¿Cómo sobrevivir a un Republicano Fanático? Un argentino nos cuenta.
Eran las últimas horas del domingo. En el escenario del Casbah, un boliche punkrocker en San Diego -que tomó su nombre del clásico de The Clash-. Tocaban los Naked Raygun, una banda de punk proletario de finales de los ochentas. Afuera, la luna teñía de rojo sangre la noche californiana. El satélite, la tierra y el sol ya estaban casi alineados: se avecinaba un eclipse total.
En lo que a mí respecta, aquel fenómeno poco me importaba. En ese momento estaba más preocupado por tratar de convencer a Kate, una hermosa yanqui, de que se quedara un rato más conmigo. La conocí en la barra, mientras tomaba una cerveza bastante berreta. Tenía el pelo increíblemente negro y unos enormes ojos verdes. El brazo tatuado le daba cierto aire rocker, sin embargo, llevaba puesto un vestido corto que no puedo describir pero que me sonaba a mexicano o a colonial o algo así. No hubo forma. Su amiga estaba ebria y ella tenía que manejar al otro día hasta Los Ángeles. Me ofreció vernos en otra oportunidad si alguna vez iba a su ciudad. Qué forma elegante de deshacerse de mí. Ella sabía muy bien que en algunas horas me iba a Tijuana y que nunca me volvería a ver. Lo cual era, en mi opinión, lo más emocionante del asunto.
Los Naked Gun sonaban mal, a diferencia de las dos bandas anteriores que me habían gustado bastante. Así que sin chica y con el recital casi terminado decidí ir a otro lado, cambiar de ambiente.
A pocas cuadras estaba el Waterfront, un típico bar de deportes en el que ya había estado la noche anterior. Claro que en esa oportunidad era sábado y por eso había tanta gente y música y licor. No esperaba la misma situación, pero no era muy tarde y al otro día tenía que dejar la ciudad, así me convencí. Me acerqué a la puerta y me dispuse a buscar mi documento en el bolsillo, pero el tipo deseguridad, con un gesto de manos, me indicó que no era necesario. «Argentino, you can come in» me dijo.
Adentro, efectivamente, no había mucha gente y el ambiente estaba muy tranquilo, la música sonaba más bajo que la tele. Ya en la barra, pedí un Jameson con Ginger Ale y hielo. A esta altura el eclipse ya había terminado y yo me encontraba bastante borracho. A mi derecha dos gorditas charlaban animadamente, una estaba en peores condiciones que yo. No tardaron en advertir mi condición de extranjero. La más intoxicada de las dos me propuso un brindis, al cual accedí y en el que, a causa de su efusividad, perdí la mitad de mi bebida. La otra se disculpaba entre risas y se ofreció a pagarme otro trago. Le dije que no era necesario y me concentré en el partido de fútbol americano que reproducía un enorme televisor al otro lado de la barra. Atlanta le ganaba a Dallas, o eso me pareció.
Iba por mi segundo whisky cuando una voz grave violó mi introspección: “Is there any acción in the game?” Miré a mi derecha y lo vi encorvado sobre su vaso que parecía diminuto en su enorme mano. Era un hombre robusto, entrado en los cincuenta. Vestía una camisa blanca abierta hasta el tercer botón, pantalones de jean azul oscuro y zapatos marrones. Peinaba una cabellera blanca en la que se podía descifrar un pasado rubio o al menos castaño. Sumamente prolijo y afeitado, tenía la papada y todo el contorno del cuello anaranjado, un poco por el sol pero más por el alcohol. Por su tamaño le hubiera creído que era un ex Marine, pero estoy casi seguro de que no era el caso.
Me preguntaba si pasaba algo en el juego. En mi pésimo inglés le respondí que en realidad no entendía del todo ese deporte. «Soy argentino», le expliqué, tratando de excusar mi ignorancia. Al escucharme pronunciar mi país de origen el tipo se mostró exultante y en un movimiento torpe y pausado acercó su banqueta a la mía. «¿Por qué no lo dijiste antes?», me reprochó, siempre en inglés. Por debajo de su camisa sacó una enorme cruz de plata que colgaba de una pesadísima cadena de eslabones anchos. “The pope”, exclamaba mientras revoleaba por el aire el crucifijo.
