Entre la cultura y el crimen
Todos los domingos, en lugares aislados del sertão nordestino, hombres y gallos se lanzan al vértigo de la violencia y del juego. Una diversión que oscila entre lo poético y lo sádico.
Traducción: Carlos David Suárez.
Son aproximadamente las siete. Desde la ventana del carro en una carretera de tierra del municipio de Buíque, en el estado de Pernambuco, logro ver un grupo de muchachos sonrientes, reunidos frente a una fonda ubicada al lado de un pequeño templo de la iglesia “Asamblea de Dios”. Mi guía, quien conduce el carro, me cuenta emocionado que la pequeña iglesia fue construida por su padre hace treinta años, tiene ochenta miembros y “ha sido una bendición para la comunidad”. Casi frente a la iglesia, uno de los muchachos llama mi atención. Riéndose y gesticulando, carga una maleta terciada, del tipo “canguro”, de esas para bebés, pero en lugar de un niño lleva un gallo. La maleta, aparentemente artesanal, tiene una tiranta que sujeta el ave a sus espaldas. Al vernos cruzar la calle para estacionar al frente, los rostros de los muchachos cambian. Somos seguidos por miradas desconfiadas. Vamos a una pelea de gallos.
En Buíque, a pesar del tiempo cerrado y húmedo, no ha llovido recientemente. Sin embargo, de seis meses para acá cayó agua suficiente para hacer progresar los cultivos de maíz y fríjol. Un alivio para esta población que hace un año estaba en la lista de los municipios en situación de emergencia debido a la sequía que ya es considerada la mayor del siglo. A pesar de que el fantasma del estío aún ronda en muchos de los municipios vecinos, la ciudad es por lo general privilegiada en el invierno, los días son más fríos y lluviosos de lo que es común en el clima semiárido. Probablemente colabora la altitud. Buíque está en una de las regiones más altas de Pernambuco, a 800 metros sobre el nivel del mar. Queda a 300 kilómetros de la capital y es conocido por dividir agreste y sertão[1]. Una frontera tan difusa como la frontera entre cultura y crimen en el certamen que está por comenzar.
La condición para poder estar en este escenario envuelve no revelar nombres ni el lugar donde van a suceder los preliminares de un torneo de peleas de gallos. Mi presencia ya ha causado bastante incomodidad. Hasta la noche pasada, la expectativa era que el evento fuera cancelado por mi culpa. “Fue difícil convencerlos de que no eras un policía de la CIOSAC – pero ellos están ahí, vamos a ver si no te van a dejar trabajar” –dijo el guía sonriente desabrochándose el cinturón de seguridad. CIOSAC significa Compañía Independiente de Operaciones y Supervivencia en Area de Caatinga. Se trata de un servicio de operaciones policiales que opera en la región del sertão y que el gobierno actual pasó a denominar Batallón Especializado de Policía del Interior (BEPI).
Así que continuamos por la carretera de tierra en dirección a la fonda. Oigo disminuir el volumen de las charlas y toda nuestra atención es capturada por el canto de algunos pájaros silvestres que se encontraban en jaulas colgadas en las paredes del local.
Saludo, en vano, a todo el mundo: para un sertanejo[2] desconfiado el forastero puede tener tanta importancia como el suelo que se escupe. Es como si se tratara de una brisa pasándole al lado. Mi guía apunta hacia su tío, el organizador (voy a llamarlo así de ahora en adelante) del evento está en el ramo de las peleas de gallos y del contrabando de pájaros silvestres desde hace mucho tiempo.
