| abril 2018, Por Alejandro Saldívar

Juárez, la ciudad borrada

Perfil de perfiles. La que alguna vez fue la ciudad más violenta del mundo hoy es la violencia hecha ciudad. El presente texto parte del silencio, ya que solo a partir de él el autor pudo construir las imágenes y las voces que lo justifican. 

Lo que hay

A la orilla del Río Bravo los migrantes son espectros. Apenas merodean en los márgenes del río Bravo y la Border Patrol aparece. Algunos de ellos caminan hasta “El Pescador”, una casa rosa con tablones de madera. A esa tapia van a parar varios de los migrantes centroamericanos que viajaron 5 mil kilómetros sorteando policías corruptos, extorsionadores y asesinos. También llegan los deportados de EU y los drogadictos del barrio por comida y ropa.

Los que cruzan legalmente por el puente internacional Santa Fe, se detienen a ver los grafitis en los márgenes del río: “Los muros jamás detienen la primavera”, “Las víctimas del capital en las maquiladoras están muertas”, “Armas de destrucción masiva”. En ese puente un guitarrista desafinado canta un corrido: “porque andamos ilegales y no sabemos inglés”. Del lado estadounidense, la vigilancia es exhaustiva; pero del lado mexicano cualquiera puede entrar a pie sin ser molestado.

Frontera con mensaje. Foto: Alejandro Saldívar
Frontera con mensaje. Foto: Alejandro Saldívar

En las colonias aledañas a la frontera el miedo se desvanece: “Uno se acostumbra a que digan que Juárez es peligroso. La gente lo ve normal, es malo, a veces me da miedo cuando salgo a las cinco a la maquila. La otra vez me corretearon dos chavales, y lo malo es que no llevo dinero. Nomás lo único que pienso es que Dios me ayude. A dos compañeras mías las han violado y en la esquina de mi casa seguido avientan cuerpos. La inseguridad me da miedo, nadie confía en las autoridades, pero a mí me gusta vivir en Juárez”, cuenta Noelia, 35, a quien le pagan 60 dólares a la semana por ensamblar aparatos electrónicos.

Como si se tratara de un juego, el gobierno local borra cualquier referencia a la violencia. Donde antes había una pinta que mencionaba muertos, hay una mancha de pintura gris; donde antes había una cruz que recordaba a algún muerto, ya nadie se acuerda que pasó; donde hubo una escena de un crimen, hay cinta amarilla y guantes de plástico abandonados; donde había casas habitadas, hay maleza y cascajo.

La escena de un homicidio en Juárez. Foto: Alejandro Saldívar
La escena de un homicidio en Juárez. Foto: Alejandro Saldívar

Contrario a lo que quiere hacer creer el gobierno de Chihuahua, la violencia en Juárez sigue. En los últimos 25 años suman mil 779 mujeres asesinadas. Si se juntaran todos los cuerpos de muertos y desaparecidos en Ciudad Juárez se podría cubrir por completo la línea fronteriza que divide México de EU.

En Juárez –uno de los cinco puntos fronterizos más importantes de México- los traficantes de La Línea, brazo armado del Cártel de Juárez, son los encargados del negocio de la migración ilegal. Al mismo tiempo mantienen una disputa con el Cártel de Sinaloa por el control de los corredores de droga hacia EU. Mientras tanto, Estados Unidos sigue amurallando su frontera, y los migrantes se quedan como espectros, en Ciudad Juárez.

Un perro en la línea fronteriza. Foto: Alejandro Saldívar
Un perro en la línea fronteriza. Foto: Alejandro Saldívar

Un pandillero

Alberto, de 40 años, pertenece a la estirpe altiva y vagabunda de los migrantes en Ciudad Juárez. Es cruel sin dejar de ser inocente: cree en el poder misericordioso de Dios y lee la Biblia. “Sé que me veo malilla, pero yo sólo voy a la oración”, dice después de ser revisado por policías federales en el bordo. Los policías lo tuvieron esposado 10 minutos mientras comprobaban que no estuviera fichado en ningún país.

