Un gran porcentaje de la economía de EE.UU. depende de la mano extranjera, siendo la población latina la que más prolifera y trabaja. Si sacaran a todos los latinos del país ¿quién lavaría los platos? ¿quién los serviría? o mejor: ¿quién haría lo que los blancos no quieren hacer?
I
En este momento son las 3 de la tarde de un sábado de agosto y voy llegando al Internacional Cuisine, un restorán ecuatoriano en la calle East Lake de Minneapolis, en el estado de Minnesota. En 24 horas más me habré pasado 15 de esas horas lavando platos, pero ahora no tengo ni los brazos entumecidos ni los dedos arrugados ni la espalda tensa ni estoy hediondo a grasa. Es mi primer día en el trabajo que haré durante un mes, a 10 dólares la hora, y estoy contento porque insistí mucho para poder entrar.
He hecho trabajos parecidos antes. He sido lavaplatos, repartidor, cajero y hasta cocinero en una pizzería de Santiago de Chile, mi ciudad de origen. Me he paseado por Puente Alto, al sur de la capital, pegando publicidad de Redbank en las casetas para renovar el permiso de circulación. He sido mesero en un bar de Vitacura, el barrio más adinerado de Chile. Vendí revistas en el Estadio Nacional. Escribí crónicas de partidos de una liga de fútbol amateur. Hasta fui periodista de un diario gratuito. Y trabajé tres años seguidos en tres fondas de Santiago durante las Fiestas Patrias, días enteros a todo sol con la cabeza metida en el saco de carbón.
Ese es mi currículum, y aunque todo eso esté muy lejos y aquí a nadie le importe, lo repaso en mi mente para darme confianza. Me imagino a Arturo Vidal debutando en el Barcelona. Lo veo caminando por primera vez, a través del túnel que lleva al césped del Camp Nou, presto a demostrar su talento. Yo vengo a demostrar por qué merezco quedarme con el puesto de lavaplatos, que es lo que (casi) todos los latinoamericanos hacen cuando llegan a trabajar a Estados Unidos.
II
El Messi del restorán se llama Eduardo y es un ecuatoriano bajo y moreno, con una cara atractiva de inca. Él es el cocinero principal. Tiene 33 años, llegó a Estados Unidos hace 14 o 15 -duda al contar- y cruzó caminando la frontera por el desierto de Arizona adherido a un grupo de más o menos 20 personas. De ahí voló a Minneapolis porque tenía familia. Desde entonces, ha trabajado en cocina y, el pasado mes de junio, se hizo socio de otros dos ecuatorianos para administrar el restorán que me contrató como empleado.
A Eduardo lo ayuda Óscar, también ecuatoriano. Es flaco, un poco más bajo que Eduardo y también moreno. Tiene 20 años y llegó cuando tenía 16. Entró a la escuela pública, pero dice que no le servía de nada. Como no sabía inglés, los compañeros no le hablaban y entendía poco en las clases. Al año dejó la academia para trabajar y poder tener plata, así que eso es lo único que hace: se levanta a las 5 de la mañana, va a trabajar al centro de la ciudad hasta las 14.30 y, a las 15, empieza su turno en este restorán. Todos los días. “Al final te acostumbras”, dice.
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III
Yo no estoy acostumbrado. De hecho estoy nervioso.
Me explican rápidamente cómo funciona la máquina lavaplatos, me muestran dónde van los platos y las ollas, las sartenes y los cucharones y las cucharas de palo, me muestran el frigorífico gigante al que tendré que ir a buscar cosas “por si estamos ‘busy’”, y bueno, vamos a darle: estamos listos, es mejor que te pongas el delantal para que no te ensucies con grasa, dale, se nos viene, vamos a bailar.
Llegan las sartenes y tengo que limpiarlas con una pistola de agua que cuelga del techo de donde estoy y les disparo y les quito los restos de comida y las meto al lavaplatos y presiono el botón de lavar y vienen más sartenes y más ollas y lo limpio todo con la pistola y la máquina termina de lavar y abro la puerta y me quemo la cara con el vapor y me quemo los dedos con el agua caliente y me quemo los brazos con las sartenes y me resbalo en el piso mojado.
Ahora vienen los platos todos con sobras de comida y servilletas hechas pelota y malteadas a medio terminar y arroz y kétchup por todas partes y todo a la basura y enjuago los platos con la pistola de agua y todos a la máquina y enciendo la máquina y termina la máquina y abro la puerta de la máquina y me vuelvo a quemar la cara con el vapor de la máquina y me vuelvo a quemar los dedos con el agua caliente y me vuelvo a quemar los brazos con las sartenes y me vuelvo a resbalar en el piso mojado.
Paro un rato a comer: seco de carne con arroz graneado o bandeja paisa o patacones o lomo salteado, humitas o guatitas, cualquier cosa del menú. Pero la máquina no para. Vuelvo al trabajo y ahí vienen más sartenes, ya las reconozco por las manchas que tienen, hay una que parece un avestruz, hay otra que está toda rayada, hay otra que está chueca por el uso y los cambios de temperatura y ahora tiene cinco puntas como una estrella y me siento orgulloso porque la máquina no me pilla y llegan cosas y yo sigo lavando y lavando sin parar.
Pero de repente dejan de llegar cosas.
Y entonces los miro. Los miro a ellos, cocinando, moviéndose en tres metros cuadrados entre los hornos y los platos y la comida como haciendo una coreografía que ya se saben de memoria y casi a la perfección, todo al ritmo de la bachata que sale por el parlante inalámbrico. Un baile por la supervivencia en un país cada vez más hostil para con la inmigración. Ahí están ellos, luchando en el último engranaje de esta rueda inmensa que no se detiene nunca y que se llama Estados Unidos, primera potencia mundial.
IV
“¿A qué hora cierra la cocina?”, pregunto, y me avergüenzo. Ellos me miran. “Ya deberíamos cerrar”, dice Eduardo. “Pero quiero seguir cocinando”.
Yo no quiero lavar más. Pero ahora viene la última ola de trastos sucios y friego y limpio y meto y saco de la máquina y me quemo y siguen llegando trastos que se acumulan en el lavaplatos.
Uno a uno voy sacando el trabajo y cuando termino es casi medianoche, tengo las manos adoloridas, huelo a irremediable grasa y toda la cocina está limpia.
¿Este es tu primer trabajo aquí? -me pregunta Eduardo.
Sí –respondo.
Él se ríe.
¡Bueno, así es esto! ¡Bienvenido a Estados Unidos!
Yo me río. Gané, aunque me siento como un gato mojado y atropellado. Mañana serán 7 horas más en el ruedo.