Mate: yo tomo, tú tomas, ella y él cosechan, los otros ganan
Los argentinos toman 100 litros de mate por año, más que vino o cerveza. El 98 por ciento de los hogares argentinos compra yerba mate a un precio diez veces mayor del salario que reciben los que trabajan en la cosecha. Tomar mate es una costumbre popular del cono sur americano, con un origen que mezcla indio con gaucho y criollo. Antes se estigmatizaba a los que tomaban mate, pero desde siempre los verdaderos castigados son los tareferos.
Estela y Neco tienen las manos rasgadas, la ropa vieja y problemas visibles e invisibles en sus espaldas, rodillas y articulaciones. Les faltan dientes, les sobran arrugas. Tienen 62 y 55 años y dejaron su vida como tareferos. Viven en Jardín América, sobre la ruta 12 que cruza Misiones, la provincia más al norte de Argentina y una de las más pequeñas del país, la que alberga las Cataratas de Iguazú.
La vida de Neco pasó entre arbustos y cosechas. Comenzó a tarefear, como se le dice a la acción de cosechar yerba mate, a los 20 años, y trabajó más de 30 en el rubro. Desde hace 3 años que hace changas y trabajos eventuales de albañileria o cortando el pasto de algún vecino. Tuvo que dejar la tarefa porque su cuerpo juntó demasiados achaques y ya no es útil en ninguna cuadrilla: “Era más una carga que un compañero”, se lamenta. A veces extraña.
Neco y Estela se conocieron en 1977, en Paraguay, donde ella nació y donde él vivió mucho tiempo de joven. Ella tenía 15 y él casi 22: se llevan 7 años de diferencia. En sus 40 años juntos tuvieron 10 hijos: 4 varones y 6 mujeres. “No había mucha televisión”, bromea Neco.
Ambos llegaron a la Argentina sin documentos en 1986, por la puerta de atrás, en silencio, mientras todos celebraban el Mundial de fútbol. Se instalaron en Jardín América, donde residieron toda su vida. Fueron los peores años porque no tenían nada, salvo hambre y tres bocas para alimentar. Recién en 1990 dejaron de ser indocumentados; eso no les garantizó buenas condiciones de trabajo pero al menos podían moverse con mayor libertad y soñar con estar en blanco algún día. Desde allí transcurrieron sus años; entre yerbales, hijos y la lenta construcción de su casita que hoy ya tiene chapa de zinc, en vez de cartón, y varias divisiones internas que funcionan como habitaciones. Hace poco tiempo pudieron poner agua corriente, luz y hasta pintaron el frente de un rosado pálido. La reja que los separa de la vereda está rota, pero suelen colocar una piedra para mantenerla en su lugar. El patio es grande y cómodo y es el lugar preferido de la familia: un poco por el calor que agobia dentro de la construcción y otro tanto porque se puede ver el barrio y la gente pasar. Ahí mismo varias plantas crecen desordenadas y bajan la temperatura unos cinco grados. También tiene un techo que permite tomar mate mientras se mira caer la lluvia. Entre los arbustos más grandes construyeron un altar a la Virgen de Caacupe, patrona de origen paraguayo cuyo nombre significa, en guaraní, detrás de la yerba.
Argentina, además del mayor consumidor, es el mayor productor de yerba mate del mundo. Produce para consumo local pero también para exportar. Siria, es el principal importador representando un 75% de las ventas. De las 30.531 toneladas exportadas en el año 2017, alrededor de 22.500 se destinaron a ese país. Sin embargo, con el renacido conflicto bélico y los recientes bombardeos que sufre el país árabe por parte de EEUU, Francia y Gran Bretaña, los productores locales temen una fuerte caída en las compras.
En términos de producción, Misiones es la figurita fuerte. De los 780 millones de kilogramos de hoja verde recolectados durante el 2017, el 85% se recogió en la provincia de Misiones, y solo el 15% en la provincia de Corrientes, la única otra provincia del país que planta y produce la yerba.
Hoy en día cualquier trabajador de la yerba (hombres mayormente, los capataces prefieren la mayor fuerza física posible y eliminan, de paso, “problemas” asociados a las mujeres como embarazos o dolores) cobra alrededor de 100 pesos en blanco – unos 3,5 dólares aprox- el raído, aunque en la mano suele costar cerca de 85$, debido a los descuentos de seguro social, jubilación y demás rubros. El raído se considera el bulto de 100 kg que carga el trabajador en su espalda luego de cortar y separar las ramas en el yerbal.
