| marzo 2019, Por Xavier Gomez Muñoz

El arte y la velocidad: un retrato del “pintor más rápido del mundo”

I

Conocí a Cristóbal Ortega Maila en agosto de 2016. Era domingo y afuera de su Templo del Sol una de las guías que trabaja en el lugar lo promocionaba como “el pintor más rápido del mundo”. Me convenció y entré junto a una veintena de turistas.

El Templo del Sol es una construcción cilíndrica de unos seiscientos metros cuadrados, hecha de piedra y que se levanta junto a la reserva del volcán Pululahua, en el sector de la Mitad del Mundo; es también “un tributo a las culturas originarias del continente”, me dirá más adelante Ortega Maila, y una galería para sus pinturas y esculturas.

Hasta el Templo del Sol llegan cada semana cerca de cuatrocientos turistas. Los recorridos empiezan en una cámara solar inspirada en los calendarios precolombinos que marcan los solsticios y equinoccios. Luego, en una sala llamada Samay Wasi (o casa de descanso, en español) se hacen sesiones de aromaterapia con esencias naturales y silbatos que simulan sonidos de la naturaleza. En la segunda y tercera planta se exponen las obras del artista. Y antes de terminar el paseo, los turistas son dirigidos a una cafetería-taller para ver una demostración en vivo del arte de Ortega Maila.

Ortega Maila es un tipo robusto, que no pasa del metro setenta de estatura, tiene el pelo largo y oscuro, la mirada cansada, los dedos, gruesos, casi siempre los lleva manchados de pintura; es un artista que puede dedicarse semanas a experimentar con colores que luego usa en sus pinturas y, al mismo tiempo, alguien capaz de improvisar un cuadro en alrededor de un minuto y un vendedor que ha aprendido a meterse al público en el bolsillo.

En su cafetería-taller, Ortega Maila bromea sobre el té de coca que les sirven a los turistas antes del espectáculo con el que cierra el recorrido. “Esto no es para fumar”, les dice, explica las propiedades energizantes de la bebida y pone a la venta “un poco de su reserva personal (puede tomar hasta cinco vasos de té de coca durante un día de trabajo)”. Ya con el público de su lado, pinta un paisaje andino utilizando únicamente los dedos y las palmas de las manos sobre un lienzo en blanco, en poco más de un minuto. La técnica se llama dactilopintura. El público aplaude, lo felicita, se toma selfies con él. Y Ortega Maila aprovecha para subastar su obra.

–Este cuadro, bajito, en otro lado vale unos mil quinientos dólares –dice–, pero como me cayeron bien vamos a ver cuánto dan. ¿Además, quién no tiene unos mil dólares en el bolsillo?

La gente ríe.

En un mismo día, lo he visto repetir tres veces el mismo acto y, aunque en dos ocasiones pintó el mismo cuadro para distintos grupos, Ortega Maila asegura que ninguna obra es igual a otra, porque “cada una es un momento, una inspiración”. Y agrega que en su vida debe haber pintado “más de cinco mil cotopaxis”.

–Doscientos dólares a la una, a las dos y a las tres –cierra la puja el artista.

Mientras el lienzo se seca, le firma al comprador chileno Christian Zubeldía un certificado de autenticidad. Cobra los doscientos dólares él mismo, enrolla el lienzo y le explica cómo llevar la obra en el avión para que no se dañe. “Este (cuadro) le dura toda la vida”, añade. Y cierra la venta.

Vista posterior del Templo del Sol. Foto Xavier Gómez Muñoz.

II

En 2016 entrevisté a Cristóbal Ortega Maila en una cafetería del norte de Quito. Su historia no ha cambiado mucho desde entonces. Mientras desayunábamos, me contó que nació en San Miguel de Collacoto, en el valle de los Chillos, un veinticuatro de octubre de 1965. Es el cuarto de ocho hermanos. De niño ayudaba en las labores del campo a su madre, Rosa Maila. Su padre, Segundo Ortega, era maestro mayor, un albañil que dirigía a otros y podía trabajar hasta en tres o cuatro construcciones al mismo tiempo.

Cuando no estaba en la escuela o ayudando en el campo, Cristóbal buscaba semillas para luego usar sus pigmentos sobre pedazos de cartón o papel: a falta de pinceles, desde pequeño aprendió a pintar con las manos. Sus primeros dibujos fueron árboles, animales, paisajes. Él cree que el gusto por el dibujo fue herencia de su padre, quien, aunque no había estudiado arquitectura, sabía leer planos y se dedicaba largas horas a dibujar fachadas.

