe, ¿viste?
***
En la cancha, Firulais aúlla: saca el lobo que lleva adentro.
Una escuadra de ratas fosforescentes emite chillidos agudos que saben ensordecerme.
Un barco navega el río marrón y hace sonar su claxon como despidiéndose.
Afuera, en Arroyito, el barrio que alberga al Gigante, dos borrachos intentan corear, poseídos por una vulgaridad sin remedio: y dale alegría alegría a mi corazón.
De todo, menos silencio.
Mis dedos entumecidos confeccionan un repiqueteo que en medio de la nada es la mismísima bulla.
Permanezco suspendido en un estanque mental desbordado por aguas subterráneas. El centro del campo parece un vientre hinchado. Me acorralan tres colores: amarillo, azul y negro.
Me divierto buscando lo que no tengo. Una langosta en mi bolsillo, por ejemplo, una langosta que haga estallar este otoño. Un pequeño espejo refundido en el baño de un palco, capaz de reflejar una verdad. El tiempo se evapora. Firulais mea una silla. Se saca las pulgas con rigor. Su hocico es una lanza. Renuncio a la memoria, me quedo tranquilo. Ojalá pase algo más allá de estas palabras. Rosario se echa unas cobijas encima y yo estoy acá, sin una pelota de fútbol, examinando alucinaciones siderales.
Siento que he vuelto a casa y respiro la incansable furia de su aire. Mi aire.
Sus ojos son dos persianas bajas que coquetean con el follaje de las sombras. Marú habla de sí misma como si fuera muchas personas. Y tiene razón. Dice que es más rosarina que la ciudad. Pega una pitada a su porro y confiesa que no nació en Rosario, pero que casi. Pérez queda a 12 kilómetros de Rosario y no va desde hace 7 años, cuando su padre le gritó: si volvés volvé como Federico, como lo que sos, no como un puto vuelto puta.
La plaza Libertad exhala una quietud vejatoria. Esta noche no hay clientes. El gobierno de la ciudad ha iluminado la plaza para justificar el final de su administración. La luz es un castigo, espanta todo. Siempre es así, en época de elecciones todo se viene al suelo, dice Marú, mientras sacude sus generosas piernas para atajar el frío en el inicio de un día aún sin despuntar.
¿Qué es lo que te hace más rosarina que la ciudad?
Silencio.
Una pitada. Dos. Marú intenta una respuesta: Capaz que la cuido cuando ella no está. Como ahora, no sé, siento que la acompaño en su ausencia. Es medio raro. Pero es eso.
¿Eres poeta? Marú se para firme y me dice, con una voz menos delicada: No, nada de poesía, solo estoy fumada.
Un auto se detiene. Me separo. Marú se ajusta el escote. Camina trenzando su cadera. En menos de un minuto vuelve a mí: Buscaban falopa los hijos de puta ¿A vos te parece que tengo cara de narco?
***
Matías Herrera me dice que estoy loco. Tiene 33 años y lleva 5 trabajando como seguridad del estadio. Dice que su puesto se llama rondín. Yo no entiendo nada. Rondín, reitera, ¿no conocés esa palabra? Buscala que sí existe. Me habla de fantasmas y de visiones extrañas, mientras pone a mi disposición el Gigante. Yo camino por las gradas, por el campo de juego, salto de una tribuna a otra, me agito en los delirios que su formidable interior suscita.
Al azar, elijo sentarme en la planta baja de la platea Cordiviola, hilera 2, silla 34. Destapo una Quilmes Bock y me pongo a mirar no sé qué, la opacidad.
Antes de dejarme solo, Matías me cuenta, sonriente, que compañeros suyos han visto al “errante”, un fantasma que suele emerger de los baños de la popular y camina todo el perímetro de la cancha, lentamente, con la ropa de mantenimiento con la que murió un lejano año que no sabe precisar. También me dice que tras el descenso del club, el 23 de mayo de 2010, cambiaron todo el césped porque allí fueron regadas las cenizas de muchos hinchas que así lo pidieron en vida y que los que sobrevivieron creyeron que no traía buena suerte. Después señala que eso se lo contaron y que no sabe si es verdad, pero que, de ahí en más, el club despegó.
