No soy tu cholo
Este es un fragmento de No soy tu cholo*, el último libro de Marco Avilés, quien desde el próximo 21 de abril estará dictando un taller en la Escuela Virtual de Late sobre “cómo pensar y reportear sobre racismo en América Latina”.
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Una pareja estadounidense se mudó a Lima y abrió un restaurante de hamburguesas en uno de los corazones culinarios de la ciudad: la temida Calle Dante, en Surquillo, barrio de chicharronerías y vecina de la cuadra 8 de la Avenida Angamos, donde el samurái Toshi Matsufuji gobierna una de las mejores cebicherías de este sector del universo. La competencia es dura y los esposos Justin y Brandy Wiley parecen bastante optimistas. Su local se llama PapiCarne y, en sus redes sociales, escriben en inglés. ¿Qué hacen dos gringos ofreciendo hamburguesas en la Meca de la cocina latinoamericana? Un domingo por la mañana, Brandy cogió el diario para acompañar el desayuno y, oh, my God, el crítico culinario les había dedicado una reseña.
Conté esta historia un viernes de inicios de primavera, en una escuela secundaria de un pueblo adinerado de Maine, en el noreste de los Estados Unidos, donde vivo, a unos seis mil kilómetros de mi país. El profesor del curso de Español me había invitado a su clase para compartir mi experiencia como inmigrante latino en tiempos del tío Trump. Muchos estudiantes –me advirtió– simpatizaban con las políticas anti inmigratorias del Presidente. O sea, yo, latino, de piel marrón, iba a jugar de visitante y a entenderme con un auditorio que acaso pensaba que no debía estar allí.
Había cinco estudiantes en el aula: dos chicas y tres chicos; todos de piel blanca, y sus cabelleras eran un crisol que iba del rubio al castaño. Me miraban con la desconfianza típica del adolescente, como quien dice: si quieres mi atención, gánatela. La historia de PapiCarne rompió el hielo.
–Que dos gringos abran un restaurante en Lima –les dije– es tan osado como que un peruano vaya a la Nasa para explicar cómo se llega a la Luna.
No fue la metáfora más afortunada pero todos nos reímos.
Machu Picchu es el Disney World de los peruanos –proseguí– y les mostré la fotografía de dos jóvenes besándose ante una muralla inca. La imagen era propicia para explicar que cuatro millones de turistas viajan cada año al Perú. La cuarta parte proviene de los Estados Unidos, según la oficina peruana de Migraciones, y muchos de ellos deciden quedarse y echar raíces en el país de los cholos. Igual que Justin y Brandy, creadores de PapiCarne, que pasaron su luna de miel en el Perú y se enamoraron de él.
–¿Y saben cuántos de sus compatriotas se han quedado a vivir en mi país en los últimos años? –pregunté a la clase.
Silencio. Los muchachos escuchaban confundidos. ¿Muchos estadounidenses van al Perú y se quedan a vivir a allí? Un momentito. ¿No era cierto, acaso, que solo los latinos migraban y se instalaban en un país que no era el suyo? ¿También los ciudadanos del Primer Mundo cruzan fronteras en busca de un futuro mejor? Exacto. Migrar es humano. Uno de cada diez extranjeros instalados en el Perú es gringo –según la Organización Internacional para las Migraciones–, y la sola mención de dichas estadísticas parece un sacrilegio. Estados Unidos es el país que más inmigrantes envía al Perú, por encima de España, Chile y Argentina.
–¿Y qué tan fácil es sacar la residencia en tu país? –me preguntó una profesora que asistía a la charla.
–Tienes que hacer trámites, igual que acá –le dije, y enseguida me dirigí a los estudiantes–. ¿Pero saben cuál es la gran diferencia?
Otro silencio.
–Primero. Si un día ustedes quieren ir a Machu Picchu, no necesitarán sacar una visa. En cambio, si un peruano quiere venir a Disney, sí necesitará una. Y, según lo que he visto cada vez que he hecho el trámite, hay más posibilidades de que te la nieguen a que te la den.
Segunda diferencia. Si esos chicos un día decidieran instalarse en el Perú, nadie en mi país los etiquetará como inmigrantes. Les diremos gringos, igual que a los europeos, pero nunca inmigrantes.
Un inmigrante es todo aquél que se muda a vivir a una tierra que no es la suya, dice el diccionario. Pero, en la práctica, esa palabra se usa en un solo sentido: para señalar a los que nos movemos desde el sur hacia el norte. Es decir, para etiquetar a los latinos, a los africanos, a los asiáticos y a todos los que venimos a vivir y a trabajar a los llamados países desarrollados. Los latinos jamás usamos esa palabra salvo para nombrarnos a nosotros mismos cuando estamos en el exilio.