En Argentina, uno de los países más inflacionarios del mundo, la canasta básica para una familia tipo -como se le dice a la compuesta por papá, mamá y dos hijos- ya supera los 18 mil pesos mensuales -unos 645 dólares-. Es decir, para no caer en la pobreza se necesitan alrededor de 600 pesos al día. Los tareferos ganan un poco más de la mitad.
El trabajador de la yerba mate cobra por kilo, por lo que logre juntar. No se negocia: no importa si llueve, truene o nieve. Las costos de las inclemencias del clima las paga el que labura. No importa, tampoco, si la propia empresa los llevó a los peores yerbales -que a su vez la empresa le alquila a los colonos y les paga posteriormente- para sacar lo poco que pueda haber. No importa si se rompen la espalda o se quiebran una pierna; tendrán que ver si su esposa o alguno de los hijos puede hacer el reemplazo.
Cada madrugada, los tareferos se levantan en su rancho a las 4 de la mañana, calientan el agua, se toman unos mates y se van para la cosecha con un objetivo: levantar unos 4 o 5 raídos. No siempre lo consiguen, y en ese caso se cobra menos. Cosechan durante 8 o 9 horas diarias, pero se ausentan de sus casas entre 12 y 13 por las horas de transporte. Para alcanzar el “objetivo” llevan ayudantes. Neco era el registrado pero igual llevaba a su mujer como ayudante. Para el Estado él es un trabajador temporal -golondrina le dicen- y ella una ama de casa desocupada. El salario es el mismo: “el de Neco”. Pero son dos trabajadores (o más) al precio de uno. Muchas veces la familia entera trabaja para poder hacer mejor kilaje.
En la década del 90 era todavía peor. En febrero de 1995, Neco –y su familia- cobraban por quincena 78 dólares. Menos de US$160 al mes.
En Argentina, el gremio de la yerba paga como el de la construcción: cada 15 días. En el medio, generalmente cada trabajador pide pequeños adelantos que luego se le descuentan. A veces, esos pagos son “Tickets” que les sirven para comprar mercadería en locales adheridos. El problema es que esos sitios habilitados son pocos y tienen precios increíblemente altos en los insumos de primera necesidad.
La cosecha suele durar seis meses, a veces un poco más. Comienza en abril y para septiembre, como mucho octubre, se termina. Es un trabajo estacional, y si bien existen plantaciones en los meses de verano, no suelen rendir mucho y los trabajadores tratan de esquivarlas. A su vez, los yerbales no siempre mantienen la misma calidad: pueden tocar capueras, cadillares o pelonqueras, nombres utilizados para las tierras poco productivas o con plantaciones de muy mala calidad. Cuando la planta no es buena, se saca menos. Cada arbusto cuenta con un par de metros, tiene ramas duras y hojas grandes. Los trabajadores se agrupan en cuadrillas y cada tarefero tiene su superficie a desmontar: alrededor de 55 plantas hacen un raído.
Los otros meses, muchos tareferos se dedican a buscar changas al igual que lo hacía Neco: albañileria, otras plantaciones (como el té), jardinería. Rebuscarselas es el concepto por definición. Laboralmente, la identidad tarefera es la que los define, por más que sólo cumplan esa labor la mitad del año.
Una vez, a Neco, le dieron un pantalón y un par de zapatos. Esto en 20 años de trabajo. Lo recuerda entre risas, sobre todo porque le duraron menos de 3 meses. Siempre usó su ropa como uniforme. Incluso las herramientas de trabajo se venden: al comenzar la temporada los patrones ofrecen la venta de machetes y tijeras a aquellos que no tengan. Sin eso no se puede trabajar, por lo tanto los trabajadores se ven obligados a comprarlas. Como generalmente no tienen efectivo, después les descuentan de sus salarios el valor de las herramientas. Lo que se dice: arrancar perdiendo.
