Todas las vidas de Mónica

Todos cargamos con un pasado. Todos tenemos que agenciarnos un futuro. El presente es ese tiempo vivo y dinámico que nos permite permanecer atrás, anegados en lo pretérito o, en su defecto, avanzar hacia lo desconocido, hacia lo novedoso, hacia el cambio. La resiliencia es la capacidad que tenemos los seres humanos de sobreponernos a los obstáculos, de levantarnos después de caer en los abismos más oscuros y continuar labrando nuestro camino. El destino no existe y esta cautivadora crónica, sobre la que fuera la tesorera de la temible Mara Salvatrucha, así nos lo demuestra. 

CIUDAD DE GUATEMALA – Mónica* habla despacio pero vive deprisa. Tiene 18 años pero ya ha vivido varias vidas. Ha vendido mochilas y perfumes. Le han pegado. Le han pegado mucho. Ha engañado a la policía. Ha cuidado fortunas que no eran suyas sino de la Mara Salvatrucha. Se ha enamorado y, de tanto vis-a-vis carcelario, se ha desenamorado. Ha entrado en prisión y ha salido. Aunque de la cárcel uno nunca sale del todo.

– Yo no puedo volver a Ciudad de Guatemala –dice.

Si lo hace, sabe que la matarán quienes hasta hace unos meses eran sus amigos.

Pero esa era otra vida.

Acaba de salir de la ducha y forcejea con su pelo –negro, algo clareado por el sol, todavía húmedo– para recogerlo en una coleta. Afuera, en el pueblo, florecen las conversaciones al abrigo del rocío. Durante el día, charlar en esta aldea ubicada al suroeste de Guatemala, casi en la frontera con El Salvador, supone una afrenta al sol. Es mejor esperar a que asomen las sombras. Hace unos meses que Mónica volvió para empezar una nueva vida, aquí, a esta aldea del departamento de Jutiapa donde hay poco más de una veintena de casas entre cerros y tierras de labranzas.

Está sentada en el borde de la cama, en pijama, con las piernas dobladas sobre sí mismas. Cuesta creer que sea la misma persona que gestionaba los 60.000 quetzales (más de 8.000 dólares) que la Mara Salvatrucha recogía cada semana de la extorsión en la zona 6 de Ciudad de Guatemala. La misma persona que alguna vez dio el chivatazo para que prendieran fuego a la iglesia a la que acudían los chicos del barrio que querían dejar la pandilla.

– Me cuesta muchísimo vivir. Acoplarme. Si quiero agua, tengo que ir a la quebrada. Para plancharme la camisa tuve que ir a casa de unos familiares, a dos cuadras de la de mi abuela. De vivir con mucho dinero he pasado a no tener ni un quetzal en la bolsa.

– ¿Y has sentido la tentación de pedirle el dinero a la mara? –Mónica sonríe compasiva.

– En la mara, lo que te dan te lo cobran, y yo solo deseo ser feliz.

Ser feliz para Mónica podría ser abrir un restaurante. También podría ser cuidar de su madre y de su hermana.

La primera vida de Mónica empezó a escribirse en 1995. Incluso antes de que ella misma naciera. Por entonces su madre tenía 15 años y quedó embarazada de un hombre de 28.

– Te tienes que casar –le dijo su padre con una pistola en la mano.

La joven, con el carácter indomable que heredó su hija, no quería la vida que los hombres de la familia, su padre y hermano, imponían a palos. Con apenas 16 años y 50 quetzales –unos 7 dólares– en el bolsillo, dejó la aldea de Jutiapa en busca de un futuro para ella y su pequeña.

– Mi madre me quería llevar a la capital, pero mi abuelo y mi tío le pegaron para que me dejara aquí.

Para una adolescente de un pueblo en el que todo es polvo, Ciudad de Guatemala resultaba un refugio para los sueños: edificios de cristal y mansiones coloniales que hacían olvidar que fuera de la urbe el país se estaba desangrando. Faltaban unos meses para que se firmara el acuerdo de Paz que pondría fin a más de 36 años de guerra. A Érica, la madre de Mónica, la violencia que le atormentaba era la de la tortillería en la que había encontrado trabajo, en pleno centro histórico de la capital. Había huido de los golpes de su familia, para encontrarse con los de sus patrones. Necesitaba los 100 quetzales que ganaba. Enviaba 75 a casa, para los gastos de la pequeña, y 25 se los quedaba para comer. Dormía debajo del fogón donde pasaba el día volteando tortillas de maíz.

