Lazarus, el banjo albino

Malawi es el peor país del mundo para nacer con albinismo; allí los asesinatos para traficar con sus huesos son igual de frecuentes que los rituales de brujería o los secuestros y pervive la creencia de que violando a niñas albinas uno puede purificarse hasta curarse el VIH. Esta es la historia de un albino que sueña con cambiarlo todo armado con un banjo, una guitarra y un puñado de canciones propias.

Lazarus Chigwandari termina de afinar su banjo de fabricación casera y de ajustarse a los tobillos unas maracas, también artesanales y cada una a base de una docena de chapas de refrescos a modo de cascabeles. Tiene una piel blanca repleta de pequeñas manchas negras y algo áspera, pelo rizado y rubio, como decolorado, una sonrisa a la que le faltan algunos dientes y hoy, una calurosa tarde de noviembre y uno de esos días importantes para él, viste un llamativo traje naranja y un gran sombrero de paja.

“Hablamos cuando termine de actuar”, dice en un inglés más chapurreado que dominado. Después se pone de pie y se dirige al escenario principal del Tumaini Festival, un evento musical de cierto prestigio que se celebra en el campo de refugiados de Dzaleka, a unos 40 kilómetros al norte de Lilongwe, la capital de Malawi, y que reúne anualmente a artistas musicales consagrados y emergentes de varios países africanos.

Es la primera vez que Lazarus actúa ante tanta gente. En Dzaleka viven alrededor de 40.000 personas, la mayoría refugiados de los diversos conflictos de la República Democrática del Congo, y el festival Tumaini supone de largo el mayor entretenimiento del año. Aunque Chigwandari ya ha tocado antes para algunas personalidades. Madonna, icono estadounidense de la música pop, visitó el pasado octubre este país africano y pudo escuchar los acordes de su banjo y de su guitarra. Desde entonces, el nombre de Lazarus resulta cada vez más común.

Foto: José Ignacio Martínez
Foto: José Ignacio Martínez

En un país en el que los albinos se encuentran socialmente perseguidos, donde se comercializa con sus huesos para rituales de brujería o en el que pervive la creencia que la violación a jóvenes albinas puede purificar y curar el VIH, ver a un albino encima de un escenario tocando el banjo y cantando canciones propias no pasa nada desapercibido.

Aunque lo de hoy, lo de actuar ante tanta gente, no es más que una excepción. Lazarus se gana la vida con su música, sí, pero lo hace fuera de los focos y de las luces de grandes festivales, lejos de las estrellas como Madonna. Chigwandari, que tiene ya 37 años, toca y canta por las puertas de los supermercados, sobre todo los que más frecuentan extranjeros y turistas, y por otras zonas concurridas de Lilongwe.

Lazarus tiene una ruta prefijada. Lilongwe se divide en 54 distritos. Los lunes va a uno, los martes a otro, los miércoles a otro… Todas las semanas repite. Siempre a los mismos lugares.

“Me enseñó mi hermano mayor. Por eso se me dan bien el banjo y la guitarra. Yo amo la música, mi hermano”, dice, más tranquilo, cuando ya ha bajado del tablado. La actuación ha transcurrido sin problemas a excepción de un incidente con un hombre, un cuarentón algo rechoncho y con un tremendo olor a alcohol que, en medio de los vítores de amigos, ha subido al escenario para tirarle con desprecio algunos billetes. “No ha pasado nada, mi hermano, no ha pasado nada”, afirma Lazarus instantes después.

Cuando ha bebido algo y comentado la actuación con unos amigos que graban un documental sobre su vida, Lazarus no encuentra problema en sentarse a charlar un rato. “A mí me han intentado secuestrar dos veces”, dice. “La primera vez quisieron llevarme a Tanzania a cantar. Dos tipos me vieron en la calle y me dijeron que allí podría ganar bastante dinero. Me convencieron. A los dos o tres días, al poco de partir, paramos en un chalet. Ellos se bajaron y a mí me mandaron esperar en el coche. Pasaron unos minutos y, entonces, vino una mujer, creo que era una limpiadora o una cuidadora de la casa, y me dijo que me fuera corriendo, que los hombres de adentro estaban hablando de cómo matarme y de cómo venderme en Tanzania”, recuerda.

La segunda, dice, sucedió algo parecido, aunque en esta ocasión iba sobre aviso. Varias personas le aconsejaron ir también a Tanzania, país que colinda con Malawi y donde el comercio con los huesos albinos resulta una común y tenebrosa práctica, pero Lazarus puso la condición de pasar previamente por la policía para poner en regla su documentación. Nunca volvió a saber nada más de ellas.

