| agosto 2019, Por el Consejo Editorial

Manifiesto III (2019)

A los simuladores del mundo

Reproductores de la voz dominante

Peces de la bolsa

 

No queremos llantos / Solo bocas magnéticas / Llenas de sol.

Bienvenidos a nuestra empresa de la desilusión. A nuestro reino del desamparo. Estamos cumpliendo este decreto irracional de celebrar otro año de latidos. Ya van dos, desde aquel día de sumersión absoluta en el meteórico vacío del desencanto. Tuvimos que poner un marcapasos para seguir nutriendo a este tardígrado infame que es la red, nube inundada de vanidad, donde nada es capaz de madurar.

El 2 de julio de 2019 nos logramos sincronizar en los husos horarios para realizar este manifiesto: acordamos que las cucarachas madrugan mientras duermes e imitan tu rutina de supervivencia: sortean pisotones, venenos letales, exterminadores, jornadas de limpieza profunda.

Descubrimos que somos un charco de luz, con boca descomunal, que grita: ¡se acabó! Permanecemos debajo de los ojos lectores y suicidas de aquellos que aún creen en la verdad. No existimos sino en un puñado de historias que muestran los dientes cuando ven el sol.

Somos ovejas eléctricas que soñamos con androides. Tanto leímos a Wilde que terminamos así: tragando inocencias, encarcelados en violencias celestes. Toda flema es sagrada: nada en los propios pulmones, ahí crece y escala por la tráquea para salir crasa, libre, por la lengua bífida. Expulsamos la mucosidad sobre el mar mientras el barco sigue navegando. Lo único que madura es la flema. Y su descendencia de mangas rotas.

Somos la nata de los propóleos, resina pegajosa en la mano de un niño campesino recién tragado por la ciudad. El jade enterrado en la selva profunda que aún no ha sido descubierto. Un inflable, con forma de caimán, en una playa del Caribe descerrajada por el olor a plátano podrido. El bote de basura de un individuo en su departamento de millón. La cáscara de huevo vidriosa, ritual para fortalecer las plantas habitantes de macetas intestinas. Constelación de violetas imperiales y policías secretos que echan por tierra los bosques.

Habitamos las nubes, mientras nos fugamos por entre los blancos cables informativos que sacuden el arcoíris, hasta el desencuentro y la suciedad. Nuestras manos no nos pertenecen tanto como nuestra imaginación, así acariciamos antorchas mientras inventamos el fuego.

Somos el langostino que trepa el flamboyán, la mosca esmeralda buscando refrescarse del calor, un aerolito con indicaciones en Chixchulub, el perro amarrado en cualquier calle de Buenos Aires, la turista con trenzas en el Chaco paraguayo, el burócrata de oenegé en una oficina con aire acondicionado, un niño migrante en Cúcuta o en Tapachula, el traje envejecido de un general de los ejércitos ciego y el trozo de pan seco y desahuciado en la intersección de las calles Obrapía y Mercaderes de Centro Habana.

Somos los desechos podridos de la posmodernidad periodística, la escena de la escena de la escena virtual que se repite como sus malas noticias en sus portales eternamente inestables. Desde ahora les decimos: los editores web están condenados al atrapamiento en la velocidad de sus pantallas, de sus clics, cautivados por la iluminación que produce, subsumidos por la irrealidad del beta intermitente. Ellos viven con el espíritu de las hordas: encerrados en cajas de resonancia trastocando sensibilidades. Recitadores de estropicios, expertos del fingimiento, comedores compulsivos de papitas en el escritorio. 

Silbamos en la orilla de sus preocupaciones marítimas. Estamos en estado permanente de borrachera. Queremos una vida mesurada: ser animalitos domésticos y vivir la locura divina del sobredimensionamiento.

En Montevideo somos esa vaca que canta atada al asado. La observación desde el muelle, la puntualidad del hambre de los marineros y la del país de al lado, lleno de gatos, arcillas y humos.

En Bogotá somos la listeria inoculada en un chorizo del Laboratorio de Microbiología de Alimentos de la Pontificia Universidad Javeriana. También somos una arepa tiesa en un clóset de un motel polvoriento de Chapinero.

En Santiago somos macetita en la orilla de un balcón empolvado por el smog. La vista a la modernidad rapaz e inmunda, que todo lo encierra entre sus cuatro muros de hollín donde hasta la muerte se muere.

La mirada es un loop, pupila que se abre en la selva de palmeras cultivadas por Monsanto en Guatemala. El mundo es un pez en una bolsa, dice un poeta en Quito que no sabe deshacerse del malestar de vida.

Esperamos a la generación in vitro, a esos humanos que ya no tendrán ombligo. Los que se ahogarán en silencio porque ya saben todo lo que tienen que saber por simple transferencia bancaria. Las cosas ocurren porque las esperamos y nadie reconoce a nadie.

Vamos a quemar las naves. La realidad existe gracias a dios, manipulador omnipresente, simulador por excelencia.  A todos aquellos que andan apurados por su teléfono superinteligente en mano les agradecemos por leer las historias que se acumulan en esta nave interestelar. Y les decimos que no queremos sus becas, ni financiamentos, pero no nos dejan otra opción más que recibirlos y gozarlos como luciérnagas vigiladas por la fatiga del güisqui.

Las olas mecen nuestro navío muerto. Avanzamos en contra de nada y caemos sin cesar, hacia atrás, hacia el lado, hacia adelante y nunca nos levantamos antes del mediodía. Erramos. Somos la presunción del hálito científico, del frío religioso, de la última tortuga carranchina y por eso seguimos, ya no soñando, ni viviendo, sino escribiendo lo que consideramos jamás podrá ser viento derrotado.

LAS OLAS MECEN EL NAVÍO MUERTO.

Becas para los ajolotes, titís de cabeza blanca, pudús, vizcachas y delfines rosados de la quemada cuenca amazónica.

Ahorque sus múltiples neurosis en un árbol, ojalá un sauce llorón.

¿No hace más frío?

FIN.

 

Cordialmente,

El Consejo Editorial

Suscripción

LATE es una red sin fines de lucro de periodistas que cuentan el mundo en español