Un tipo delgado, de unos 35 años, mestizo, de baja estatura y de ojos atentos, grandes y negros bajo la visera de su gorra roja desteñida, usa una camisa polo azul con las solapas levantadas. Me aproximo y me presento formalmente. Él, a su turno, abre una sonrisa alicorada y casi tímida. La boca apenas sí se le abre para decirme que entiende mi trabajo pero que no puede confiar en todo el mundo. “En este mundo hay mucha gente mala. Caras vemos, corazones no sabemos”. Mientras conversamos, algunos de los muchachos se aproximan, y en pocos minutos estamos cercados por ellos. Era necesario ganarse la confianza en ese momento y nada de lo que yo decía parecía funcionar. Mi última carta fue abrir la mochila y sacar unas fotografías que había realizado en otros lugares, también restringidos, como mataderos públicos y algunos burdeles. Las fotografías pasan de mano en mano y la curiosidad de todos sobre la forma en que las conseguí se convierte en mi pase de ingreso. El Organizador, más tranquilo, acordó dejarme fotografiar no sin antes recomendarme no hacer muchas preguntas, “las personas no te conocen. Cuidado para donde apunta esa máquina”. De hecho, si las personas no me parecían amenazadoras, determinadas situaciones sí podrían llegar a serlo. Recientemente, en esta misma región, cuatro hombres fueron asesinados a bala y otros cuatro quedaron heridos como consecuencia de una riña.
Una vez dadas las debidas recomendaciones, el Organizador me extiende la mano y, al apretarla, mágicamente, las conversaciones vuelven al volumen normal.
Salí de la fonda con dos jóvenes haciéndome preguntas sobre algunas de las fotos. De repente me llamaron con un toque en la espalda. Era el muchacho del canguro. Me convida un cigarro y gentilmente me ofrece fuego mientras se presenta. “La gente acá me llama Gallego y este de acá es el Bin Laden. Este gallo es campeón, puede sacarle una foto ¡está invicto hace ya tres peleas, y hoy mata a otro!”, dice, estirando el índice hacia abajo, con el gallo ya suelto en la arena. Por un instante, todos paran para ver el gallo que desfila en el suelo de tierra roja, como parte de su piel que, despelucada en las patas, exhibe un tono vivo en contraste con el plumaje predominantemente negro con manchas blancas. Patas amarillas, firmes a cada paso. Bate las alas con fuerza y, como si estuviera a punto de concluir su presentación, suelta su canto alto y ronco. Realmente pareció ensayado y soltamos algunas risas. En este momento apareció el Organizador avisando que ya estábamos en la hora de irnos.
Hasta hoy no existe en Brasil una legislación específica para la cuestión de las peleas de gallos. Solamente al final de los años 1990 las peleas de gallos pasaron a ser idiosincráticamente consideradas (inclusive por el Supremo Tribunal Federal – STF) como un acto criminal, según el artículo 32 del Código Ambiental (No. 90605-98, del 12 de febrero de 1998). Sin embargo, cuando los contextos cultural, natural y ambiental se chocan en el país, los resultados pueden ser pintorescos: en 1961 una de las mayores operaciones de represión contra las peleas de gallos confiscó en Belo Horizonte 54 gallos que acabaron muertos, asados y servidos a los 38 contraventores presos durante la acción. Entre los gallos estaba Fidel Castro, “importado de Cuba por 20 mil cruzeiros”, y que era –así como Bin Laden- el gallo campeón más famoso de Minas Gerais. El evento llamó tanto la atención que acabó en la primera página del periódico O Globo del 2 de agosto de 1961, y dejó clara la atención privilegiada que el recién posesionado Janio Quadros otorgaba a las peleas de gallos. Su decreto, que las prohibía (entre otras cosas, los biquinis, por ejemplo), fue revocado menos de un año después por el gobierno parlamentarista de Tancredo Neves. Éste, inclusive, fue obsequiado con un gallo de oro por parte de un grupo de gallistas (aunque no consta nada sobre la cuestión de los biquinis).
Más recientemente, en el 2016, el Supremo Tribunal Federal deliberó sobre la cuestión de la Vaquejada – una práctica típica del noroeste brasileño en la cual dos vaqueros montados a caballo tienen que derribar un buey jalándolo por la cola-, y se trabó una polémica enorme en la que se pretendió acabar con esta actividad al ser declarada inconstitucional por el Poder Judicial y, al mismo tiempo, era transformada en patrimonio cultural brasileño por el Poder Legislativo. El choque de trenes entre los dos Poderes continúa igual hasta hoy, con prohibiciones aquí y cauciones que permiten su práctica acullá.