Tardó meses en salir de allí. Cuando lo hizo, como empleada de hogar en una de esas fincas de amplios jardines y fachadas elegantes que la alta sociedad guatemalteca ha ido levantado a ambos lados de la carretera de El Salvador, Érica no podía dejar de pensar en su pequeña.

– Venía los sábados a casa, a verme, y el lunes muy temprano se iba de vuelta a [Ciudad de] Guatemala a trabajar. Así lo hizo durante cuatro años –recuerda Mónica.

Fueron cuatro años felices. Siendo todavía una veinteañera, con una hija y un empleo en una maquila, Érica se traslada a la zona 18, junto a su nuevo novio, dos años menor que ella. La zona 18 es una barriada peligrosa, como casi todas las colonias donde se asientan las familias con bajos recursos. Hay drogas. Delincuencia. Prostitución. Pero al menos hay un techo lo suficientemente grande para que Mónica pueda vivir con ella.

De aquella vida, de su primera vida en la zona 18, a Mónica le quedaron dos cosas grabadas en la memoria: los golpes de su madre y el sonido del hambre, ese que forjan unas tripas vacías. Debajo de la casa familiar había una cantina.

– Mi madre era muy impulsiva, tomaba mucho.

Dicen que quien no corre a los 15, vuela a los 30. Érica había sido madre muy joven. Ahora le apetecía estar de parranda.

Para cuando se trasladaron a Canalitos, otra barriada de techos de chapa, paredes tatuadas y tormentas oscuras que asoman al otro lado de la ladera, Mónica estaba ya muy enfadada. Se peleaba con todos para sacar su rabia. En casa apenas había dinero y no justamente para enviarla a la escuela.

– Yo por entonces tenía 9 años –piensa y cuenta–, necesitaba que mi madre hablara conmigo cuando llegaba a casa, pero no lo hacía. Lo que sí hacía era pegarme. Eso me ponía mal. Ya a los 12 años yo sólo pensaba en ganar mi dinero. Una tarde me había pegado tanto que decidí irme de la casa. Salí de allí muy temprano, con 10 quetzales en el bolsillo. Fui a una de las residencias de la zona 10 –uno de los barrios más pudientes de la capital– a pedir trabajo. Un señor que estaba limpiando el carro me invitó a su casa; me dio algo de comer y me dijo que él sabía de un trabajo. Yo desconfiaba, pero me subí al coche. Pensaba, si intenta algo este viejo me lo bajo (…) Llegamos a un comedor y me presentó a la dueña del local. Me ofreció un trabajo: 200 quetzales a la semana por lavar trastes. 100 se los tenía que dar a mi madre.

Aunque la escuela nunca le dio una oportunidad, Mónica siempre fue de las que aprenden rápido. En unos meses ya se había ganado la confianza de todos en el comedor. De los cocineros, la dueña y los clientes. Uno de ellos le ofreció un ingreso extra: 500 quetzales a la semana por ir a limpiar su casa. Después de dejar el comedor para hacerse cargo de las labores domésticas, encontró una nueva ocupación para los fines de semana: acudía a la calle 19, al negocio de unos árabes, que vendían todo lo imaginable a los transeúntes del centro histórico y empezó a despachar mochilas.

Fue el trabajo de vendedora el que mejor se le dio a Mónica en su vida. En todas sus vidas.

– Estaban tan contentos conmigo que me ofrecieron 800 quetzales para que trabajase con ellos toda la semana. Ya no sólo vendía mochilas. Ahora también perfumes. ¡La joya del negocio!

Mónica ganaba dinero. Más dinero del que podía ganar cualquier chica de su edad. Pero le tenía que dar la mitad a su madre. Aun así, ella le seguía pegando.

Mientras paseábamos con Herbert Jiménez, el hombre que pone precio a los mareros de Tiucal, una pequeña aldea de Jutiapa, no muy lejos de donde Mónica reside, ella permanecía en silencio. Él hablaba de la primera vez que la Salvatrucha llegó al pueblo. De aquellas cartas que llegaban a la carnicería exigiendo el pago de 15.000 quetzales: Ver, oír y callar. Atentamente. Mara Salvatrucha. Ella se limitaba a escuchar, como si todo aquello le sonase muy lejano. Pero no lo era tanto. Hubo un tiempo, otra vida, en la que ella era la encargada de gestionar el dinero de las extorsiones a otras carnicerías.