 — ¿Tienes familia, Lazarus?

— Sí, claro, — responde–. Tengo una mujer y tres hijos.

— ¿Son albinos, como tú?

— Los dos primeros sí. El pequeño, que solo tiene unos meses, es negro, como su madre.

— ¿Podría ir a veros un día a vuestra casa?

— ¡Claro, mi hermano! Sería un placer recibirte. Puedes venir a desayunar, mi mujer cocina Cima (una especie de pasta elaborada con harina bastante común en Malawi) muy bien y puedes desayunar eso con nosotros.

 Después cae la noche en Dzaleka, Lazarus se monta en la furgoneta que lo ha traído hasta el festival, la del personal que graba el documental, y se pierde por la oscuridad de una carretera maltrecha y bacheada.

Foto: José Ignacio Martínez
Foto: José Ignacio Martínez

 En medio de la pobreza extrema

 Para llegar a casa de Lazarus desde el centro de Lilongwe hay que tomar un par de autobuses; esas pequeñas furgonetas que no salen hasta que se encuentran totalmente llenas, destartaladas la mayoría de ellas y de dudosa seguridad. Parece costumbre que las puertas no tengan pomos, las ventanas no se puedan abrir ni cerrar y que no haya ni rastro de cinturones de seguridad . Aunque para llegar hasta Lazarus no hay que pasar en ninguna más de 20 minutos. Vive en un barrio periférico que no dista mucho de otros vecindarios de la ciudad o incluso del país: casas de barro y paja desconchadas, vías y carreteras de tierra, con mucha suerte aplanados por algún tipo de maquinaria industrial pesada y mercados de gallinas, vacas, cabras, huevos, pescados salinizados y diversos tipos de vegetales como zanahorias, lechugas o mangos de diferentes tamaños apilados en forma de pirámide.

La vivienda de Lazarus se encuentra en un recoveco algo apartado al que se llega por un pequeño camino que nace en uno de estos mercados y que desemboca en una amalgama de viviendas muy humildes.

En casa de Chigwandari no hay alfombrilla alguna de bienvenida. La puerta principal da al salón, de unos tres metros cuadrados y sin más mobiliario que unas sillas y una alfombra que la familia despliega cuando llega la hora de comer para que los comensales no se sienten en el frío suelo de piedra. Sólo hay dos habitaciones más. En una duermen él, su mujer Gertrude y su hijo pequeño Johan, que solo tiene unos meses y hoy no deja de llorar. En la otra Laillo y Joseph, sus otros hijos, de 7 y 4 años. Las habitaciones no tienen estanterías, nada más que un somier y una cama cada una.

La vivienda no tiene frigorífico, ni microondas, ni ordenadores o tablets, ni libros, ni mesas de trabajo o de juegos. Tampoco hay cocina (un cuartito con una olla y otra docena de utensilios sirve a Gertrude para preparar desayunos, comidas y cenas) ni baño con retretes o letrinas. Cuando las necesitan van a unas comunales, unas que usan unas 20 familias, todas vecinas del lugar. Chigwandari y los suyos no escapan a la pobreza extrema que azota Malawi, el sexto país más pobre del mundo según la Organización de Naciones Unidas (ONU) con más del 50% de sus 16 millones de habitantes viviendo con menos de un dólar y medio al día. Un documento de la Secretaría para el Género, Juventud, Discapacidad y Bienestar Social del Gobierno de Malawi, que cifra en unas 10.000 personas la población albina del país, reconoce también que “la mayoría de los albinos” vive bajo este umbral de pobreza.

La música es el único elemento presente en cada uno de los rincones de la casa. “Me gusta la música, mi hermano, amo la música. La música es mi vida, mi hermano”, repite Lazarus una y otra vez. Su banjo casero, hecho con una lata de aceite en la que ya asoma el óxido por algunas de sus esquinas, descansa en el suelo frente a una guitarra española, más nueva, menos casera. “Esta me la regaló un amigo mío alemán”, dice señalándola. En un viejo radio casette suena un disco de canciones locales.

 — ¿Son tuyas?

— No, mi hermano. Son canciones de un amigo mío. Pero me gustan, es muy bueno–, afirma con cierto orgullo.

— ¿Tú no has grabado discos?

— No, todavía no.

