Lo invisible o insignificante para Occidente puede ser extremadamente importante en Sáhara Occidental. Presentamos una pequeña pero insondable historia que demuestra lo inagotables que son los estándares de belleza.
Mutha me vio las pantorrillas pero no dijo nada. Ni siquiera me saludó. No nos conocíamos. Yo tenía una cámara de fotos colgada al cuello, ella estaba esperando a que la atendiera un médico en el único hospital de Tifariti, un poblado del norte de África, en medio del desierto donde vive. Ella iba, toda cubierta con la melfa, el vestido que usan las musulmanas, más guantes y lentes de sol. Yo con pantalón de colores, camiseta negra y zapatillas.
Soy periodista, colorada, tengo 29 años. Nací en Argentina. Y hace más de un mes que no me depilo. Mis pelos son claritos. El reflejo del sol es mi peor enemigo. Tengo las piernas secas, ya agrietadas.
Estoy en el Sáhara Occidental, a más de 8 mil kilómetros de mi casa porque quiero escribir la historia de mujeres africanas que trabajan limpiando su tierra de minas antipersona producto de una guerra que duró 16 años. Vine con treinta españoles en una comisión médica. Lo que se conoce como cooperación internacional.
Uno de los cooperantes es Almeida, hombre de unos 60 años con mucha pinta de revolucionario cubano. Un espíritu libre, según sus amigos. Un gran tipo con las peores formas de expresarse. El tipo gracias al que yo llego a esta habitación. Porque en un país musulmán donde dos españoles fueron secuestrados hace seis años una mujer no puede caminar sola ni cinco minutos. Y ese es el tiempo que se tarda en ir del hospital al lugar donde viven las cinco chicas que buscamos.
Lafdal es profesor en una escuela de cine que hay en un campamento de refugiados saharauis en Argelia. Estudió ahí dos años. Hace tres días que lo conozco y ya estamos trabajando juntos, con Almeida, en un documental. Pero hoy el de espíritu libre no vino y con Lafdal hicimos tomas de las chicas al mediodía. Ahora quiere ir a almorzar. Sale de la habitación, se pone las zapatillas y se para en la puerta con el trípode en la mano. Me insiste. Ellas me invitan a quedarme, me quedo. Lo hago para que me hablen sin la cámara enfrente, que sea todo más íntimo, espontáneo.
Y es ahí cuando Mutha se anima a decírmelo. Sentadas en el piso de alfombrado violeta en su cuarto, comiendo con la mano de la misma fuente enorme, pollo, papas fritas y ensalada. Señala mis pantorrillas blancas y rellenas. “Muy guapas”, dice, tragando un pedazo de pan. Las cinco chicas que también comen de esa fuente, compañeras de trabajo de Mutha, también habitantes del Sáhara Occidental, dedicaron parte de esa mañana a limpiar un terreno de minas antipersona. Pero ahora me hacen levantarme un poco el pantalón para verme bien lo que más odio de mi cuerpo: eso que a todas mis amigas se les afina antes de que empiece el pie propiamente dicho pero a mí no. Eso que hace que las botas me ajusten.
“Tienes un cuerpazo”, dice Munina. Yo no lo puedo creer. Me explican: las piernas y los brazos grandes. También el culo. Pero la panza plana. Y no estar bronceada: ser todo lo blanca que el sol te permita.

“Puedes tener al mejor hombre aquí”, insiste Munina. Yo pienso en un saharaui. Me ilusiono. Salma, a quien le dice Bainana por ser la única rubia del campamento de refugiados donde nació, se asegura que no haya hombres cerca, cierra la puerta, busca unos tacos, se pone a desfilar: levanta el pantalón que lleva debajo de la melfa y deja sus tobillos al aire. Todas se ríen. Bainana dice: “Esto aquí no vale nada”. Se golpea las piernas con las palmas. En el medio de las risas y los chistes suplica que vayamos al hospital y pidamos que nos corten por las rodillas así intercambiamos. Mejor toda la pierna. O hasta el culo. No. Que sea el cuerpo entero. Me quedo acá y vos te vas a Argentina, le digo. De verdad lo pienso.
Munina se pone seria un segundo. Me pide consejos para engordar. Le digo que coma. No tiene apetito. Lo intenta pero no le sale. Ella es mi espejo: tiene 29 años, es periodista. Pero nació en un campamento de refugiados y estudió en Argelia. Yo trabajo entrevistándola, ella limpiando su tierra de minas.
Quiere engordar. Yo adelgazar. Le encantan mis tobillos gordos, mis brazos gordos, mis piernas gordas, mi culo grande. Ahora se me ven las pantorrillas y siento como si estuviera mostrando las tetas.
Munina tiene tez blanca y cejas negras. No le gusta su cuerpo flaco. Es transparente: su cara, lo único que le conozco, transmite todo. Después de diez días de ver sólo los rostros de las mujeres empiezo a pensar que el resto del cuerpo estorba. Que sólo hacen falta los ojos. La mirada. Que ni siquiera es necesario hablar el mismo idioma, aunque me gustaría poder preguntarles más. Sobre todo porque me gusta un saharaui y más que mostrarle mis tobillos no sé cómo hacer para que se fije en mí.
Mutha me presta su colchón. Como Enguia no me sabe decir que me acueste, levanta la colcha y hace señas. Sonríe. En el colchón de al lado duerme Salma, en el otro ella. “Para un hombre saharaui la mujer guapa es la que rellena la melfa”, me dijo Mutha y la frase quedó resonando en mi cabeza hasta que me dormí.
Enguia está casada y tiene una hija. Veo que de fondo de pantalla en su celular de funda rosa está la cara de su nena que tendrá unos dos o tres años. Anoto este detalle para mi texto, y también los nombres de todas con la referencia del campamento de refugiados de donde son y de qué color llevan la melfa.
Después de la siesta, cuando están preparando el té, llega otra chica que quiere que le cuente cómo hago para tener la panza plana. Una semana antes yo, en Madrid, fui todos los días al gimnasio y me indigné con mi cuerpo por seguir teniendo esos malditos rollos de toda la vida. Ahora estoy en el Sáhara, sentada en el piso de la habitación de cinco musulmanas de mi edad cuando entra una séptima mujer y ellas cinco le dicen que venga a ver mis pantorrillas blancas y gordas. No puede creer lo linda que soy.