Los Ortega Maila tenían una vida humilde pero tranquila, hasta que Segundo empezó a beber más y más seguido; moriría de cirrosis antes de los cincuenta años. El alcoholismo los llevó a otros problemas familiares: “(mi padre) nos insultaba y nos echaba de la casa cuando estaba borracho –recuerda Cristóbal–. Lo que vivíamos era más un maltrato psicológico y mucha pobreza”. Luego de preguntarle varias veces, y en momentos distintos, reconoció que su progenitor sí los golpeaba.

A los catorce años, producto de una pelea con su padre, Cristóbal dejó para siempre la casa de su familia. Caminó más de una hora hasta el centro de Quito, conocía bien el sector porque solía pasear por allí con sus compañeros del colegio Rafael Larrea. En uno de esos paseos se puso a dibujar a uno de sus amigos en la Plaza de la Merced. Una señora lo vio y le pidió que retratara también a su hija. Por ese primer trabajo le pagó cincuenta sucres y, desde entonces, él supo que viviría de vender su arte.

Pero antes de eso, Cristóbal debía encontrar un lugar donde pasar la noche. Dando vueltas llegó hasta la Plaza de Santo Domingo y se dio cuenta que había gente durmiendo al pie de la iglesia y junto al arco del mismo nombre. Se acercó y pidió un espacio para acomodarse. Los indigentes le ofrecieron cartón y una cobija. En los tres meses que durmió allí, Cristóbal dice que nunca pasó hambre, porque él ya estaba acostumbrado a la pobreza: “la gente llegaba con comida y presas de pollo…, que en mi casa casi nunca comíamos. Por las noches hacíamos fogatas y conversábamos; ellos fueron mi familia”.

Durante el día Cristóbal trabajó como ayudante de albañilería, mensajero, fue boxeador amateur, pero nunca dejó de pintar. Se instalaba en las plazas del centro y dibujaba lo que veía en las calles: rostros, paisajes, gente durmiendo en portones o a la intemperie y también turistas, que eran sus principales compradores. A los dieciocho o diecinueve años, cuenta que un turista, al que retrató, quedó impresionado con la velocidad de las obras que pintaba con las manos y le invitó a exponer en la galería privada El Greco de Nueva York. Desde ese momento, Cristóbal hizo su vida entre Ecuador y Estados Unidos, pintando cuadros en vivo y exponiendo en galerías de Los Ángeles, Dallas y otras ciudades.

La rapidez y la dactilopintura de Ortega Maila también atrajeron la atención de los medios en Estados Unidos. Programas como Despierta América, de Univisión, o el show de Don Francisco, en Telemundo, le han dedicado entrevistas y perfiles. Ha expuesto en galerías de Alemania, Austria, España, Francia… y en casi toda América Latina. Ha pintado al cantante ítalo-argentino Piero, a la española Rocío Dúrcal, al peruano William Luna y a la Nobel de la Paz Rigoberta Menchú. Además, le hizo un retrato al expresidente francés François Mitterrand, el cual fue entregado a su esposa Danielle, y un cuadro a Donald Trump, cuando el hoy presidente de Estados Unidos estaba a cargo de Miss Universo. Todo eso Ortega Maila lo tiene registrado en fotografías, que exhibe junto a certificados, reconocimientos y publicaciones de prensa, en su Templo del Sol.

Medios de Ecuador y el extranjero, como la Radio de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, El Comercio, Teleamazonas, Hoy Noticias del Perú, Primer Impacto de la cadena estadounidense Univisión, o instituciones como el Ministerio de Relaciones Exteriores del Ecuador (boletín 895), por mencionar algunos, han publicado notas informativas en las que se refieren a Ortega Maila como el ganador del Récord Guinness al pintor más rápido del mundo, una distinción que no existe, según me confirmaría semanas después, vía correo electrónico, la organización Guinness World Records North America.

La confusión se dio, me explicó Ortega Maila, cuando (no recuerda si fue en 2005 o 2009) le hicieron un video en el que pintó cien obras en formato A4, en una hora. El video se grabó en Los Ángeles, dice el pintor, y en él participaron también otros artistas, pero Ortega Maila nunca recibió ningún Guinness. Algunos medios, sin embargo, empezaron a llamarlo “el pintor más rápido del mundo”; otros dieron por hecho que había ganado el récord; y unos pocos, quizá auspiciados por la duda, han preferido omitir ese dato, aunque ninguno hasta ahora se ha animado a verificar e impugnarlo.