El 14 de septiembre de 2006. Mónica entró en la cárcel del Boquerón, 80 kilómetros al sur de Ciudad de Guatemala.

– ¿Quién será esa pinta? –escuchaba el cuchicheo de los reclusos mientras avanzaba por el centro penitenciario.

Junto a una de las celdas había un joven. Tenía el pelo rubio e iba limpio y bien vestido.

– ¿Está esperando a alguien?

– ¿Es usted?respondió Mónica.

Tenía una cita con un hombre que no había visto nunca. Un hombre importante. El tercer palabra de la clica.

– Hay un sitio donde podemos platicar tranquilosdijo el hombre.

Mónica estuvo yendo a aquel reservado durante dos años. Llegaba temprano y salía a última hora, así que su madre nunca sospechó que estaba teniendo una relación con un marero. Con un marero importante. Por aquella época Mónica había empezado a relacionarse con los muchachos de la Salvatrucha. Había encontrado en ellos una familia. Un lugar donde sacar la rabia que le carcomía. Alguien en la mara le habló a aquel hombre importante de ella, le dijeron que era bonita y él la llamó. Así empezaron a platicar. Así se enamoraron. Era la chica más envidiada del barrio. Tenía estatus, respeto y dinero.

Lo que no sabía aquel hombre importante era que Mónica ya tenía un rol en la organización. Era una mujer importante. Tan importante como él. Ella era quien se encargaba del dinero. Del dinero de la organización. Sobre todo del dinero de los líderes de la clica. Del ranflero. Del primer palabra. Del segundo palabra. Eso no lo sabía el tercer palabra.

No es fácil crecer en una organización como los Vatos Locos. Es un modelo jerárquico en el que todo depende de la confianza. La del ranflero, el líder de la organización, en sus respectivos palabras. La de estos, encargados de transmitir las órdenes del ranflero, en sus chequeros (sicarios). Son estos últimos los que, junto a los paros (encargados de la extorsión) y los bandera (encargados de la vigilancia), imponen la ley del barrio en la calle. La ley que dicta el ranflero a través de sus palabras.

A diferencia de otras pandillas, en las clicas de la Mara Salvatrucha apenas hay mujeres. Tienen fama de ratosas, de hablar mucho cuando las agarra la policía. Por eso a Mónica le hicieron muchas pruebas. Pruebas de confianza.

– Me dieron plata para que fuera a una tienda de la zona 1 a comprar unos teléfonos. Yo sabía que los podía conseguir más baratos en el Trébol [uno de los mercados negros más importantes de la capital] y allá me fui. Con el dinero que me sobró de los teléfonos compré unas bolsitas de marihuana, las preparé y mandé a los chicos a venderlas. Al final tenía los teléfonos y el doble de dinero.

¿Cómo lo hiciste? le preguntó uno de los líderes de la clica– y, tras escuchar sus explicaciones, le dijo que le mandarían un paquete más grande para que ella lo vendiera.

En 2005, en la zona 6 de Ciudad de Guatemala (una extensión de casas humildes desde la calle Proyectos hasta el barrio de San Antonio), la clica recaudaba 60.000 quetzales (algo más de 8.000 dólares) semanales gracias a la labor extorsiva. De esos, 3.000 quetzales iban directamente para el ranflero. 300 quetzales más por cada punto de distribución de droga. Había 45. Desde que empezó a hacerse cargo de aquellos ingresos, Mónica se autoimpuso una norma: nunca jamás metería el dinero de la extorsión en su casa. Para ello, convirtió todo el barrio en una caja fuerte. Parques infantiles, alcantarillas, basurales. Cualquier lugar era bueno para esconder el dinero. Cuanto más a la vista de la Policía, mejor.

– Había un parque en Canalitos con unos toboganes y unas piedras que servían de decoración. ¡Eso no puede estar relleno!, pensé. Así que una noche lo abrimos, metimos el dinero y lo volvimos a cerrar. La sede de la Policía Nacional Civil (PNC) estaba justo detrás.

Los Vatos Locos, como el resto de las clicas que operan en Centroamérica, cuentan con miembros infiltrados en las fuerzas de seguridad. Desde 2010, alrededor de 650 pandilleros han sido expulsados del Ejército de El Salvador por su vinculación con las pandillas. Este mismo año, el ministro de Defensa de Guatemala, Williams Mansilla, admitió que uno de sus soldados estaba suministrando armas al Barrio 18. “También hay vendidos de la PNC”, asegura Mónica. Agentes que pasan la información a los líderes pandilleros. Fue así como una tarde del verano de 2004 le avisaron que iban por ella.