Alberto, habitante de Juárez. Foto: Alejandro Saldívar
Alberto, habitante de Juárez. Foto: Alejandro Saldívar

Debajo de su ceja derecha tiene tatuada la palabra “Bella”, que se refiere a la colonia Bellavista, uno de los lugares más conflictivos en Juárez. En septiembre de 2009 un comando asesino a 19 jóvenes que se encontraban en el centro de rehabilitación “Casa Aliviane”. Esa noche cuatro hombres encapuchados entraron al lugar y formaron alos jóvenes en la pared para fusilarlos. Se escucharon cientos de disparos en un lapso de diez minutos, según testigos. “A ese lugar entró el diablo y empezó el infierno”, cuenta Alberto. El plomo de las AK-47 se fue contra las paredes y las cabezas de los adictos.

La policía dijo que los vendedores de droga se refugiaban en esos centros para no ser capturados. Pero no fue la única vez, un año antes asesinaron a 10 jóvenes en otro centro de rehabilitación, y meses antes del ataque al “Aliviane” acribillaron a otros seis en otra casa.

Ahora “El Aliviane” es una casa abandonada. No hay un memorial ni un anuncio que recuerde la masacre. La fachada está mal pintada de un verde que cubre un morado. Las puertas están enmarcadas con pintura roja, como si fuera una entrada al inframundo. Desde afuera sólo huele a sangre recién cosechada.

El Aliviane. Foto: Alejandro Saldívar
El Aliviane. Masacre en un centro de rehabilitación. Foto: Alejandro Saldívar

Alberto no pertenece a ninguna pandilla, pero tiene cara de yonqui. Todos los días es lo mismo, cada que Alberto toma su bicicleta –una rodada 24- y baja a la orilla del río, una patrulla de la policía federal le hace señas de detenerse. Él ya sabe el ritual. Sacar sus pertenencias, poner la Biblia en el suelo, mostrar su identificación. Quitarse la camisa y mostrar sus tatuajes. Tras esto, y una revisión por radio, se van.

Hace 10 años no era así, cuando trabajaba en Kansas colocando tejas en los techos de las casas. “Fui roofero (albañil) y agarraba un chingo de dinero”, afirma. Pero los dólares le torcieron el destino. “Estuve en la cárcel un año por problemas de mujeres, hasta que salí y me deportaron. Yo ya no puedo regresar para allá, aunque sí me gustaría agarrarme a una güerita de nuevo”, confiesa.

Alberto es el ápice de una realidad en la frontera, más allá de las rejas y el río que ya no lleva agua. “Siempre es lo mismo, pero uno nació malilla y malilla se va a morir”, asegura. Él no mata la ilusión. Cree que Dios va a rescatar a Juárez.

Un pollero

“Johan”, expollero. Foto: Alejandro Saldívar
“Johan”, expollero. Foto: Alejandro Saldívar

“Johan”, 45, prosperó en el negocio de vender visas robadas, pero el 11 de septiembre le movió la jugada. “Se las comprábamos a los malandros que robaban carteras”, cuenta. Las vendían en la cantina “El Morroco” en Ciudad Juárez. En tres horas ganaba 5 mil dólares por cruzar migrantes ilegales por el puente en taxis o autos particulares. “Buscábamos que las personas se parecieran a las fotos de las visas”, asegura. Estuvo preso 3 meses en una cárcel de El Paso acusado de conspiración. Ahora vende burritos en Juárez.

Una defensora de migrantes

Blanca Juárez, defensora de migrantes. Foto: Alejandro Saldívar
Blanca Juárez, defensora de migrantes. Foto: Alejandro Saldívar

Blanca Juárez, 55, trabaja en la Casa Migrante. Todos los días se enfrenta a relatos parecidos: “Una vez llegó un joven golpeado por la policía municipal. Llegó furioso. Me pidió una pistola para matar a los policías y quitarle sus 103 pesos (9 dólares). Le quitaron sus zapatos y su pantalón, venía en harapos, lleno de sangre. Tenía una rabia tremenda contra la policía, era lo único que tenía para comer. Iba para El Paso, Texas.

Un migrante

Sergio Girón, salvadoreño de 36 años, se aferró durante 16 días al lomo metálico de “La Bestia”, el tren de carga que usan los migrantes para cruzar ilegalmente México. Pero ahí no empezó su odisea. Primero cruzó el río Suchiate por Guatemala y tomó la ruta con más retenes migratorios, y no la de Los Zetas, le advirtieron, -la banda de narcotraficantes que azuza a los centroamericanos en la costa del Golfo de México-.

