Réquiem para un rockero que toca el güiro
Rigo Tovar mezcló todo lo que encontró: México con cumbia con bolero con balada con rock con drogas con fama. Y más. Acá la historia no solo de un hombre, sino también del por qué todo lo naco resulta -siempre- irremediablemente chido.
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Rigo Tovar canta con una voz desaceitada. No es tenor y siempre desafina sus canciones. En ellas viaja del desierto al mar y de un restaurante gringo a la selva chiapaneca. A los de la clase alta les da comezón en los oídos.
Rigo Tovar alborota esqueletos en la pista. A ojo de águila sus conciertos son una marabunta en las plazas que se mueve al ritmo asincopado de la cumbia, como si el viento moviera un campo de pasto. Un slam con güiros y sintetizadores.
Rigo Tovar engendra lo imposible: un sirenito. Sus escenas marinas lo revuelcan al éxito. En el fondo del mar lo juzga la corte de neptuno. Lo acusan de comerse a una sirena en el desayuno.
Rigo Tovar inventa fauna: un pájaro chogüí que picotea naranjas en un árbol. Rigo Tovar le escribe un testamento a todas sus mujeres: María, Concepción, Teresa, Leticia, Amparo. Rigo Tovar se autodefine en una canción: escandaloso, despreocupado y vacilador. Un artista de corazón.
Rigo Tovar tiene los dedos en carne viva de tanto rascar las cuerdas de su Silverstone. Procura que el dolor le borre los sentimientos. Es su forma de concentrarse. Ya prendido hace círculos con el micrófono en el aire. Es un Jim Morrison a la mexicana.
“Muy buenas noches mi querido público. Ante ustedes, los muchachos del conjunto Costa Azul y su servilleta, el inolvidable Rigo…”
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Era como siempre se había imaginado ser rockstar: Parado en un escenario, con mujeres aporreando su pecho; un Rolls-Royce blanco a la entrada de su casa, asientos cubiertos de piel, picaportes dorados; un Ferrari pintado de rosa mexicano, una leyenda brillante en el parabrisas: Costa Azul. Y sobre todo, gente. Cuántas personas cubriendo a zancadas sus conciertos.
Quién iba a sospechar que Rigo se convertiría en un faro. Estas eran las cosas que fijaban la luminancia de un rockstar: el hombre vino con sus sintetizadores a tocar cumbias y convirtió lo naco en un esplendor. Rigo hizo del rock y la cumbia una estética propia. Algo tan pegajoso como la brea, pero tan surrealista como Magritte.
En las entrevistas por radio, las mujeres se le encaramaban en el pecho. Querían escuchar el eco de sus sabias ocurrencias que navegaban más bien entre la abulia y la timidez. Parecía sufrir del letargo de quien se aburre oyéndose contar la misma historia de sí mismo.
La prosa de Rigo era tan enredada como una madeja de estambre. Lo que muchas veces quiso decir se resumía en los balbuceos de un jugador de futbol al final de un partido. Lo mismo podía expresar su amor por México que explicar el modo en que componía sus canciones, porque Rigo, como pocos músicos mexicanos, era su propio compositor.
“La música yo la proyecto como debe ser. Le doy su introducción, el tema vocal, un pequeño cambio de tonos, arreglitos, la transición que es el goce, y el final, nunca debe perderse el primer tema vocal”, cuenta Rigo en el documental Rigo, una confesión total.
Si lo ponemos en una báscula, Rigo pesa lo mismo que un cantante de ópera pero para el populacho. Un divo del güiro y las maracas. Actualmente, a Rigo le construyen altares de elogios en decenas de blogs en Internet. Hasta la fecha, nadie ha logrado tener casi 500 clubs de fans en México. Nadie.
No bastaban las orejas para disfrutar del histrionismo de Rigo en un escenario. Bajo aquellas carpas, la voz se le dilataba con un cuerpo que jamás había cobrado en las cantinas, cuando era niño. Ahí estaba parado con sus trajes de gala y las camisas de terciopelo azul de sus cantantes.