– Oye china, te va a caer un cateo.

Mónica actuó rápido.

– Metí el dinero debajo de un árbol y le tiré basura encima. Luego le prendí fuego a la basura y cuando se apagó le pedí a los niños que fueran a jugar por allí. Los policías paseaban alrededor sin darse cuenta de que el dinero estaba allí.

Sus éxitos se hicieron un nombre dentro de la clica. Era una oportunidad, su oportunidad de seguir creciendo dentro de la mara, pero ella no quería.

– Cualquier día sabía que podía haber un problema y el clavo iba a ser para mí. Entonces en una reunión me planté solté una idea: Creo que deberíamos empezar a cortar la coca con bicarbonato.

El negoció funcionó. La clica ganaba más dinero del que había ganado antes. Y a Mónica le llegó su ascenso.

– A partir de ese momento me dieron a manejar el dinero del ranflero, el primer palabra y el segundo palabra. Su dinero personal.

– Tú, a tu edad, ¿estás manejando todo esto? pregunta el fiscal.

Es la última hora de la tarde del primer viernes de marzo de 2013. Hace apenas dos meses que los líderes de la clica, esos a los que Mónica les gestiona sus finanzas personales, han sido apresados. Mónica sospechaba que iban a ir por ella. Así que sacó el dinero del barrio. Lo escondió. Pero aun así no pudo evitar que la detuvieran. Llevaba más de doce horas en el juzgado, escuchando las pruebas en su contra.

– Yo me empecé a reír cuando el fiscal me preguntó si era yo quien estaba manejando la plata.

Mónica tenía tres secuaces, “afuera de la mara”, que le ayudaban en sus encargos: esconder el dinero. Esconder las armas. Entre su arsenal había glok, 9mm y, sobre todo, hechizas. Las hacían ellos mismos, con el motor de un carrito de control remoto. Cuando empezó a sospechar que la seguían, que estaba coloreada, les pidió que la ayudaran a sacarlo todo. Lo sacaron. Todo. Al menos casi todo. Pero los fiscales tenían demasiadas pruebas en su contra.

A las 6 de la mañana llegaron los primeros agentes con la orden de allanamiento. Empezaron a revolverlo todo. Allí ya no había nada. Casi nada. Sólo 25.000 quetzales (3.400 dólares) y un remanente de seguridad que tenía escondido en el techo. Una de las fiscales del Ministerio Público entró a la casa. Le enfurecían las risas de Mónica. No te vas a librar de esto. Sabemos que tú manejas el dinero de los líderes de la clica, le dijo. Si tiene pruebas deténgame, respondió Mónica.

La fiscal sacó su tablet. Allí había infinidad de fotografías de sus vistas a la cárcel.

A Mónica se la llevaron presa. Estaba acusada de extorsión, obstrucción extorsiva de tráfico y cómplice para el asesinato.

Tiempo después Mónica averiguaría que habían sido otras chicas de la clica, aprendidas semanas antes, las que habían hablado. ¡Ratosas!

Mónica, la chica más poderosa del barrio de Canalitos, se había quedado sin nada. Ya no había dinero. Tampoco poder. Mucho menos respeto. Unos pantis, un suéter verde y unas botas a juego era todo lo que le quedaba. En Gorriones, el centro de reclusión para menores al que la enviaron, le esperaba una celda minúscula con seis chicas, de las cuales 4 pertenecían a la pandilla del barrio 18.

– Vas a dormir en el suelo le amenazó la que parecía ser la líder de la pandilla rival.

– ¿Porque vos querés o porque yo quiera? –respondió Mónica.

– ¿Te estás rebelando? Vos nos sabés quién soy yo.

– No, no lo sé. No nos hemos presentado.

– Soy N. Y aquí se hace lo que yo diga.

– No le hacía caso a mi madre, así que mucho menos a vos.

– ¡Sos una mierdosa!

Ese, el de mierdoso, es el peor insulto que se le puede decir a un Salvatrucha.

Mónica se levantó:

– ¡Aquí te voy a enseñar yo quién es tu madre!