Todo lo que se come durante el trabajo debe venir de casa porque no hay tiempo ni lugar en donde cocinar. Ni plata ni lugar en donde comprar. Cuando hace calor, que es la gran parte del año, no hay alimento que llegue al mediodía sin ponerse feo. A la carne le aparecen gusanos, a la fruta hongos y al arroz moho. Mejor llevarse una vianda que no depare tantas sorpresas. El reviro – una mezcla de harina con aceite y sal- es fuertemente calórico, ayuda a tener energía y llenar la panza. Y sobre todo, es económico.
El almuerzo es corto, 10 o 15 minutos. No hay siesta. Para las 5 de la tarde se termina de juntar. Hay que romper, armar la ponchada y atar. El bulto-raído se carga en la espalda y se lleva hasta donde está el camión; allí se pesa lo que cada uno hizo y el capataz anota. Alrededor de las 18.30 se retoma la vuelta, depende si pasa por el secadero (donde hay que bajar todos los raídos) ya se tarda un poco más. La jornada se extiende hasta alrededor de las 21 hs. No queda mucho tiempo para nada más que bañarse y seguir trabajando: bañar a los hijos, hacer la cena, comer y dormir. A las 4am arranca una nueva jornada: es, más que en ningún otro sitio del país, vivir para trabajar.
Los sábados y domingos no se trabaja. Al menos no en el yerbal: los sábados las mujeres como Estela se pasan el día entero lavando toda la ropa de la familia. En años anteriores a mano, en tabla. Pero si se está en carpa, los domingos ya es un día laboral: se arranca de tarde para irle ganando terreno a la semana.
Los camiones son un capítulo aparte. Este. Tienen más de 50 años, y van repletos. A la vuelta del recorrido no sólo tienen todos los raídos encima, sino sus trabajadores subidos y agarrados a las ponchadas como pueden. Los caminos son sinuosos, llenos de curvas, engañosos. Los accidentes sobran; sin embargo, poco han importado porque las condiciones del transporte no han cambiado en mucho tiempo. Recién hace pocos años, algunas empresas han asignado colectivos para los trabajadores, diferenciado del camión de carga. Una vez Etelvina se cayó: pasó una semana sin poder moverse. Se lastimó feo, pero no se rompió nada: lo que se dice pura suerte. No fue al hospital y, por tanto, no le dieron remedios de ningún tipo. Tampoco tenía cobertura.
La escena no es muy diferente a lo que sucede aún hoy: hace menos de un mes -Junio de 2018- un terefero murió electrocutado en la ciudad de El Soberbio por viajar arriba de las ponchadas y cruzarse con cables de alta tensión.
En un camión promedio se reportan 16 trabajadores formales, asegurados, y otros 16 -al menos- como acompañantes que viajan para “ayudar” en los raídos de los suyos. Habitualmente son las esposas o algunos hijos. Estos “otros” no tienen seguro, no cobran, no están registrados: no son nadie. Si se enferman, no hay reposo. Si se caen, no tienen seguro. Si hay un control, tienen que correr selva adentro hasta perderse y aguantar unas horas hasta que las camionetas del ente controlador se retiren. Los señores pasan lista junto con los capataces para controlar que todo esté en orden: instrumentos de trabajo y las personas en blanco. Todos ya conocen el montaje teatral, y cada uno ocupa el lugar que le corresponde en la obra; por eso, cuando se escucha de lejos llegar la camioneta, las mujeres y los chicos corren. Son mano de obra ilegal, por ende, motivo de posible denuncia del Estado hacia sus jefes. La realidad es que difícilmente un solo yerbatero puede hacer el promedio que necesita si está solo, por eso siempre tienen compañía, aunque siempre cobra uno solo.
Cada mañana los camiones pasan por los hogares de los trabajadores o los mismos aguardan en un punto previamente fijado por el capataz. Todavía es de noche cuando los recogen. De esa manera se trasladan hasta los yerbales donde trabajarán hasta que caiga el sol. El documental Raídos de Diego Marcone ilustra varias de estas escenas de manera suprema.
Estela está convencida de que las mujeres son las más esclavas, las que peores condiciones laborales tienen en las plantaciones. Lo sabe porque lo vivió. Además de criar a diez hijos tuvo que ayudar a su marido gran parte de todos esos años para poder llegar al pesaje necesario. Hacía su misma rutina, y después más, cocinando y atendiendo a los gurises. Al no ser reconocidas como trabajadoras, las mujeres no tienen derecho a nada, mucho menos a protestar. Ella acompañó todos los días a su marido: “Ahí no hay frío ni calor ni nada, tenés que estar”.