Finalmente, este año será juzgado por el Supremo Tribunal Federal la Recusación Extraordinaria No. 494.601 del ministerio Público de Rio Grande del Sur, que considera inconstitucional una ley de este Estado en el que se autoriza el sacrificio de animales en rituales religiosos de creencias de matriz africana. El Tribunal de Justicia de Rio Grande del Sur sostiene que la ley es constitucional. Activistas y entidades que luchan por los derechos de los animales piden el fin de las muertes de animales en rituales religiosos. Y los adeptos a las religiones de matriz africana observan todo este devenir, atónitos, al constatar, una vez más, las amenazas en contra de sus costumbres y tradiciones. A pesar de que la acción instaurada hace referencia a una ley del Estado de Rio Grande del Sur, la decisión tomada por el STF tendrá validez para todos los Estados del país.
Muy a pesar de lo que estas leyes representan, hasta cierto punto, tentativas de construcción del estado-nación orientadas por valores sociales de corte capitalista – industriosos, urbanos y civilizatorios- traen consigo otros abordajes tanto en relación a lo social y lo económico, como a la cultura y, por consiguiente, cargan también formas de sensibilidades. La cuestión que queda abierta es ¿cómo relativizar cuando la llamada “cultura” es considerada jurídicamente fuera de la ley y moralmente inaceptable por quienes conforman una buena parcela de la población?
El grupo sigue adelante junto al Organizador que camina contando el fajo de billetes de las apuestas. El “baile” –el nombre que ellos le dan a la pelea- está montado en otro patio que funciona en la casa del primo de mi guía. Yo, el Gallego y Bin Laden, quedamos atrás. El Gallego, que mal debe haber cumplido los 25 años, es un muchacho fuerte de piel bronceada y cabellos castaños en la raíz y cobrizos en las puntas, fenómeno típico de la exposición al sol y que, probablemente, es la causa de su apodo[3]. Los ojos profundos, casi verdes, pasarían la sensación de una ingenuidad infantil si no fuese por un cierto enrojecimiento característico de la virilidad de los hombres acostumbrados a la vida en los rincones aislados del interior del noroeste. Esta característica se materializa en los movimientos agresivos y en la voz alta y grave, aunque levemente insegura siempre que se dirige hacia a mí. Mezcla un acento muy nasalizado y jergas paulistanas pasadas de moda, aprendidas durante un periodo que pasó en São Paulo trabajando en la construcción civil. Una experiencia que dice no querer repetir. “Trabajaba mucho, ganaba poco. No vivía bien en la ciudad”.
El Gallego cría gallos de pelea desde que era pequeño, pero en los últimos días, por falta de tiempo, no ha sido el responsable por el entrenamiento de Bin Laden. La preparación del gallo, que envuelve dieta balanceada con vitaminas y suplementos específicos, ejercicios para el fortalecimiento de alas, piernas y, principalmente, del pecho y la región muscular de la columna vertebral, quedó a cargo de un vecino pagado con parte del dinero obtenido en las apuestas. No obstante, el Gallego afirma que va a visitarlo todos los días.
– Pero, ¿y si Bin Laden muere hoy? – pregunto
– No quiero pensar en eso- responde seco, acariciando al gallo con la ternura de quien acaricia un hijo.
La respuesta áspera revela por la primera vez una ansiedad disimulada. Estaba ansioso, tanto por colocar la vida de su estimado gallo en riesgo, cuanto por la apuesta que estaba en 400 reales, una cuantía relevante comparada con lo que recibe por una semana realizando pequeños trabajos como ayudante de albañil y jornalero. Ganando hoy, el Gallego garantiza el mercado de la semana y una noche de farra.
– Hoy no vamos a hacerle hasta la muerte. Son dos aguas nada más. Si le dan al ojo o se cae el pico paramos – añadió en tono más bajo, en un esfuerzo extraño de preservar al gallo de la indiscreción de su interlocutor.
Las “aguas” son intervalos: cada “agua” dura 25 minutos. Aunque se acostumbra que las peleas terminen dentro de ese período, no es raro que duren más. Culturalmente, las peleas más demoradas son una preferencia por aquí. Esto las diferencia bastante de la cultura tradicional de la América Central y del Norte, de Europa Occidental, Balí, etc., donde las peleas son cortas -a veces duran segundos-, gracias a las espuelas artificiales que tienen forma de agujas o navajas. En una lucha más prolongada, como son estas a las que nuestros gallistas están habituados, parece predominar el imaginario que da énfasis a la calidad, bravura y coraje de los gallos –y por consiguiente de sus dueños-, mientras que las peleas más rápidas, como las mexicanas o las balinesas, por ejemplo, están asociadas a lo imprevisible, o sea, a la suerte.