La etiqueta del “pintor más rápido del mundo” se hizo cada vez más popular en internet, se puede ver en decenas de sitios web y canales de YouTube, de donde seguramente la han tomado varios medios y periodistas. Se usa incluso como gancho comercial en el Templo del Sol, aunque nunca le he escuchado al pintor o sus guías explicar su procedencia a los turistas. Ortega Maila tampoco se ha preocupado por desmentirla, pero suele aclarar cada tanto, cuando se le pregunta por el tema, que el “arte no es velocidad”. Me lo dijo en 2016 y a finales de 2018, solo que él no recuerda la primera entrevista.

Ortega Maila en su cafetería-taller. Foto Xavier Gómez Muñoz.

III

En la historia del arte, el tiempo siempre ha sido una constante: los artistas se han preocupado por capturarlo, trascender en él, por hacer de su obra un espejo (de su tiempo) o por anticiparse (al mismo). La velocidad, sin embargo, no ha sido prioritaria. Antonio Gaudí le dedicó cuarentaitrés años a la construcción de la Basílica de la Sagrada Familia de Barcelona y no pudo verla terminada. Marcel Proust invirtió catorce años en escribir los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido. Leonardo da Vinci trabajó cuatro años en una de sus más famosas pinturas, La Gioconda.

En la novela La Lentitud, Milan Kundera escribe: “hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido”. Ortega Maila está consciente de esa relación y quizá por eso ninguno de los cuadros que pinta en alrededor de un minuto forma parte de las colecciones que expone en su Templo del Sol ni está en su libro de arte Retrospectiva, publicado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 2017.

Por el contrario ha sido su obra, digamos, menos comercial (o más demorada) la que le ha dado un lugar en el arte. Aquella está comprendida en seis etapas: una colección de carboncillos y óleos que trata sobre su infancia y su familia, llamada ‘Vivencias’. En ‘Hacia la luz’ se distinguen el indigenismo y la influencia del surrealismo sobre todo de Salvador Dalí. ‘Reencuentro’ transmite el color, los rostros y la alegría de las fiestas populares indígenas. ‘En peligro de extinción’ logra, con trazos borrosos y colores fuertes, mostrar la crudeza de la guerra y la destrucción del medio ambiente. ‘Rostros y ancestros’ es un encuentro con el cosmos y las culturas andinas. Y en ‘El despertar de los espíritus’, una serie de alrededor de ciento veinte esculturas, el artista plasma los rostros de guerreros y líderes indígenas del continente. “Es un homenaje a la resistencia”, dice, pero también la colección a la que le guarda más cariño: el resultado de “tres años esculpiendo piedra, de seis de la mañana a seis de la tarde, un trabajo muy duro”.

Ortega Maila ha recibido varios reconocimientos por su obra, reflejada en esas colecciones. Entre los más recientes están una placa en homenaje a su labor artística que le entregaron en el II Salón Internacional de Artes Visuales del Perú, en septiembre de 2018, y un reconocimiento a su “excepcional trayectoria” y por llevar el nombre del país a “diferentes escenarios culturales, permitiendo evidenciar su talento y herencia ancestral” que le otorgó el Parlamento Andino del Ecuador, en octubre del mismo año.

Durante ese último evento, sin embargo, Ortega Maila pintó un cuadro a toda velocidad para el público. Lo hizo frente a una cámara. Eso es parte de su trabajo, me diría unos días después, y “no me molesta, a donde he ido siempre he llamado la atención por mi rapidez y porque pinto con las manos”.

Ortega Maila pinta un paisaje andino en poco más de un minuto. Foto Xavier Gómez Muñoz.

IV

Cuando Ortega Maila no está recibiendo turistas en su Templo del Sol, exponiendo o en algún homenaje, se dedica a pintar y a esculpir. Está divorciado. Tiene cuatro hijos. Casi no dispone de tiempo para amigos ni para entrevistas y, aun así, a finales de octubre me dedicó un día completo a contestar preguntas y mostrarme una de sus propiedades.