Matías fuma y suelta el humo mirando el techo de estrellas, quizás invocando a alguno de sus muertos. Estornudo. El eco vacila, un sonido que lucha contra su propia improbabilidad.
Desde hace 4 años creo que este es el lugar que más visito de toda la ciudad. Ya le he agarrado cariño. Conozco a los guardas, al personal médico, a los de limpieza. Con todos pegué buena onda. Cuando el viejo se enferma de día yo le pido que aguante hasta la noche: “Por favor, viejo, vos sabés que yo te re banco pero no me hagas esto” y el viejo a veces aguanta, a veces no.
Jorge Sager habla de su padre, un septuagenario que sobrelleva enfermedades crónicas: diabetes, hipertensión arterial y cálculos renales. Jorge asegura que no pasa más de dos semanas sin venir a la guardia del Hospital Centenario y que ya ha adquirido ciertas rutinas —placeres, mejor poné que son placeres—, como fumar observando el insociable devenir de la calle Urquiza, merodear la capilla del hospital fantaseando con el encuentro de alguna amante furtiva, o simplemente conversar con la gente que, como él, espera.
Es un espacio de aprendizaje, total. Cuando estamos solos nos ponemos profundos, provocadores, nos conocemos más. En las ciudades cuesta poblar la intimidad propia, las ciudades nos ocultan, nos matan el paisaje interior, pero Rosario es diferente, ¿sabés? Acá la espera es pensamiento y el pensamiento es una elección. Si en Rosario hay una tradición esa es la soledad y, como la soledad es una habitación andante, todos nos vaciamos para permanecer llenos. Te juro que si te hablo de día jamás me salen palabras así.
Son las 4:02 a.m. He dejado atrás al tal Jorge, atrapado en sus inexplorados icebergs. Camino por Urquiza. Calle fea. Siento un impulso. En mi libreta anoto: el silencio vuela como unos ojos rojos que evitan la extinción. Me sofoca esta cursilería, la estupidez. Lo tacho todo y empiezo de nuevo: miro y miro y por más que miro no sé si llego a ver algo.
***
Matías me habla de goles célebres. Recuerda mucho el que marcó Germán “el Pirulo” Rivarola, de volea, en la Copa Sudamericana de 2005. El Canalla terminó venciendo en la serie a su clásico rival Newell’s Old Boys. Le pregunto por qué lo recuerda tanto y me responde, seco: esa fue la última vez que me colé a la cancha, empecé a los 14 y en 2005 tenía 20. Todo ese tiempo sin pagar y nunca me sacaron. Central lo es todo para mí.
¿Entonces te quedás? Sí, le digo. Y bueno, bienvenido a la pasión del país. Matías me muestra su desgarbada espalda y se va silbando algo que parece un cántico futbolero. Su figura se pierde entre las tinieblas del Gigante.
Dardo de soledad. Habitación 216 del hotel Solans Riviera. 4:56 a.m.
Intento responder a la pregunta por la soledad.
Metafísica.
Las paredes me hunden.
Ensayo un par de versos, a ver si me asomo por ahí: En Rosario nadie camina solo / La soledad los camina a todos.
La soledad no es mediocridad.
Llevo varios años convencido de que no existe forma alguna de escribir que no emane del yo. El yo es la creación fundamental, la estética más intestina, la expansión de la voz original. El yo es poderoso porque es aleatorio, emocional, continuo y permanece excluido de la desabrida objetividad. Intentar escribir fuera del yo, además de una empresa evidentemente absurda, es refrendar públicamente el temor por la noche propia. El desierto: el miedo a sí mismo.
***
Paula toma mi pedido. Trabaja como moza en el populoso bar rosarino El Cairo. Tiene 26 y un capul que le vela la mirada. Lleva las uñas pintadas de negro y su letra es cursiva. ¿Qué es la soledad?, le lanzo, con una impotencia abusiva y torpe. No responde. 10 minutos después me pone sobre la mesa un guiso de albóndigas, una cesta de pan y una copa de Malbec. Gracias, Paula. No, por favor, responde, y continúa con una brevedad acuciante, como la que revelan aquellas personas que lo tienen todo claro y no se dan el lujo de perder el tiempo con sandeces:
La soledad es el miedo que tenemos todas las mujeres.