Estela, como tantas otras mujeres acompañaba a su marido al yerbal y armaba la carpa donde dormir por semanas cuando les tocaba zonas muy alejadas o en el medio del monte, como en la zona de Andresito. Entonces, toda la familia se mudaba directamente al lugar de trabajo, selva adentro. Vivir en carpas no es exactamente lo que un mochilero imagina: son más bien telas plásticas puestas a dos aguas y sostenidas por algunos palos. Los colchones son las mismas ponchadas que los tareferos recogen de día: ásperas bolsas de arpillera con números que las identifican a su trabajador. Cuando se quedaba en la carpa, Estela no tenía con quien dejar a sus hijos: tenía que llevarlos sí o sí. Mientras recalienta agua, vacía el mate y lo llena nuevamente de yerba, Estela recuerda: “En la carpa me levanto a las 4, hago el desayuno, ya les dejo todo hecho a los chicos para que no se quemen, para que no les pase nada, y apago todos los fuegos, porque se hace todo en el suelo. Para que no se queme la carpa y todo lo que tenemos.”
“Las tormentas pueden ser la peor pesadilla”, sobre todo cuando los nenes más chicos se asustan con los truenos y las ráfagas fuertes de viento y lluvia, dignas del clima subtropical. “Esas noches ni se duerme. Y al día siguiente hay que salir a trabajar como si nada, aunque siga lloviendo.”
Y si hablamos de ser mujer, en la yerba se ven muchas cosas. De algunas cuesta más decir, pero se saben. Entre tantos abusos, Estela se acuerda de una trabajadora que tuvo que parir en la carpa. “Tuvo en la carpa nomás. Y nosotras todas las mamás fuimos, yo tenía ropitas de alguno de mis hijos y le llevé porque ni preparados estaban.” La futura madre se tomó una caña a falta de anestesia. Tenía vergüenza de la situación y su marido. Tenía tanto pánico, que el parto tuvo que asistirlo el propio capataz.
Estela se acuerda bien de esa noche. Deducimos juntas que el suceso fue en 1992, ya que el tiempo en su vida no está determinado por los años sino por las edades de sus hijos. En ese entonces Lorena tenía 4, y según el rompecabezas etario Lorena nació en 1988.
“La yerba no quiero para mis hijos”, sentencia. Y es difícil contradecirla.
Mis mujeres son guapas, piensa Neco en voz alta.
Maribel es hija de Estela y Neco, una de las pocas que siguió los pasos de sus padres. Empezó a tarefear a los 13 años, disfrazada de hombre, ya que no se aceptaban mujeres así nomás. Durante las primeras épocas se ponía los pantalones de sus hermanos, remeras amplias, corpiño o faja ajustada al pecho y alguna gorrita que le tapara el pelo mientras la visera hacia lo propio con las facciones del rostro. Lo hizo durante 13 años, hasta que decidió abrirse e intentar otros trabajos. Maribel tiene cierto orgullo: dice que la tarefa no es para cualquier mujer.
“Si vos me pones entre limpiar casa ajena y tarefear yo prefiero tarefear. Mil veces prefiero. No sé por qué, me acostumbré. Y además vos ves ahí lo que es trabajar, y nadie valora (…) Ahí es sol, lluvia, sombra, capuera, limpio, sucio. Conoces lo que es.”
Mientras habla, sonríe. Dice que para el pobre es difícil hacer otra cosa, pero su deseo va más lejos: “No le desearía a ninguna mujer que tenga que trabajar ahí.”
Diego, el marido de Maribel, también trabajó en la tarefa. En realidad, él se crió en el yerbal. Siendo el mayor de 8 hermanos no pudo elegir: comenzó yendo con su madre, soltera, pero a los 11 se independizó y comenzó a ir por su cuenta. Siguió tarefeando hasta los 27 años, pero estuvo asegurado solo los últimos 3. Es decir, para los registros todo lo demás no existió. No tiene estudios, sólo hasta segundo grado. Hoy en día tiene 31 y se dedica a la construcción. La asignación universal por Hijo logró que mermara la cantidad de niños en el campo: el ingreso obliga los padres a llevarlos a la escuela en vez de trabajar. Pero la identidad tarefera es lo que perdura en cada uno de ellos.