Sergio Girón, salvadoreño de 36 años. Foto: Alejandro Saldívar
Sergio Girón, salvadoreño de 36 años. Foto: Alejandro Saldívar

Sergio no conoció a los asaltapollos –un mote utilizado por la prensa local para referirse a los bandidos de poca monta que roban las pertenencias de los migrantes en territorios desolados al sur de México-; pero sí a los policías que muchas veces extorsionan a los centroamericanos a cambio de 30 mil pesos (2 mil 270 dólares) para dejarlos continuar su recorrido hacia el norte.

Hay 282 kilómetros entre la frontera con Guatemala y la primera estación del tren en Arriaga, donde Sergio y Abner fueron detenidos. ¿Nacionalidad? ¿A dónde se dirigen?, fueron las preguntas de los agentes. Sergio se zafó de los policías porque fingió muy bien un acento mexicano, pero su hermano no corrió con la misma suerte y fue deportado.

“Yo no sé dónde está mi hermano, tengo miedo de que se lo hayan entregado a una de las bandas”, dice Sergio. Para él, no se puede ser un migrante decente sin despertar sospechas. “¿Por qué a él sí y a mí no?”, lamenta.

Sergio cuenta su relato muy rápido, como si en realidad no lo quisiera contar. Ahora mismo está dentro de la Casa Migrante, una asociación en Ciudad Juárez que se encarga de ayudar a quien quiere cruzar “al otro lado”. Sin embargo, su testimonio es similar al de alguno de sus diez compañeros que permanecen refugiados en esa casa, y que no hablan por temor a represalias.

“Una vez llegó un joven golpeado por la policía municipal. Llegó furioso. Me pidió una pistola para matar a los policías y quitarle sus 103 pesos (9 dólares). Le quitaron sus zapatos y su pantalón, venía en harapos, lleno de sangre. Tenía una rabia tremenda contra la policía, era lo único que tenía para comer. Se llamaba Adrián y quería llegar a El Paso, Texas”, narra Blanca Juárez, la defensora de migrantes.

Brazaletes de migrantes. Foto: Alejandro Saldívar
Brazaletes de migrantes. Foto: Alejandro Saldívar

Sergio está sentado mientras decide qué hacer con su destino. Detrás de él hay un dibujo de un tren cargado de familias enteras. Se fue de El Salvador cansado de las amenazas de las bandas MS y la 18. Ganaba 100 dólares a la semana, como panadero, pero tenía que repartir 60 dólares a las bandas criminales. “Trabajar para darle a otro pues no da”, dice indignado.

Casi murmurando, como para que los pandilleros no lo escuchen, las palabras de Sergio son un golpe de electricidad estática: “sólo por ser de otra colonia en El Salvador ya te quieren matar”, asegura como liberándose de una pesadilla.

“Yo sólo quiero que mi esposa y mis hijos la pasen bien, esto lo hago por ellos”, explica. Todos los días unas 3 mil personas intentan cruzar ilegalmente por algún punto de la frontera norte, según un informe del Departamento de Seguridad de EU. Él cruzará por algún punto de los 3140 kilómetros de línea donde los cárteles de la droga han impuesto su ley.

Un pastor: El pescador

José Tavizón, 60, se llama a sí mismo pastor, pero es dueño, desde hace 14 años, del centro comunitario para migrantes más decadente de Ciudad Juárez. Se llama “El Pescador” y está justo en la orilla de la frontera con El Paso, en una de las colonias más peligrosas de Juárez. Ahí alimenta, viste y refugia a los deportados.

José es el hombre más sensato en “El Pescador”. Todos los días a las 11 de la mañana conecta su micrófono a una bocina y empieza a tararear una cancioncita religiosa. Mientras Tavizón canta, los drogadictos intercambian bolsitas de heroína por dinero. En una de las paredes se lee con letras gigantescas “No olvides orar”.

José Tavizón, el pastor de la frontera. Foto: Alejandro Saldívar
José Tavizón, el pastor de la frontera. Foto: Alejandro Saldívar

“Padre maravilloso, apártalos de las tinieblas con estos hermosos cantos”, dice José al micrófono. Y ellos, parsimoniosos, cruzan los dedos de las manos como haciendo oración. “Éste es un lugar santo, éste púlpito es un testimonio de lo que dios hace en nuestra vidas”, entona, y entonces se pone sus lentes y empieza a leer un pasaje de Mateo.