Un desayuno después, Lazarus saca un álbum donde guarda algunos recortes de periódicos locales que él protagoniza. Cuando termina de enseñarlo y comentarlo, la conversación se centra en sus hijos. “Sé que hay gente peligrosa que quiere hacerles daño”, explica. “Pero nosotros, mi mujer y yo, tenemos mucho cuidado. Siempre estamos con ellos. Nunca los dejamos solos. En el colegio, por ejemplo, les hemos dicho a los profesores que no los dejen salir nunca con nadie, aunque digan que son familiares o amigos. Hasta que no llegamos nosotros a recogerlos no se van con nadie”.

Durante la charla, Laillo y Joseph, éste más dicharachero y menos vergonzoso que su hermano mayor, revolotean por los alrededores, ganándose de vez en cuando alguna reprimenda de su padre. Los pequeños todavía no hablan nada de inglés. Sólo chichewa, el idioma local más extendido de Malawi, que también es la lengua materna de Chigwandari y de su mujer.

 — ¿Quieres tener más hijos, Lazarus?

— Quiero uno más. Una niña, como su madre.

— ¿Y te gustaría que fuera albino?

–¡No, no! Prefiero que sea negra. Quiero una niña negra. La vida es muy complicada para nosotros, mi hermano. Prefiero que no lo sea…

Después, cuando la barrera idiomática se hace demasiado fuerte como para entablar una conversación más profunda, coge el banjo e improvisa una cancioncilla con una pegadiza estrofa que dice algo así: Albinos and black people, we are the same in Malawi. We are the same. We are the same in Malawi.

— Hey, – dice cuando termina, antes de despedirse para irse a tocar a un centro comercial cercano–, yo no soy de aquí. Nací en un pueblo que se llama Mtakataka, muy cerca del lago Malawi. ¿Quieres venir a verlo conmigo un día?

— Claro. ¿Te parece bien el miércoles que viene?

— ¿El miércoles? Mmmm… El miércoles tengo que ir a cantar. ¿El jueves, mi hermano?

— Vale, el jueves.

— ¡Perfecto, mi hermano! Gracias, muchas gracias.

Foto: José Ignacio Martínez
Foto: José Ignacio Martínez

Blancos de la barbarie

Lazarus desconoce datos y estadísticas, pero Malawi es el peor país del mundo para nacer con albinismo, una peculiaridad que consiste en un déficit en la producción de melanina que se traduce en la ausencia de pigmentación alguna en el pelo, en la piel, en los ojos o en todos ellos a la vez. Casos como los intentos de secuestro que ha sufrido Chigwandari no suponen la excepción para las personas con albinismo de este país de África Oriental. Ni tampoco el único problema. Asesinatos, rituales de brujería, cáncer de piel, miopía o estigma social son preocupaciones que ellos deberán afrontar, normalmente más de una y en más de una ocasión, a lo largo de su vida.

La situación de los albinos en Malawi ha copado titulares en prensa y muchas organizaciones internacionales han puesto el foco en esta cuestión. Un ejemplo: Amnistía Internacional promovió en 2017 una acción por Internet, que consiguió más de 80.000 firmas, para exigir que las personas con albinismo fueran considerados seres humanos de pleno derecho en Malawi y no tuvieran que vivir con miedo a la persecución, al rechazo o al fuerte estigma social.

“Desde que tomamos datos, que empezamos en 2014, ha sido el lugar donde más ataques hacia las personas con albinismo se han registrado: alrededor de 150 en total. Ni Tanzania ni Mozambique, que muchas veces tienen más fama, registran estos guarismos”, explica Overstone Kondowe, presidente de la Asociación de Personas con Albinismo de Malawi (APAM por sus siglas en inglés). La sede de este colectivo, situada también en Lilongwe, ya da una idea de los problemas a los que enfrenta. Varios paneles con fotografías de albinos con visibles enfermedades de piel dan la bienvenida a los visitantes, las paredes lucen carteles de las diferentes campañas de prevención de secuestros y otras desgracias y una mesa rectangular ofrece diversos folletos, todos relacionados con esta misma temática. Kondowe, de figura delgada, alta e imponente, prefiere que la entrevista se desarrolle dentro de un cuarto que tiene un par de sillas y una mesa entre ambas como único menaje.

Los datos que ha recogido APAM en los últimos 5 años ponen cifras a la barbarie: al menos 25 asesinatos y otros dos intentos abortados, 15 personas detenidas por encontrarse en posesión de huesos de albino, 16 casos de secuestros (algunos sin resolver), unas 50 tumbas profanadas y otra treintena de delitos documentados como violaciones o intentos de violación, agresiones, conspiración de asesinato o suicidios achacados a la elevada presión social sufrida.