No tiene muchos recuerdos, más que las “carpas”, el frío y el trabajar. Enrollarse en frazadas hasta que pase lo peor. “De la yerba, no hay recuerdos lindos” dice Diego mientras mastica un pedazo de mandioca, que acompaña con una empanada frita de carne. Es alto, flaco, y tiene una mirada serena y algo triste.
“El régimen del trabajador rural en Argentina es el más atrasado de todos los convenios laborales del país”, asegura un ex funcionario de renombre de la desaparecida RENATEA (?). El primer bosquejo por visibilizar lo invisible fue en la década del 40, bajo la influencia de Perón y un par de año después, el mismo general lo convierte en ley por decreto. Así nacía el estatuto del peón rural. En 1980, el régimen de facto reemplaza dicho estatuto por un régimen autónomo de trabajo agrario que no contemplaba ninguna regulación de las relaciones laborales. Léase, cada uno hace lo que quiere (o lo que puede, depende de qué lado se esté).
Recién en el año 2011 –sí, más de 60 años después- se promulgó la ley 26.727, como un nuevo estatuto del peón rural. En la misma se contemplan algunos derechos que para el siglo XXI parecen bastante anacrónicos, pero que ponen al desnudo lo retrasado del sector en cuanto a derechos. Se incorpora el derecho a huelga, se limita a 8 horas la jornada laboral –reemplazando el famoso término de sol a sol-, reconoce el descanso semanal e incorpora medidas de higiene y seguridad mínimos ante determinadas tareas. Por otro lado, se crea un nuevo régimen previsional que reduce de 65 o 60 (en el caso de las mujeres) a 57 años la edad jubilatoria y a 25 los años de aportes bajo la categoría nueva de antigüedad permanente discontinua. Una especie de paradoja terminológica que intenta incluir el trabajo temporal (o a destajo) como identidad laboral.
Cuando hablamos de condiciones laborales del sector rural, Misiones es un ejemplo de todo lo que está mal. Según la fuente consultada, “no existen en el país condiciones tan paupérrimas o extremas como las que observamos acá”. La situación de la vivienda o el traslado son paradigmáticas en ese sentido: para los tareferos es común asentarse en las carpas que corren por cuenta de ellos mismos o acompañar sus raídos en los camiones sin ningún tipo de seguridad. Los accidentes son muy comunes, y caerse de un vehículo en movimiento a unos 5 mts de altura, significa como mínimo la rotura de algún hueso. En el 2013 un accidente de un camión que transportaba 25 trabajadores y miles de kilos de yerba atados en raídos como un montaña móvil, volcó, matando a 5 trabajadores y hospitalizando a 16 más, 9 de ellos menores de edad.
Dentro del paquete de la nueva ley incorporada en el 2011, se preveía el reemplazo del RENATRE (?) por el RENATEA, organismo autárquico que incorpora al Estado como principal mediador, corriendo a las entidades rurales del lugar de juez y parte –empresa y sindicato-. El mismo ex funcionario consultado aseguró que a la hora de comenzar con el trabajo se encontraron sin estadísticas ni datos de ningún tipo. Esos “controles” estaban en manos de empresas tercerizadas que como corresponde a todo el panorama, manejaron celosamente los datos y no se los compartieron. Tampoco había radicada una sola denuncia de trabajo infantil, cosa rara para lo que se veía a gritos. De la mano del nuevo ente, se creó el Sindicato de tareferos (SITAJA) en la provincia de Misiones y el Registro Único de Tareferos. Una de las principales tareas fue realizar un censo provincial para determinar qué cantidad de trabajadores existe en el rubro. Durante ese mismo año -2011- se censaron 18 localidades dando un total de 5.925 tareferos, que junto a sus núcleos familiares totalizaron 17.000 personas. Sin embargo, el informe final, a mediados del 2018, aún no está terminado.