Rigo tiene ese carisma escénico que empuja a sus fanáticos a rentar camiones para perseguirlo por todo el país y Estados Unidos. Los conciertos masivos se han vuelto una engañosa costumbre, y Rigo sólo quiere sentarse a comer el pastel de chocolate que le regaló una de sus fans, en la ciudad de México. Mientras, la prensa de espectáculos vive del ritual de fabricar etiquetas rosas: el ídolo de las multitudes, Leyenda de la música grupera, el hijo predilecto de Houston, el Sirenito…
Los conciertos eran un desastre. La locura. Cuando legaba a las presentaciones lo hacía entre 10 ó 15 guardaespaldas. La policía se hacía de golpes con la gente en el escenario.
Siempre tenía una botella de coñac, era su bebida preferida. Si la cumbia surge del sincretismo musical de aborígenes negros y europeos en Colombia, la genealogía de Rigo navega entre lo tropical, lo norteño y lo kitsch.
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Cuando Rigo decidió tocar a Haydn en la Arena México fue abucheado. El hombre con el cabello crespo y escamas en las piernas escuchaba a Strauss, Verdi, Rossini y Chopin. A sus músicos les hacía interpretar lo clásico y su público prefería rebotar entre brazos y caderas. Todos en un sabroso desconcierto.
Rigo era un cantante de cumbia que se subía a los aviones como si fueran taxis. En 1992 ya viajaba de Chicago a Las Vegas, de Hollywood a Nueva York y de San Francisco a Londres. Terrenos baldíos, ferias de pueblo, palenques, salones de baile, teatros, arenas de box, estadios, puentes, callejuelas. No cabía ni una tuerca.
Jimi Hendrix y Janis Joplin acababan de morir y Rigo ya meneaba el micrófono a su estilo. Brincaba. Sangoloteaba su guitarra. Cantaba: Perdóname mi amor por ser tan guapo / simplemente es un regalo celestial / que quieres las mujeres me persiguen / me han convertido en su objeto sexual.
No parecía ser suya esa voz que había incendiado a públicos tan gélidos como los de Austin Texas. Porque hasta en ese estado hay un día dedicado a Rigo: 31 de agosto de 1978. El hijo predilecto de Houston era un migrante.
Corrían tiempos en que el rock se tocaba en sótanos y en pequeñas reuniones. La sombra de Avándaro, el concierto con el que la clase política se escandalizó y censuró el rock en 1968, aún cobraba factura. No había espacio para los rockeros, pero sí para la cumbia, la banda y los sonidos guapachosos, como el de Rigo.
En la década de los años setenta y ochenta, la androginia de David Bowie y T-Rex no le hacían competencia al desenfado de Rigo en México. Los Ramones en Estados Unidos o los Sex Pistols en Inglaterra apenas entraban a las disqueras.
Más allá, en la dimensión del espectáculo, estaba el Rigo acróbata que corría, saltaba y bailaba al estilo The Clash en Should I stay or should I go. Caminaba como equilibrista sobre el hilo de las ilusiones perdidas de los jóvenes de aquella época.
Es un icono: el cabello crespo, largo. Los Ray-Ban vintage. Las cejas greñudas. El mentón rotundo. Los pantalones entubados. La nariz chata como de tiburón. Un príncipe mestizo.
Mantenía un ritmo de 10 a 14 presentaciones mensuales. En todas, el público se apretujaba entre sí como los estoperoles a su chaleco de cuero. Con los efectos del sintetizador y las maracas al fondo, Rigo hacía, estático, el paso de moonwalk. Levantaba las dos piernas y las estiraba en el aire.
Uno de sus pasos más famosos era el de Ángel. Como si se tratara de un títere, Rigo se tomaba un trozo de cabello y lo empujaba dando un paso hacía adelante. Sonreía con una sonrisa fija, plácida; una sonrisa que decía amor y paz camaradas. Después, como si a un robot le quitaran las baterías, Rigo Tovar se desconectaba, siempre al final de cada canción.
