Maradona y la ArgenCHINA
Desde Beijing Mauricio Percara nos cuenta cómo la pasión por la figura de Diego Armando Maradona le permitió aprender dos palabras fundamentales para ubicarse en cualquier lugar del universo: youmian, zuomian. Siguiendo con nuestro especial sobre el mundial, compartimos este impresionante regate lingüístico que, naturalmente, termina en GOL.
Al llegar a Beijing no era capaz de decir palabra alguna en el idioma más hablado de nuestro planeta. La primera vez que dije 你好 (Nihao), que significa nada más que Hola, el chino de turno, en su papel de receptor y víctima, quedó paralizado, estupefacto, intentando descifrar mi grotesca fonética.
Fue durante uno de mis primeros viajes, y habiendo ya practicado alguito el idioma, cuando comencé a lograr emitir sonidos relativamente inteligibles. En Hunan, la cuna de Mao Zedong, me hice saber argentino y entonces llegaron a mis oídos dos palabras muy familiares: Maradona y Messi. Esos dos conceptos resumían a un país de cuarenta millones de habitantes ubicado al sur más sureño del planeta. A esta definición la amplió una no tan buena interpretación (masculina y en tonos poco trabajados por el cantante de turno) de Don’t cry for me Argentina, canción que formó parte de la banda sonora de esa película que tuvo a Madonna actuando y cantando en el papel de Evita.
Quien me exponía sus saberes sobre cultura argenta era un hombre entrado en la quinta década de su vida. Ambos estábamos en un viaje de trabajo, como reporteros de medios chinos. Tomábamos un café a eso de las nueve de la noche. Beber café es algo no tan popular en estas tierras orientales, y consumirlo de noche, improbable. El chino sacó su celular del bolsillo, un artefacto gigantesco del que no recuerdo la marca, y le dio a reproducir. Iluminó la pantalla un instante mágico y tantas veces presenciado por mis retinas: el gol más hermoso de la historia de los mundiales.
Ahí estaba el Diego, dejando a ingleses en el camino, corriendo, galopando, frenando de a ratos sin dejar de acelerar, haciendo lo imposible posible. Cada vez que lo veo sufro, pienso que esta vez no lo va a lograr, podría tropezar, tengo miedo de que falle algo después de tantas repeticiones y porque esos son mis colores y los de los otros, británicos. Y que la guerra y que los caídos, y que el territorio perdido. Y entonces recobro la fe y vislumbro todo el espacio ganado en ese cacho de pasto que siempre es igual, con reglas ecuánimes, no importa dónde ni quiénes ni cuándo.
Y ahí, sorbiendo un café ya frío, aprendí a dar direcciones en mandarín. 右面, 左面, 右面 (youmian, zuomian, youmian). Así narraba mi compañero aquella hazaña: a la derecha, hacia la izquierda, derecha. Las fintas de Maradona hechas instructivo de chino básico.
Hoy, ya pasado un tiempo, cada vez que tomo un taxi recuerdo esa charla y el video que miramos juntos en pantalla de siete pulgadas con mi colega en Hunan. El taxista recibe las instrucciones mías: a la derecha, izquierda, hacia la izquierda otra vez, youmian, zuomian, youmian. Me hago uno con el embrujo, me traslado a México ’86, viajo gigánticamente en tiempo y espacio. Hace unos meses que aún no nací, el sol calienta los asientos del estadio Azteca y el público suda sus penas. Maniobro la obra perfecta de la historia del balompié. En esos instantes de divinidad, intento cambiar la secuencia, mejorar el trompo inicial, darle otra pincelada a alguna gambeta, pero el resultado es siempre el mismo y queda todo igual: el mejor gol de la historia perpetrado a ese indigente equipo inglés que perdía toda ilusión luego del atentado, asumiéndose incapacitado de detener al buda viviente que aprendió a patear cuero de vaca trozado en hexágonos e inflado a presión. La Dama de Hierro suelta barbaridades en un acento trabado, la desoigo, no me importa nada más.
Y entonces llegamos a destino. El conductor me mira, sonríe satisfecho y acepta mi paga casi por obligación. Pero yo sé que jamás podré devolverle ese viaje hasta el arco contrario, ahora con forma de departamento alquilado que solo acepta yuanes en efectivo. Él también sabe lo que acabamos de forjar en las calles de Pekín y que, por su gracia y culpa, hay millones de ingleses llorando en ese instante. Somos felices y esa alegría sirve para cocer las heridas. Nos consolamos el uno al otro expresando, sin emitir sonido alguno, que Hong Kong es chino y las Malvinas por siempre argentinas.
Me bajo del auto y camino despacito en el silencio de las veredas vacías. Duerme la ciudad. Hasta que un bocinazo rompe esa escena, el chofer me llama. Doy media vuelta y regreso rápidamente. El hombre baja la ventanilla, me muestra en su teléfono un mapa de Sudamérica y, mientras señala excitado con su enorme dedo índice, me grita como recordando algo de importancia suprema: 马尔维纳斯群岛 (Maerweinasi qundao). Aprendo que acá tampoco hay Falkland Islands en el mapamundi y, más importante, sonrío al saber que estoy en casa.
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