Ortega Maila conduce un Toyota Fortuner negro por la avenida Panamericana, usa lentes oscuros Ray-Ban y un dije de la chacana o cruz andina le cuelga del cuello. En el camino hablamos sobre un viaje que hizo a Cuba para exponer su obra, junto a otros artistas ecuatorianos. Allí vio las diferencias entre “cómo viven los pobres y los funcionarios de alto rango” y se desencantó de la política, pero particularmente del socialismo. “Por lo menos los empresarios de la derecha –dice– saben lo que es trabajar y el estrés que debe ser tener que pagar un sueldo a los empleados, no es que solo viven del Estado”.

En el estéreo suena un disco de música instrumental andina y del retrovisor cuelga un atrapasueños hecho con plumas de colores. Ortega Maila no es un tipo religioso, pero sí alguien que cree en la “Pachamama”. Y esa es la razón por la que hizo su Templo del Sol junto a un volcán considerado “potencialmente activo”, en un “punto energético”, y a pocos minutos de Catequilla, un observatorio natural astronómico y sitio ceremonial preincaico, en la latitud 0°0’0”. Pero ese proyecto no está terminado, Ortega Maila está construyendo al lado un templo de la luna que todavía no sabe cuándo terminara. Así son sus obras, dice, no las piensa mucho, pero una vez que empieza sabe que algún día debe terminarlas. Los avances, eso sí, las actividades que realiza y los reconocimientos que recibe, los registra con la cámara de su teléfono y los promociona en redes. Ortega Maila administra una cuenta en Facebook y en Instagram, tiene una fan page del Templo del Sol con su respectivo canal de YouTube y está pendiente de los comentarios que hacen los turistas en Tripadvisor.

Pasado el mediodía hacemos una parada en la carretera. En un quiosco sin nombre, y con mesas colocadas sobre la vereda, Ortega Maila pide un plato con guatita, arroz blanco y huevo cocido, y pregunta por una empleada a la que conoce y no fue a trabajar ese día. Ortega Maila vive solo, rara vez cocina y come seguido en ese lugar. Mientras almorzamos, hablamos sobre el fin de semana anterior, cuando festejó su cumpleaños número cincuentaitrés. Un grupo de amigos a los que casi nunca ve por el tiempo que pasa en su trabajo, dice, llegaron sin avisar al Templo del Sol, y cantaron y bebieron hasta el amanecer. Después de almorzar, me pregunta si podemos hacer otra parada para comprar cerveza y hielo y, una vez que eso se termine, me invitará a probar una mezcla de licor artesanal y cacao, que le regalaron por su cumpleaños. Ortega Maila bebe, pero tiene una norma respecto a emborracharse, que seguramente tiene que ver con lo que vivió con su padre: “uno tiene que dominar al trago, y no dejar que el trago le domine a uno”.

Después de casi dos horas de viaje, y un par de paradas, llegamos a la casa de Ortega Maila, una construcción de tres pisos sobre un terreno de seis hectáreas, en pleno bosque nublado de Mashpi. En tono bromista, me dice que la costumbre de “dormir donde le coge la noche” la ha mantenido desde la época en que vivió en las calles. Solo que ahora él es dueño de tres propiedades: una junto a la casa donde nació, en Collacoto; el Templo del Sol donde ha instalado una habitación para descansar y pasar la noche; y la casa de Mashpi. El “Rey Midas de la pintura”, como lo llamó el periodista Damián De la Torre en una publicación del diario La Hora, convierte lo que toca en oro. Desde que abandonó la casa de sus padres, y a diferencia de lo que ocurre con otros artistas, dice que no ha vuelto a pasar pobreza, pues aprendió a vender su arte en las calles y en galerías de Estados Unidos, América Latina y Europa.

La casa de Ortega Maila tiene bebederos para colibríes en la entrada, troncos donde se posan a comer fruta todo tipo de aves multicolores, sillas de piedra que él mismo ha tallado y la cara geométrica de un puma en la fachada. Desde la tercera planta se ve el atardecer. Allí, lejos de la ciudad y sus ocupaciones, el artista ha instalado su taller de pintura. En sus ratos libres suele pasar largas horas en ese lugar, mezclando colores e intentando lograr un verde y azul intensos que solo ha visto en las aves. La última vez que lo vi, el mal llamado “pintor más rápido del mundo” trabajaba, sin éxito, en aquello. Pero no parecía preocupado. Después de todo, él sabe que el arte no se hace en un día.

O quizá solo a veces.

En la casa de Mashpi. Foto Xavier Gómez Muñoz.

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