Tras la primera “agua”, los gallos toman un baño frío, descansan 5 minutos y regresan para la segunda “agua”. Las otras reglas son definidas por acuerdo entre los participantes antes de comenzar la pelea. Según parece, perder un ojo o el pico son los motivos comunes para interrumpir el baile.
Seis o siete personas, además de las cinco que llegaron antes, estaban esperándonos cuando entramos al patio. Pasamos por la pequeña casa de ladrillo de arcilla del anfitrión, y llegamos a un patio amplio, en los fondos, rodeado de catingueiras, juremas y angicos. El horizonte es interrumpido por las mesetas y colinas del Parque Nacional del Valle del Catimbau, y más adelante se levanta de la espesura del monte la “Sierra del Pico” – una montaña puntiaguda que, según varias personas, está embrujada.
El baile está montado en medio del patio, bajo un árbol de algarrobo. Es improvisado con una estructura circular, probablemente de una piscina de plástico forrada con forros viejos de sofá, toda remendada. Las manchas de sangre seca llaman la atención que luego se desvía hacia una estructura de ladrillo de dos pisos que sirve para abrigar a los otros gallos de pelea que pertenecen al dueño de la casa. Con poco más de un metro y medio de altura por dos y medio de ancho, más o menos, está dividida en seis compartimentos –tres encima y tres abajo- y dentro de cada compartimento un gallo diferente. Uno de ellos será el adversario de Bin Laden.
Poco a poco llegan más personas –las motos comienzan a tomarse la entrada de la casa -, y ya es posible contar algunas decenas de hombres. La única mujer es la dueña de la casa. Joven, cercada por dos niños, uno de dos y otro de tres años, además de un bebé en brazos. Está de pie bajo el marco de la puerta del fondo; mira con desaprobación pero no osaría interferir. Al fin de cuentas, guardadas las proporciones, sería como irse en contra del fútbol. Esto porque las peleas de gallos, en la región, son tan comunes como el fútbol del domingo en todo el país.
A esta altura el Gallego y yo nos separamos para reencontrarnos apenas cuando llega el momento de armar a los gallos. Uno de los momentos más chocantes fue ver serrar a sangre fría las espuelas naturales de Bin Laden para ponerle otras artificiales: un plástico duro y suficientemente afilado apto para su mortífera finalidad. Realizada con naturalidad, con una sierra manual y sin cualquier preocupación con la herida –sólo la fricción de una suela de zapato para detener el sangrado-, la mutilación no llevó más de diez minutos y Bin Laden, que ni reaccionó, quedó listo para entrar al baile.
Uno de los espectadores se ofrece de juez y saca su Smartphone para cronometrar la batalla y definir las reglas: pierde inmediatamente el animal que tenga el ojo herido, el pico o una pata rota. Pierde el humano que interrumpa, toque a los animales o invada el baile. Los gallos son colocados frente a frente, sujetados por sus dueños. Bin Laden hace justicia a su fama y acepta la pelea tan pronto es encarado, una abrupta tentativa de ataque hace que el Gallego tenga dificultades para sujetarlo. La actitud del gallo entusiasma a los espectadores.
Finalmente, sueltos al baile, erizan las plumas del pescuezo y comienzan a estudiarse. Saltan el uno sobre el otro, vuelan plumas, estallan los primeros contactos. A pesar de que las embestidas de Bin Laden son más violentas, su adversario posee excelentes reflejos que usa para esquivar y buscar enseguida el contraataque. Pero la instintiva estrategia defensiva no funciona por mucho tiempo. Hacia el tercer minuto Bin Laden consigue una ventaja acorralando al adversario y con una secuencia de tres golpes hiere el ala izquierda del dueño de casa que, al saltar para librarse de la trampa, casi sale de la pelea. Las primeras gotas de sangre comienzan a salpicar la arena.