Era tanto el dolor causado por la pureza y espontaneidad de sus palabras que, si me hubiera puesto a llorar, las lágrimas me habrían cortado los dedos. El apetito se esfumó. A cambio, tripliqué la dosis de Malbec.
En el 853 de la calle Mitre está la sede del Club Atlético Rosario Central. Acudí allí con la intención de pedir el permiso necesario para poder pasar una noche en el Gigante. Después de subir por varias escaleras y ver decenas de trabajadores de diferentes dependencias, con todo tipo de remeras e indumentarias canallas, choqué con una anticuada puerta de madera. La oficina de prensa. Allí me atendió Marisol Bracco. Le conté mi objetivo, más como por quemar el cartucho que por otra cosa. Desde que se me ocurrió todo esto sabía que mi empresa no solo era quimérica sino fehacientemente ridícula. Marisol se maravilló, tanto que se animó a soltarme una perla, más brillante que su sonrisa:
Serías el tercero en hacerlo. Ya el “Chacho” Coudet y el “Vitamina” Sánchez lo hicieron en 1995. Era la final de la Copa Conmebol. El partido de ida habíamos perdido en Brasil contra el Atlético Mineiro 4 a 0. Los ánimos estaban por el suelo, obvio, dar vuelta ese resultado era toda una proeza, un milagro. Pero nunca perdimos la fe. Ocho días después, en el Gigante lo dimos vuelta. Empatamos la serie y, en los penales, ganamos. Salimos campeones. No te imaginás la fiesta. El caso fue que el “Chacho” y “Vitamina” habían prometido que si algún día salían campeones con el club iban a pasar una noche en la cancha, solos, con una botella de champán y una linterna. Y así lo hicieron. Para el recuerdo, ¿no?
Ante mi mirada atónita por el desborde de entusiasmo que acababa de presenciar, Marisol remata:
Yo creo que no va a haber problema, dejame que hablo con seguridad ¿Te parece bien llegar a las 8? Solo te pido un favor, más por una cuestión folclórica que por otra cosa, intenta no mencionar en tu escrito la palabra silencio, no caería bien y, además, eso es algo que ahí no existe, ya lo verás.
El Gigante es una bestia rampante que te observa con las garras desplegadas. Allí no hay silencio. El Gigante es tanto ruido junto, aun vacío, que es el silencio en sí mismo: la circunspección a flor de piel.
***
El último muerto que enterró Alfredo Benítez, encargado del panteón Corazón de María del cementerio El Salvador, fue el 30 de diciembre de 2018. Han pasado cinco meses desde entonces y no es que no se haya muerto nadie más, lo que pasa es que, según sus propias palabras: hoy por hoy morirse es un problema porque, aunque parezca increíble, sale más barato estar vivo que morirse.
Alfredo trabaja en el panteón desde el 7 de abril de 2012, 11 horas diarias con un descanso a la semana y está a cargo de 2.200 nichos mortuorios. Nunca se sintió más tranquilo:
Trabajo con la vida, no con la muerte. A la cantidad de gente que he conocido sí me la ha brindado la muerte, pero yo lo que hago es alentarlos a todos los vivos para que sigan adelante. Esto acá es simple, la vida es un tránsito hacia la muerte, hay que aceptarlo así. Soy un hombre de pocas amistades pero a mi mejor amigo lo conocí aquí gracias a la muerte de su mujer en un hecho muy triste: un día la llamaron a la casa y le dijeron que su hijo estaba secuestrado y ella sufrió un paro cardiaco y murió. A las pocas horas lo soltaron al hijo y él se fue a la casa y, cuando llegó, la encontró muerta. Eso fue en el 2014 y, desde entonces, el marido viudo viene todos los jueves muy temprano y pasa toda la mañana arreglando la tumba y conversando con ella. Un día me pidió un trapo y eso bastó para iniciar nuestra amistad. Esta soledad obligada en la que vivo, gracias a mi trabajo, y que no quiero que se acabe nunca, he pensado que puedo escribirla y me gustaría publicarla. Por ahora tengo algunos poemas, pero debo escribir más. Ninguno triste, todos celebran la vida.