Hay en México un tianguis que exhibe el rostro de Rigo: se le ve todo galán. Los colores fuertes y ácidos que lo rodean (azul y verde) golpean con el impacto de un guitarrazo en el que parece no haber lugar para la contemplación estética. El tianguis es de rockeros y Rigo es parte de ese museo.
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Como una ofrenda a su madre Rigo se tatuó una mariposa en su brazo izquierdo. Mamá Sarita, jamás te olvidaré. XI-VII-MCMLXXIV. Una vez le dijo:
“Y si dios te diera un hijo/ háblale mucho de mi / dile que no te abandone/ como tú me hiciste a mí/ si tiene los ojos negros/ y si se parece a ti/ dale un beso que tu madre/ le dejó antes de morir.
“En el circo trabajaba un artista que se llamaba Rigo. Era alambrista. A mi señora se le grabó el nombre de Rigo y dijo que cuando tuviera un nuevo vástago le iba a poner Rigo” cuenta su padre como quien se inventa una historia para justificar el éxito.
“Su madre había sido la mujer más decisiva en la vida de Rigo, algunos días le llevaba serenata con una guitarra de dos cuerdas” revela su tía.
Si las mariposas representan la transformación en la vida, la madre de Rigo le dio un aletazo en la memoria y le dedicó un LP entero.
“Porque abandoné a mi madre/ y solita la dejé/ sin darme cuenta si quiera/ si tenía de comer/ hasta que llegó la noche/ en que muerta la soñé/ y hecho un loco fui a buscarla/ pero ya no la encontré / decían que mi pobre madre sin saber ya lo que hacer / pedía de puerta en puerta/ que le dieran de comer/ y en el rincón de una iglesia/ muerta de frío tal vez/ sin exhalar una queja pasó toda su vejez…
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Polvo y sol. Una casa endeble donde los niños se corretean unos a otros. Un barrio pobre, diría Rigo. Las ruedas del tren en las vías les hacían vibrar los talones. En Matamoros, Tamaulipas (al noreste de México), las canciones se le fueron acumulando en la cabeza. Era un panal de frases hechas y lugares comunes.
“Yo me llamo Rigoberto Tovar García. Nací en el año de 1965 en Matamoros, Tamaulipas. Vivo en la avenida Primero de mayo. Soy soltero. Vivito. Me gustan mucho las mujeres. Me pongo a la orden de usted. No vicios. No licor. Mido 1.68. Peso 59 kilos. Me pongo a la orden de usted”, mascullaba Rigo al principio de sus conciertos.
En las cantinas de Matamoros lo miraban como a un payaso callejero. Ni un aplauso. Pocas monedas. Una noche tuvo un vago sueño fronterizo. Entrevió el desierto, el aire vibrando por el calor. Era él cruzando la frontera.
“Yo fui muy pobre. Mis padres no tenían para comprarme zapatos. No tenían para comprarme libros. Cuando llegaba a al escuela me regalaba la maestra porque no llevaba libros, sólo un cuaderno. Éramos diez de familia. En el tiempo de frío cuando teníamos que ir a la escuela temprano, salíamos cuando la tierra estaba caliente, no teníamos suéteres. En la escuela los niños ricos me humillaban. Se burlaban de mí. Me hacían menos”, cuenta, como si narrara una leyenda.
“Su infancia fue muy dura. Yo trabajaba en la panadería y él venía a trabajar. Era muy buscavidas. Se iba a las cantinas a cantar y su papá lo sacaba a golpe— cuenta su tía en el documental Rigo, una confesión total.
“Yo llegué a Estados Unidos con 30 centavos. Allá empecé a trabajar en una pizzería. Después en la soldadura. Fue ahí donde me empecé a enfermar de mis ojos. Después me hice albañil”, narra el cantante.
Un día en Texas a Rigo se le complicó la vista. Tenía enfrente más sombras que de costumbre. Llegaron como un tamborazo repentino, a cegar. Rigo acudió con un especialista en Londres. Allá empezó un tortuoso tratamiento con piquetes de abejas en el cerebro.