El RENATEA como organismo funcionó menos de 5 años. Fue disuelto en Septiembre de 2016 bajo el nuevo gobierno argentino de Cambiemos, quien dispuso además volver al esquema anterior. “Vuelve a manos de sus verdaderos dueños”, fue la expresión elegida por el Momo Venegas –titular en aquel momento de UATRE (?)-, al conocer la noticia sobre la vuelta del RENATRE y su frondosa caja provisional.
Tal cual describe su página oficial, “tras la restitución de RENATRE, se constituyó nuevamente un directorio conformado por miembros del gremio de los trabajadores rurales (UATRE) y de las entidades más representativas del sector (CRA -Confederaciones Rurales Argentinas-; SRA – Sociedad Rural Argentina-, CONINAGRO, FAA – Federación Agraria Argentina-), con presencia estatal a través de los síndicos del Ministerio de Trabajo de la Nación”.
El ex presidente de la Sociedad Rural Argentina, Miguel Etchevere, fue denunciado por trabajo esclavo y reducción a la servidumbre en el año 2014 tras conocerse las condiciones de vida de sus empleados rurales que trabajan en la estancia La Hoyita, propiedad de la familia, en la localidad entrerriana de Rosario del Tala. Esas causas nunca prosperaron en la Justicia. Pero en la política, le fue mucho mejor: Etchevere fue nombrado ministro de Agroindustria en Octubre del 2017 y ocupa esa cartera actualmente.
Por su parte, la clase política local nunca estuvo ajena al fenómeno de la explotación de la yerba. Cuando hace unos meses el presidente Mauricio Macri coqueteó con la idea de liberalizar el precio de la yerba, en Misiones se movió la tierra. Todos recordaron la década del 90, cuando esta medida se hizo efectiva arrastrando a los pequeños productores y los trabajadores a una crisis y pérdida absoluta de poder adquisitivo y de negociación. Ramón Puerta -actual embajador en España, ubicado por la administración Cambiemos- es líder del grupo Yerbatera Misiones SRL y uno de los mayores referentes productores de yerba de la provincia. Fue justamente gobernador entre 1991 y 1999, (durante el llamado menemato) y posteriormente electo en diversas oportunidades como senador y diputado nacional por esta provincia. Si bien no es el único eslabón del matrimonio político-empresario de la yerba, sí quizás es el más emblemático. Y aunque el ex gobernador afirmó no estar de acuerdo con la posible medida de liberalizar los precios en tiempos actuales, muchos miran con desconfianza al empresario que siempre supo caer parado.
Estela y Neco ya están grandes para trabajar. Tienen sus pensiones y su casita. Las pensiones no contributivas en nuestro país actualmente están fijadas en $6477. La jubilación, que tiene otro carácter y cuyo monto mínimo es al menos $2000 pesos superior a la pensión, no es posible para Neco, mucho menos para Estela. Es imposible demostrar el tiempo necesario -30 años de trabajo- para computar los años que fueron en muchos casos en negro, y durante muchos otros, sólo la mitad del año.
“Vivimos peor que los animales”, dice Estela seria, mientras ceba un tereré -infusión a base de yerba igual que el mate pero fria, mas bien helada-. Siente tristeza por lo que le tocó sufrir en esta vida. Siente culpa por la falta de educación de sus hijos; varios de ellos se lo siguen reclamando hoy en día. Pero esa vida que tuvo, la única que pudo, no le dio suficientes posibilidades y en el camino quedaron entre otras cosas, la escuela de varios de sus gurises. Con lo poco que ganaban entre los dos, no alcanzaba para pagar la inscripción de los nenes a la escuela: en Misiones, los chicos pagan inscripción en la escuela pública.
Neco es un poco sordo, y habla una mezcla entre español y portugués que heredó de chico, producto de su madre brasileña. Recostado en la silla, cuenta otra vez que no quería dejar de trabajar, no quería cobrar su pensión. Pero tuvo que hacerlo porque ya nadie lo tomaba, andaba rengo, con la espalda a la misera, varios dedos torcidos a causa del trabajo y hasta sus propios compañeros le insistieron. El asunto es que trabajando en la yerba, Neco se sentía vivo: “Porque después de trabajar, cuando se jubila, la gente se sienta nomás. Parece que están esperando la muerte” dice Neco y hace silencio. Entonces vuelve a cebar el mate, como quién espera.
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