Anochece. Me disipo entre los encogidos jadeos de los cuerpos que se ejercitan y las ansiedades de los que se aman. Tomo mate y escucho el zumbido suave del río, me voy con él.
Realmente sacar un pescado es lo de menos, aunque si sale no lo suelto ni en pedo, la acción de pescar es la excusa para pescar otras cosas, pero por dentro, dice Fernando Bunge, un tipo breve, abogado de 52 años que desde hace 28 visita la costanera todos los días a la hora en que la luz se convierte en negrura. Viene solo, con un equipo de pesca tan rudimentario y obsoleto que todo parece más bien la ejecución dramatúrgica de una escapatoria.
***
He repasado dos millones de veces el inicio del cuento “Cenizas” del Negro Fontanarrosa: Al encontrarse ya dentro de la cancha, pisando la gramilla, el Colo pensó lo que tantas veces había pensado: “Qué pelotudez es venir a una cancha para otra cosa que no sea ver un partido de fútbol. Es como comer solamente puré. O lechuga”.
Firulais me sigue hasta el baño. Bebe agua de un orinal. Agarro su botella de plástico. Ladra. La arrojo a diez metros. La trae y la suelta a mis pies. Me mira. Si sus ojos hablaran, ¿qué dirían? Me despido. Su pelo es áspero, tieso, como calcificaciones prehistóricas.
Siete horas después de haber entrado a sus tiempos vedados, durante las que escarbé y habité sus espacios oscuros, miré todo de cerca y de lejos, me alumbré por dentro con la ilusión de encontrar algún momento de refulgencia, algo que me explicara el paso de las sombras por el centro de la cancha, por el baño femenino de la tribuna sur, por el punto penal del arco norte, por una cabina de radio, por los camerinos de los árbitros, por uno de los tantos puestos de panchos que aloja la platea Río, llego a una idea ficticia que podría pasar por real: la soledad es una necesidad estética, una vanidad que se debe sufrir con el objetivo de entendernos mortales y, al mismo tiempo, sospecharnos eternos.
El Gigante de Arroyito me enseña que el silencio real es aquel que es maquinal, histórico, todos los susurros y todos los estallidos contenidos en el falso abandono en el que yace una cancha a la madrugada.
Algunas hojas bailan sobre el césped. Firulais bate el rabo, mientras se hace el espectador en la platea Cordiviola baja. Juntos existimos en las vísceras del Gigante que en los días de partido convocan a la hinchada, para que llegue y se vaya. La cancha es solo una escala, estar aquí te invita a despegar hacia adentro, y llegar a ese lugar indeterminado, íntimo, anímico, situado en el corazón de la turba pero a su vez irremediablemente separado de ella. Un viaje donde no se ven las cosas como son, sino como cada uno quiere que sean. Así estamos, Firulais, sincronizados con el extraño latido del Gigante, auspiciados y protegidos por su respiración que nos arrastra por todos lados: somos hinchas, guardas, periodistas, futbolistas, jueces, técnicos, chorros, vendedores, drogadictos, señoras bien, atorrantes, pibes que no entienden nada pero gritan. Celebramos goles imaginarios, que marcaron otros y que marcamos nosotros, de cabeza y al minuto noventa y tres de una final. Me tapo el rostro imaginando descensos y tú ladras, como regañándome, balbuceo canciones auriazules que apenas me sé y tú saltas, escucho la música de los mil conciertos que han tenido lugar aquí, veo todos los muertos pero vivos, agarro un puñado de césped y lo riego en lo más alto de la popular Norte, marcando nuestro camino. Firluais, hemos sido los fantasmas del Gigante por varias horas, dos lémures en su llanura, sus lombrices, sus únicos habitantes.
***
Pero yo soy la sombra que se va.
_______________________________________________________________
* Este texto es producto del Taller de Crónica Cultural “Rosario, una ciudad anfibia” dictado por Cristina Fallarás en el marco del Festival Pensamiento Contemporáneo (Rosario, Argentina, mayo 2019). Se publicó conjunto con El Espectador.
Suscripción
LATE es una red sin fines de lucro de periodistas que cuentan el mundo en español