Sentarse frente a casa y esperar.
En La Habana la vida trascurre sin ninguna prisa.
Hay tiempo de sobra para mirar, dialogar, fumar y hasta para sonreír a una cámara fisgona. A los habaneros les gustan las fotos. Una vez una mujer me pidió que le sacara una. Dijo que era la única manera en la que ella podría llegar a viajar, una manera fácil de escapar.
En La Habana cada fachada es un marco perfecto para circunscribir cualquier situación. El paisaje es en sí mismo un camino y cada sombra un universo. Las texturas de sus paredes y veredas, los colores vivos y bailarines de sus añejísimas y sentimentales construcciones, la incansable variedad de tonos de piel, los rostros sigilosos y alegres, las miradas dulces o dubitativas y el desordenado tufo a café, a ron, a pizza, a humanidad.
Estos cuadros son una muestra del tiempo que no transcurre. De la melancolía. Del azar. Los objetos que parecen abandonados están tan vivos como sus dueños. Tres bolsas colgadas, secándose, esperando otra oportunidad para ir al mercado, un botellón de agua a medio llenar, tabacos y cigarros consumidos por la suave humedad de los labios, breves resacas que son auténticas historias y el sol que no para de abrasar.
Me gustan esas miradas fijas y también esas miradas perdidas, esa conciencia extendida de que en la ciudad nada pasa inadvertido. Me encanta eso que se ve adentro de sus casas, esa intimidad que se alcanza a develar en la imagen de un santo yoruba, en una silla de ruedas, en una aislada canasta con frutas, en una cubeta de huevos. Me fascinan esas escaleras que nunca se sabe hacia donde van. En suma, La Habana es una gran casa que atesora, en cada rincón, secretos que ni ella misma sabe que debe custodiar.
Dahian Cifuentes