En medio de la oscuridad del Pescador, los migrantes son como topos. Cuando quedan definitivamente ciegos levantan las manos y rezan sus plegarias. Los más tímidos agachan la cabeza y murmuran en silencio. “Dios me ha dado fuego para no consumir droga”, dice un hombre alterado. “Yo llevaba una vida de perdición, pero la palabra me guió”, cuenta en el atril, mientras un perro le mueve la cola.

Algunos escuchan tomados de las manos como fieles en una iglesia, obedientes al misal romano. Pero nada de eso, todos llegan puntualmente porque después de las oraciones sirven comida caliente, que en ese bordo escasea. José los ampara porque él también quiso cruzar a Estados Unidos. En sus sermones habla de honestidad, pero era carterista y eventualmente se inyectaba. Por azar encontró la Biblia y se volvió apacible, dócil, como los perros que habitan su patio trasero.

Tavizón finge ser un juez imparcial, pero más bien no quiere meterse en problemas. Sabe que está en un territorio minado y hablar mal de alguien podría hacer estallar su refugio. No podría ser de otro modo: él ya tuvo suficientes problemas durante toda su vida como para meterse en más. “Yo creía que nomás iba a vivir hasta los 30”, cuenta.

Tavizón justifica su pasado moviendo las manos con coreografías nerviosas. Sus brazos guardan cicatrices horizontales. “Me di un tiro con un tigre”, bromea, pero confiesa: “son charrasqueadas que uno se hace cuando está en la cárcel”. Y cambia de tema como si fuera rehén de su propia historia.

Plegaria en "El Pescador". Foto: Alejandro Saldívar
Plegaria en “El Pescador”. Foto: Alejandro Saldívar

Su oficina es un cuarto pintado de color azul cielo. En su archivo digital tiene más de 2 mil fotografías con rostros de migrantes. “Las fotos son una imagen para conservar, es un requerimiento para saber quién viene aquí, es un registro para comprobar que es una persona”, dice. “Los migrantes sufren y son apartados y miran que los que estamos aquí somos del mismo mundo”, argumenta.

En su computadora guarda la historia de Fidelina, que cruzó con un niño de cuatro años colgada del tren; o la de Claudia, que fue secuestrada por la policía y abandonada en Juárez; o la de Wilbert, que logró escapar de un fusilamiento en Chiapas; o la de Carmen, que se disfrazó de hombre para que no la violaran de nuevo; o la de Alberto, que pasaba droga a Texas con su hijo de cuatro años hasta que conoció a Dios; o la de América, una ciudadana estadounidense que sólo cruzaba para drogarse en el bordo.

Algunos de los migrantes llegan con los brazos como albóndigas a fuerza de inyectarse tanta heroína. “Yo les digo, aquí no puedes sacar tu cuete y curarte” (inyectarte). “Una vez vendí mi casa por meterme todo, esa era la soberbia que el diablo nos daba, y me fui con mi vieja a una tapia, y ella se amarraba a mí”, narra.

“Acá no hacen falta las palabras, ésta es la otra vida, la invisible, la marginada”, dice, y señala a Álvaro, 66, “él es un maestro del techo, pero me echa la mano aquí con la casa, él cocina y hace los arreglos, saca el agua cuando nos inundamos”.

Afuera de su oficina, los migrantes comen con el ansia irrefrenable de alimentarse con lo que sea: Leche en tetrapack, fiambres semipodridos, arroz con frijoles. Después de eso, le ruegan a Dios por la salvación del mundo y, como prueba de fe, salen de la tapia rumbo al sol. Algunos contactan polleros y otros van a refugiarse a los picaderos.

“Siento compasión por ellos, porque yo he vivido sus vidas. Más que sentir lo veo, y le pido a Dios que no les pase nada”, puntualiza Tavizón, que recibe donaciones, pero todas las regala: “lo peor que puede pasar es que un migrante se quiera pasar de listo y se las robe”.

Pelea de gallos en Juárez. Foto: Alejandro Saldívar
Pelea de gallos en Juárez. Foto: Alejandro Saldívar

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