“Las autoridades no suelen llevar la investigación de estos casos hasta el final por miedo y por presión de gente más poderosa, así que muchas veces se quedan sin condena”, dice Kondowe, tajante. “Creo que la persecución que sufren las personas con albinismo en Malawi tampoco se trata correctamente desde la prensa, donde quizás también haya algo de temor, y que los partidos políticos podrían hacer mucho más”. En este sentido, Malawi vive un hito de cara a las próximas elecciones, a celebrar en mayo de 2019, y a las que por primera vez se presentarán dos albinos, Steve Burges y Alex Machila, para sendos puestos de parlamentario.

Según los datos de APAM, los niños con albinismo son los más vulnerables; el 72% de las víctimas de estos ataques han sido menores de edad, y entre el 28% del porcentaje restante, las mujeres han sido las peor paradas. “Los huesos de los niños son los más valiosos para los rituales. Y también hemos sabido de personas que han violado a chicas con albinismo, menores de edad, para curarse del SIDA. Todavía hay gente en Malawi que cree que si estás contagiado de VIH y mantienes relaciones sexuales con una mujer albina te purificas hasta curarte”, explica. Y no lo nombra, pero Malawi es uno de los países del mundo con más prevalencia de VIH. Casi el 10% de la población total está contagiada y el Sida es la causa actualmente del 70% de las muertes en los hospitales.

El gobierno malauí no ha sido ajeno en los últimos años a esta persecución y ha tratado de legislar en consecuencia. En febrero del 2015 puso en marcha el primer National Response Plan on Albinism Atrocities, que ha sido sustituido recientemente por el más ambicioso ‘National Action Plan on Persons with Albinism in Malawi’, aprobado en junio del 2018 con la colaboración de Naciones Unidas y de la Agencia de Cooperación al Desarrollo del Reino Unido, y que destinará algo más de cuatro millones de dólares hasta el 2022 a luchar contra la persecución de albinos en Malawi y a concientizar y educar a la población malauí en el respeto.

El nuevo programa pone el foco de acción en siete áreas principales. Entre ellas, las dos mayores partidas presupuestarias son las destinadas a la Seguridad de las personas con albinismo, con 976.000 dólares, y a Educación a la población civil con 904.000 dólares. El resto, más de dos millones de dólares, se destinará a otros ámbitos como el acceso a una educación de calidad, el acceso a un sistema de justicia asequible o el monitoreo del cumplimiento de los Derechos Humanos. Todos, dice el presidente de APAM, han sido minuciosamente propuestos para conseguir un desarrollo real y verdadero de las personas con albinismo.

“Uno de los principales problemas, si no el mayor, es que hay mucha gente sin educación que cree cosas increíbles. Es muy difícil avanzar, pero tenemos que seguir esta lucha”, prosigue Kondowe. La pobreza que impera en Malawi tiene en la falta de educación su consecuencia más devastadora y también un fuerte aliado en casos como la persecución a personas con albinismo. Esta nación subsahariana posee una de las tasas de alfabetización más bajas de todo el mundo: el 38% de la población es totalmente analfabeta. Más de seis millones de personas no saben leer ni escribir.

“Otro inconveniente es el difícil acceso a la información y a los sistemas de salud de la población que habita las zonas rurales. Nosotros procuramos que todos los hospitales tengan crema protectora para repartir gratuitamente. Pero si no tienes dinero para coger un autobús y el hospital más cercano se encuentra a 100 kilómetros, o a veces más, ¿qué puedes hacer?”, se pregunta el presidente de APAM.

“Las cifras de asesinatos, de violaciones o de secuestros crecen cada semana. La situación es realmente dramática”, finaliza. No en vano, las redes sociales de APAM y del propio Kondowe no paran de actualizarse con nuevos casos de secuestros, desapariciones o con fotografías de detenciones de traficantes de huesos.

Foto: José Ignacio Martínez
Foto: José Ignacio Martínez

Mtakataka y un banjo que creció entre maizales

Mtakataka es una de esas zonas rurales de Malawi lejos del bullicio urbano, a muchos kilómetros de cualquier casa que tenga más de dos plantas. En vez de ello, los locales habitan chozos con pequeños patios vallados para la crianza de animales de campo como vacas o gallinas y frente a trabajados huertos. Un lugar sin el desordenado tráfico de las grandes ciudades y muy representativo del país: más del 80% de la población malauí vive en áreas rurales según las últimas cifras publicadas por el Banco Mundial de Datos, actualizadas en 2017.