Se presentó como Mike. Me preguntó si había estado en Washington, en donde el papa había aterrizado hace unos días. Le dije que sí, pero que solo había estado ahí por coincidencia, que no había ido por la visita del papa, que de hecho me importaba poco. Se mostró intrigado e inició un pequeño interrogatorio. Le conté a lo que me dedicaba en Buenos Aires, le dije que había renunciado y que ahora solo estaba viajando. Cuando yo quise saber qué hacía para vivir me respondió que era mejor que no lo supiera, y ensayó una mueca extraña, como dándose aires de misterio. No le di importancia, de hecho me importaba tres carajos, solo trataba de ser cortés.
Era ya lunes y las gorditas se habían ido. Quedábamos pocas personas en el lugar. El barman le explicaba a un cliente que, además del eclipse, la luna se veía más grande porque estaba en su punto más cercano a la tierra. Mike seguía contándome sobre su ferviente catolicismo y, también, a propósito de su jactancioso sentido de la patria. Yo me mostraba cada vez más reacio a responder sus preguntas. Seguramente lo notó, porque, un poco disgustado, sacó de su billetera una foto de una mujer. «Esta es mi hija, no soy un maricón», me aclaró. «Ya lo sé, no hace falta que lo expliques», le respondí, aunque en realidad yo no lo sabía.
En cierto punto de la charla le di mi opinión sobre el papa. Creo que eso fue lo que desencadenó su reacción. Fue estupendo. Era mi última noche en los Estados Unidos y este enorme elefante blanco me iba a permitir ver el rostro más oscuro y deplorable de la súper potencia. El cual se mostraba oculto para mí, hasta ese momento, ya que todos, en mis tres semanas de estadía, me habían tratado con extensa amabilidad.
Le dije que para mí Francisco seguía siendo Jorge Bergoglio y que el hecho de que un grupo de cardenales lo hayan designado en sus nuevas funciones no me significaba nada. Le expliqué que para mí el papa argentino era solo una pieza en un plan más grande, que pretendía, entre otras cosas, limpiar la imagen de la iglesia católica, manchada por los escándalos de abusos sexuales a menores de edad y corrupciones políticas y económicas.
– No es que tenga una opinión cerrada y profunda sobre el tema, sin embargo, a grandes escalas, eso es lo que pienso.
Se quedó callado. Al cabo de unos minutos me miro y sonrió. «Es muy bueno todo el numerito de Al Pacino que estás haciendo. Puedes engañar a todos en este antro, pero no a mí. You are full of bullshit», dijo. Me reí y le di otro sorbo a mi Jameson. Pero el dichoso elefante no había terminado: «You must be loaded», ironizó mientras se golpeaba el bolsillo de la billetera.
«Apuesto a que ni siquiera tienes visa», remarcó. Poco a poco, lentamente, como una cucaracha que sale de su escondrijo durante la noche, se fue revelando. La amabilidad y el protocolo se habían terminado. Casi podía sentir cómo sus glándulas incrementaban la producción de adrenalina. Respiraba con dificultad y apretaba el vaso. Mike sentía una pasión inocultable por el racismo y la xenofobia. El tipo estaba listo para pelear, solo esperaba un mínimo gesto o mensaje de mi parte. Se trataba de un republicano de derecha cristiana ultra conservador. Con todos sus tics y estereotipos.
Desde la otra punta de la barra unos flacos nos miraban, intuían que algo pasaba. El furioso republicano se me acercó un poco más y me dijo al oído: «you know? I killed a mexican once». «Así es, soy un asesino», terminó y me miró desafiante. No estaba asustado, pero sabía que tenía todas las de perder. El tipo me sacaba varias decenas de centímetros y más de treinta kilos, me hubiera arrancado la cabeza si le hubiera dado la oportunidad. Apuré mi trago y mientras pagaba le dije que no quería tener problemas, que solo iba a pagar mi cuenta y seguir mi camino.
Me siguió con la mirada hasta la puerta y me advirtió: you better watch your words. Claramente no fue una de las mejores noches, me quedé sin la chica y no le gané al malo, pero en retrospectiva fue bastante divertido. Por suerte en el hostel todavía estaban despiertos, los buenos americanos me invitaron a varias cervezas. Hablamos del súper eclipse y profundizamos en otras pavadas.