A cada acierto de Bin Laden el Gallego vibra exageradamente, repitiendo siempre la expresión “¡Vamos mi gallo, déjalo tragando!”. ¿Tragando? El grito del muchacho, que ya se volvió motivo de chiste entre los más socarrones, sólo tuvo sentido para mí al final de la primera agua. Contrariando todas las expectativas para esta pelea, los dos gallos aguantan los primeros 25 minutos. Como los golpes que intercambian los gallos alcanzan invariablemente la región abdominal, la sangre puede congestionar el esófago de las aves y hacer que se atoren. Por lo tanto, quedan “tragando” la sangre. Uno de los procedimientos del intervalo, además del baño y el cuidado de las heridas, es soplarle el pico al animal y echarle agua garganta abajo, o ponerlo patas arriba y sacudirlo levemente con el fin de hacerle expulsar la sangre que eventualmente pudiera estar atascada en la garganta.
Tras los primeros 25 minutos Bin Laden parece estar cansado. Al regresar al baile continúa golpeando a su oponente, con fuerza. Cada golpe va confirmando su fama y atizando a los espectadores –lo que parece estresar aún más a las aves. Sin embargo, ocurre una revirada: cuando se pensaba que la pelea estaba ganada, el gallo de la casa lanza un golpe que golpea en pleno la cabeza de Bin Laden. En este momento estoy tan cerca de la pelea que una gota de sangre salpica el lente de mi cámara. El revés de Bin Laden inflama a los seguidores contrarios. Comienza el griterío. Continuo fotografiando, esperando que la pelea termine ahí, pero Bin Laden esboza una reacción y retoma el control del combate. Preocupado con la posibilidad de que la sangre, al secarse, damnifique el lente, resuelvo salir del ruedo y buscar algo para limpiarlo. Desde fuera veo al Gallego, absolutamente inmerso; el sudor le escurre de la frente como si fuera él quien llevara treinta minutos luchando como un gladiador. Nada lo desconcentraría. Sus piernas y manos temblaban. Era la segunda señal de su ansiedad.
Apenas conseguí limpiar el lente y fui sorprendido con otro griterío repentino. ¿Venció Bin Laden? Tamaña era la algarabía que con dificultad pude levantar la cámara por encima de los alborozados espectadores con el objetivo de conseguir una foto del gallo victorioso. Enseguida percibí que no se trataba de un festejo sino del comienzo de una riña. El juez había anulado la victoria de Bin Laden, que hirió de muerte a su adversario con una picoteada en el pescuezo.
La tercera señal de ansiedad del Gallego le costó el dinero de la apuesta y podría haberle costado más. Según lo que gritaba el tipo que hacía de juez, el Gallego habría colocado el pie en la arena del baile antes de haber sido decretado el fin de la pelea. Esto lo irritó tan profundamente que se fue encima del juez, quien sólo necesito de algunas palabras para aquietarle los bríos. “Aquí hay mucho puñal. Si así es que quieres, así va a ser”.
El Gallego no se fue con sus 400 reales. Contrariado pero consciente de que no valdría la pena insistir, no sin arriesgarse a perder algunos dedos, envolvió a su gallo en el canguro que inmediatamente se manchó con la sangre del animal. Como forma de apaciguar los desentendimientos, el Organizador resolvió devolverle el dinero que había apostado. Una buena oportunidad para intentar disminuir las pérdidas, ahora como apostador, en una pelea que va a comenzar dentro de pocas horas en una finca de los alrededores. No pude acompañarlo esta vez. Antes de subir en la parrilla de la moto y desaparecer en la polvareda de la carretera, me ofreció un cigarrillo más, lo encendió y se fue.
Dos días después supe que Bin Laden había sido vendido al dueño de una red de gasolineras que también es concejal de un municipio vecino. La figura habría desembolsado 1500 reales por el ave. En estos momentos, el gallego está preparando otro gallo para el campeonato que comienza en agosto. Aún está buscando nombres de terroristas para bautizar a su nuevo compañero.
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[1] N.T. Agreste y Sertão son dos categorías geográficas brasileñas que designan biomas del noroeste de este país.
[2] Habitante del sertão.
[3] N. T. En el noroeste brasilero, a las personas de piel y cabellos claros se les llama “gallegos”.
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