Por la asfaltada carretera que atraviesa Mtakataka sólo pasan seis o siete autobuses al día, desde los que se ven hectáreas y hectáreas de maizales. No hay hoteles para turistas u otros viajeros temporales. Sólo las risas de los niños al ver a un extranjero blanco y el piar de los pájaros rompen un plácido silencio. No resulta difícil percibir que nadie en Mtakataka vive con demasiados lujos. A Lazarus, el albino que toca el banjo, todo el mundo lo conoce.

Lazarus da cuenta de un plato de arroz y pollo, una taza de té y tres mangos sentado en un banco de madera frente a la casa donde nació y donde se crio, que rezuma más humildad y más pobreza que la que habita actualmente junto a su familia en Lilongwe. “Aquí ya no vive nadie”, dice mientras abre la puerta. “Mis padres ya murieron y alguno de mis hermanos también. Los que no ya se han ido, como hice yo. Pero yo tengo aquí amigos, mi hermano, por eso me gusta venir”, explica. Dentro de la casa de barro no hay nada más que una pequeña moto para la que Lazarus ha traído un par de litros de gasolina.

Cuenta Chigwandari que su padre trabajó en el campo, que su madre se dedicó a su cuidado y al de sus cuatro hermanos y que, en cierta manera, él era el favorito. O, al menos, al que más cuidaban y protegían. Por eso su hermano mayor comenzó a enseñarle a tocar el banjo. Hoy, más de 25 años después de todo aquello, a él le gusta recordarlo así. “Nos sentábamos aquí, en esta puerta, y él me enseñaba música. Por eso me encanta, mi hermano. La música es mi vida”.

A Lazarus le gusta pasear por Mtakataka. Le gusta ir a ver los maizales que trabajaba su padre y que hoy laboran otras personas con las que comparte los beneficios. Le gusta pararse en los pocos pozos y hablar con las mujeres y con las jóvenes que recogen agua. Le gusta montarse en la moto pese a sus problemas de miopía, que se hacen patentes cuando ojea algo de cerca y que convierte un paseo en moto conducida por él en una aventura no exenta de riesgo. Le gusta saludar a los vecinos, ir a ver al jefe del poblado o pararse cada tres o cuatro puertas, llamar a algún conocido y rememorar batallas pasadas.

A Lazarus, en definitiva, le gusta Mtakataka. Y allí a todo el mundo le gusta Lazarus, aquel niño albino que creció tocando el banjo.

— ¿Qué te parece, mi hermano, si nos quedamos a dormir aquí? – pregunta cuando vence la luz del día y su pueblo empieza a llenarse de estrellas. Los tres autobuses que hay que coger desde Lilongwe hasta Mtakataka han tardado unas seis horas, y volver supondría llegar de madrugada.

— Bien, Lazarus. Como quieras.

— Mañana por la mañana nos vamos. Yo tengo que trabajar.

Foto: José Ignacio Martínez
Foto: José Ignacio Martínez

Las noches en Mtakataka son más oscuras que las de la capital. En los pueblos de Malawi resulta complicado encontrar luz eléctrica. El Banco Mundial de Datos afirma que, a finales del 2016, última actualización, sólo el 4% de la población rural tenía acceso a electricidad. Más aún, la Agencia Internacional de Energía, en su informe Energy Access Outlook, del 2017, decía que de los más de ocho millones de personas que viven bajo el umbral de la pobreza en Malawi, el 90% tampoco puede conectarse a tendido eléctrico alguno. Por eso Lazarus se para en una pequeña tienda de ultramarinos a comprar una linterna cuando se dirige a la última parada a realizar: una panadería cuyas trabajadoras principales, dos hermanas menudas y curtidas y con una extensa familia, guardan una estrecha relación con Lazarus por haberla guardado antes con su madre. “Aquí podemos dormir y mañana nos darán de desayunar, mi hermano”, explica antes de entrar.

La noche transcurre como el resto del tiempo de Lazarus Chigwandari: tocando el banjo y cantando. Porque su banjo, su guitarra y sus canciones, su forma natural de actuar, su manera de encarar la vida, en definitiva, están poniendo pequeñas semillas que germinarán en menos barbarie, menos persecución, menos asesinatos y menos secuestros. Él lo necesita por él mismo, pero también por Laillo y por Joseph y, quizás, por una futura pequeña albina. Por las 25 muertes de los últimos cuatro años. Por los niños desaparecidos. Por las niñas violadas. Por los miembros amputados para comerciar con ellos o por las tumbas profanadas. Las únicas armas de Lazarus son un banjo, una guitarra y un puñado de canciones propias. Quién sabe a dónde podrá llegar con ellas en el futuro.

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