Ambas empezaron a pelear. Las otras chicas permanecían al margen, mirando cómo se mataban. Porque eso era lo que ambas intentaban. Mónica iba ganando. Le había golpeado la cabeza contra el inodoro cuando aparecieron los guardias de seguridad. Las sacaron de la celda y en el patio las golpearon con toallas mojadas.

Apenas llevaba unas horas en privación de libertad y ya tenía su primera denuncia. La primera de cinco. “Otra vez me gasearon por rebelarme contra el alcaide (…). Es que nos miraba con desprecio, tocaba con asco nuestras cosas”. En una de las revisiones de la prisión, Mónica se dirigió a él. “Tengo varias cosas que decirle: no me gusta la cara de asco con la que nos mira ni la forma con las que nos habla” le espetó al alcaide. Horas más tarde la llevaron a la habitación de castigo y le quemaron la cara con gas.

En los dos meses que pasó en Gorriones a la espera de juicio, cuando no estaba metiéndose en problemas, pasaba el día dibujando y escuchando música. “Yo no lloraba, pero me desahogaba portándome mal”. En una ocasión se bebió el alcohol del área de limpieza. En otra, el día del veredicto, llegó fumada de marihuana.

“No me vayas a ir a ver”, fue lo primero que le dijo a su madre al escuchar la condena.

En cualquier lugar del mundo, que a uno le priven de libertad, por cinco años, cuando aún no ha cumplido la mayoría de edad, es a menudo anestesia suficiente para reconducir su vida. No en Guatemala.

La jueza Verónica Galicia dirige desde hace algo más de un año un plan piloto para reintegrar a jóvenes pandilleros. A su sala del juzgado de menores en conflicto con la ley penal, ubicado en el centro de Ciudad de Guatemala, a escasos metros del mercado de La Terminal, llegan cada semana entre 35 y 40 casos. Casi siempre son hombres, aunque últimamente no dejan de llegar mujeres. Casi todos vienen condenados por los mismos delitos: portación ilegal de armas, violación, asesinato y extorsión.

El día que leyeron el veredicto en su contra, Mónica estaba decidida a no cambiar nunca. “Llevas la mara en las venas”, le dijo la fiscal.

Más que en las venas, a Mónica la mara se le había colado por el estómago. Por el hambre. Por el rencor hacia su madre.

– Si cambio, regreso y le doy la mano. Si no cambio, regreso y le doy un plomazo –respondió a la fiscal.

Nada cambió durante el siguiente año y medio.

En Gorriones nadie creía en ella. “No es buena chica. No va a cambiar”, concluían las trabajadoras sociales. Aquella vez, el día que escuchó hablar así de ella, fue la primera vez que Mónica lloró. Y ese mismo día empezó a escribir su diario. Un diario del cambio.

Durante aquellos meses en el centro de reclusión sólo una persona se mantuvo a su lado. No pertenecía a la mara. Tampoco a su familia de sangre. Era la cocinera del centro. Le daba ánimo, conversación y de vez en cuando le permitía cocinar con ella.

Ni ella misma sabe exactamente qué le llevó a cambiar. Quizá fue el saberse abandonada por todos. O el desamor al descubrir que ella no era la única mujer del tercer palabra. Quizá también las ganas de volver a ver a sus hermanos. Lo que es seguro es que fue la relación con su madre lo que hizo que no volviese a caer. Estando en prisión, Mónica se enteró de que su madre había empezado a acudir a la escuela para padres. Ella, la mujer a la que un día llegó a odiar por no saber quererla, estaba dispuesta a intentarlo. Un día le pidió perdón por todo lo que había pasado. Lo mínimo que Mónica podía hacer era intentarlo también.

Dejó de enfrentarse con otras reclusas y se apuntó a los talleres que ofrecían en el centro. Recibió clases de protocolo y colaboraba en la cocina y en la administración. Cuando tenía tiempo libre, leía. El diario de Noah fue su terapia contra el desamor. Poco a poco fue ganándose la confianza de las trabajadoras sociales. Ahora sí creían en ella. La jueza Galicia la admitió en su programa de reinserción y casi sin darse cuenta Mónica tuvo que empezar a imaginarse una vida. Una nueva vida.

– China, ¿qué le pasa? ¿Por qué se está laqueando?