El doctor terminó de hurgarle las cuencas de los ojos y le dijo con desaliento: “Tienes retinitis pigmentosa”. Se quedaron unos segundos sin hablar. Luego el médico se espabiló con una sonrisa: “Pero tienes a tus fans, Rigo”.
A los cuarenta años Rigo se quedó ciego. Al escenario siempre llegaba con alguno de sus secretarios particulares: José Morales o Javier Ronquillo. En las iglesias le rezaban misas enteras para que recuperara la vista. Los curas le rezaban a una estrella de rock. Por sus ojos. Por su música.
“Cuando a mí me agarra la inspiración es algo que me saca fuera de la realidad pienso y sueño y estoy formando la letra en mi cabeza. En mi mente”, se justificaba en las entrevistas radiales.
En la ceguera, Rigo no se quedó tan solo: tuvo creyentes a primer oído. Hay que visitar la disquera Melody, en la zona de Polanco en México, y recordar en voz alta el nombre del Sirenito. Patricia Hernández fue una de las que siempre estuvo para contemplar el cabello renegado de Tovar.
“El fue como un segundo padre. Toda la confianza que yo no tuve en mi padre estuvo en él, me orientaba, sabía cuando tenía problema”, cuenta ella.
Aquel Rigo que aparecía en el cine radiante en los ochentas, lucía en noviembre de 2004 con las hebras del cabello hechas cenizas. En los pómulos se le hunden unas ojeras azulencas. La malcrecida. Una figura trágica y descompuesta. Una gárgola de sí mismo.
Patricia lo admiró en la sala de su casa, ya retirado. “No me veas con esos ojos de huevo cocido”, le advirtió Rigo.
—¿Tuvo un romance con él?
—No—Patricia ríe como quien oculta un secreto—Yo tenía 17 años y me quería rebelar ante mis papás. Él me dijo que tratara de entenderlos. Fui captando sus palabras, me gustaron sus consejos y lo seguí frecuentando.
—¿Se enamoraron?
—No, si una mujer se le acercaba respetuosamente Rigo respetaba. Su equipo de seguridad nos cuidaba de que los hombres no se pasaran de listos.
—Pero Rigo era muy mujeriego…
—A veces me llegué a desmayar porque me daba mucha emoción verlo bailar y cantar. Pero nada más.
—Cuénteme de Rigo y las drogas.
—No, ahí sí no sé.
—¿Mariguana?
—La verdad yo no sé, sólo dios, pero sí necesitaba algo. Al principio sí fumaba mucho porque trabajaba seis días seguidos sin parar. Día y noche.
—¿Y la locura de Rigo?
—Pues hubo un tiempo en que ya no coordinaba. Inventaba nombres de presidentes. Se quedaba pasmado. Pero después volvió en sí. Él era muy creyente, siempre mencionaba a dios.
Ya en su casa, en la colonia Alamos, de la Ciudad de México, Rigo plasmó sus manos en una tina de concreto. Patricia conocía la manera de sentarse, la mirada coqueta, el brillo. Observó sus ojos ciegos y le pidió una canción:
Ven a mi mundo color de rosa para que veas como vivo yo/ Ven a mi mundo color de rosa para que cantes como canto yo/ olvida tus sufrimientos también tus penas/ por un momento ven a cantar conmigo/ a bailar feliz como lo hago yo…
Meses después, el 27 de marzo de hace seis años, Rigo murió. Vinieron los homenajes, los formalismos. Lo acechó un coro de idólatras. En la carretera a Reynosa, Tamaulipas, le hicieron una estatua en bronce. Su cabello se convirtió en una esponja de ramas. Con su mano predica amor y paz. En la costa Playa Bagdad cambia de nombre a Costa Azul. Donde creció, la calle Primero de mayo, lleva su nombre.
Quedan las palabras de Rigo escritas con manchas de aceite en el corazón de Patricia. “Adiós chiquititita”.
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Colofón
Si lo mexicano es naco y lo mexicano es chido entonces verdad de Dios, que todo lo naco es chido.
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