Era la segunda vez en pocas semanas que Mónica escuchaba esa pregunta. La primera vez fue el ranflero, el jefe de la clica, quien la hizo llamar. Había rumores de que se estaba desvinculando. Desde hacía seis meses no quería saber nada de las otras mareras de la prisión. También había cortado el contacto con los líderes de la Salvatrucha. Ahora prefería pasar su tiempo con las jóvenes que entraban al centro de detención. Les contaba su historia. Su historia de desamor. Casi todas tenían relatos similares. Quizás no con hombres tan importantes, pero al fin y al cabo a todas les dolía lo mismo.

A los líderes de los Vatos Locos no les convencieron las explicaciones de Mónica. Unos días más tarde de aquella primera conversación, recibió un anónimo en su celda. “Era chiquito. Un corazón con un ‘te amo’ escrito con balas». El código de las pandillas no permite la deserción. Es como traicionar a la familia. Y la de Mónica era la traición de la hija predilecta. “Te vamos a buscar hasta debajo de las piedras”.

Cuando llegó a la audiencia del juzgado de menores, Mónica reconoció sus caras. Eran dos hommies a los que conocía. Uno de ellos le silbó.

– China, ¿qué le pasa? ¿Por qué se está laqueando?

Antes vivía y moría por el barrio, ahora vivo y muero por mi madre contestó.

En septiembre de 2015, Mónica se convirtió oficialmente en una proscrita. Los que hasta entonces habían sido su familia eran ahora quienes querían verla muerta. Por ratosa. Deberían haberla asesinado aquel mismo mes, pero a Mónica la salvó la suerte y la precariedad con la que se manejan las instituciones en Guatemala. “La patrulla que debería haberme llevado a la audiencia donde me estaban esperando para dispararme no tenía gasolina en el carro”.

En la segunda ocasión que intentaron matarla estuvieron a punto de lograrlo. Alguien había alertado a la Salvatrucha de que Mónica iba a salir en libertad como parte del programa de reinserción de la jueza Verónica Galicia. “Te quieren matar por desertora” le alertó una de las muchachas. En el motín resultó herida una agente del servicio de prisiones y varias reclusas. A Mónica la sacaron de allí milagrosamente.

Mónica no tiene miedo. No puede tenerlo. Lleva toda la vida, todas sus vidas, conviviendo con él. Con el miedo a las palizas. Con el miedo a la mara. Con el miedo a tener hambre. Hoy, recostada sobre un colchón que ni siquiera es suyo, está redescubriendo el miedo. Tampoco es suyo. Es un miedo prestado. Por su madre. Por sus hermanos.

Hacía ocho años que Mónica no veía a sus abuelos. No sabía cómo iban a reaccionar al verla bajar de aquel vehículo que la traía desde Ciudad de Guatemala huyendo de las sombras sanguinarias de la Salvatrucha. A su abuela el tiempo no le había borrado la sonrisa. Ni todas las ganas de quererla. La besaron. La besaron mucho. Y le dieron una quesadilla de arroz.

Mónica no tenía nada más que aquellos pantis, el suéter verde y las botas a juego que había sacado de prisión. No tenía nada para asearse. Su madre vino desde la ciudad a pasar aquella primera noche con ella. Después se tuvo que volver a trabajar.

Vivir en una pequeña aldea de Jutiapa, en donde los caminos son de tierra y el agua no sale siempre del grifo, es difícil. Más para alguien que ha llegado a reinar. Porque Mónica, cuando todavía no era Mónica, llegó a tener todo lo que una chica de barrio puede soñar. Hasta llegó a enamorarse.

– Quince días antes [del segundo atentado] mi madre recibió un mensaje anónimo. Se lo tiraron por debajo de la puerta. En él decían que no me querían perder, que me darían todo el dinero que yo quisiera.

Érica no respondió. Prefirió mudarse de casa. Por nada del mundo quiere que Mónica vuelva a caer en la tentación. Y Mónica por nada del mundo quiere que lo hagan sus hermanos. Para ello tiene un plan. Un plan de vida. Un plan para una vida nueva. Otra.

– Quiero abrir mi propio restaurante. Uno de comida chapina y después otro de comida extranjera. Ojalá un día pueda tener con mis hermanos varios restaurantes. En Quiché, en Panajachel, en Petén…

– ¿En Guate?

Aunque es una experta soñadora, ni siquiera ahí, en el territorio de lo imaginario, se atreve Mónica a volver a Ciudad de Guatemala.

– Tengo la conciencia de que puedo morir en cualquier momento.

*Los nombres de este reportaje han sido alterados para preservar su identidad

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