–En el Perú no existe una retórica política contra los inmigrantes caucásicos como ustedes –les dije–, ni un presidente loco tuiteando que deportará a todos los gringos.
El mundo es una gran casa llena de habitaciones cerradas con candados. Nacer en un país «desarrollado», rico y ser blanco te otorga privilegios para moverte con amplia libertad en ese laberinto donde otros viven confinados sin poder salir de sus países. Las puertas se te abren cuando eres gringo. No necesitas tantas visas como un latino y puedes mudarte a cualquier lugar sin cargar el estigma del inmigrante. ¿Qué opinaba el crítico culinario de las hamburguesas de PapiCarne, ese hueco gringo en el estómago de Lima?
La dueña del local abrió el periódico ese domingo y leyó una reseña bastante hospitalaria: «Acaba de abrir un huequito de fritanga norteamericana e influjos orientales que amerita, cuando menos, un par de visitas», había escrito el periodista Javier Masías en su columna. «Sorpresa», escribió Brandy en su muro de Facebook, y luego añadió en el fanpage de su negocio: «Gracias por 3 semanas maravillosas, Lima! Estamos orgullosos de traer nuestra comida a una ciudad tan maravillosa y servicial». Lo escribió en inglés, por supuesto, y supongo que muchos estaremos de acuerdo en algo: el limeño es bien acogedor con el inmigrante. Con el inmigrante extranjero y gringo, quiero decir. Con aquellos de piel oscura que migran de las montañas, como yo, la historia es más jodida.
A continuación compartí con los estudiantes la portada de mi libro De dónde venimos los cholos.¿Cómo le explicas a un grupo de adolescentes gringos qué es un cholo? Trump me lo ha puesto muy fácil. Un cholo en el Perú –les dije– es como un latino en los Estados Unidos: alguien de piel oscura que se ha mudado desde lejos, del sur, de las montañas.
Los estudiantes escribieron preguntas en papelitos y ahora me correspondía enfrentar el fusilamiento.
–¿Por qué no te mudas a un lugar donde haya más latinos? –preguntó uno de los chicos.
–Mi esposa es de Maine –le expliqué–. Supongo que si ella fuera de otro país, de Chile, por ejemplo, me habría mudado allí.
¿Habrían sido las cosas distintas en otro lugar? Según mi experiencia, en cualquier país occidental, sea en los Estados Unidos o en el Perú, las cosas para las personas de piel marrón son más o menos la misma vaina. Si eres un cholo, en Lima, hay muchas posibilidades de que no te dejen entrar a aquel cine o que esa discoteca te cierre la puerta o que aquella señora te grite indio de mierda, serrano, igualado, animal. Me ha pasado.
Esperaba algún comentario incómodo pero no lo hubo. La siguiente pregunta fue sobre mi plato favorito. Cuando terminé de hablarles del cebiche, el profesor hizo circular una fuente de pop corn, jugo de manzana y un plato con donuts. Y, con esa camaradería que fomenta la comida, nos despedimos. Solo uno de los cinco alumnos se acercó y me ofreció la mano. Era alto, de cabello dorado y modales suaves. En sus ojos había algo parecido a la sintonía. Me pregunto si ahora era más consciente de su privilegio.
Una tarde de invierno, mi esposa y yo fuimos al cine a ver I am not your negro, un documental basado en un ensayo del escritor afroamericano James Baldwin. Las imágenes de la película describen cómo es ser una persona negra en los Estados Unidos. Si eres negro y conduces un automóvil en este país, hay muchas más probabilidades de que un policía te detenga y, ups, te mate de un balazo. También tienes menos posibilidades de concluir la escuela, o de ir a la universidad, o de tener un buen trabajo. La película va y viene desde los años de la esclavitud hasta los del gobierno de Obama, el primer presidente negro. Es fuerte. Está llena de líderes negros asesinados, negros agarrados a patadas por la policía, negros humillados por gente blanca. A media película, lo más interesante ya no ocurría en la pantalla sino en las butacas. Muchos espectadores lloraban. Era difícil no hacerlo al ver las fotografías de Dorothy Counts, una de las primeras adolescentes negras que se integró a una escuela blanca, en North Carolina.
Cuando las luces se encendieron, docenas de personas aún se limpiaban las lágrimas con pañuelos. En la sala solo había dos personas negras. Ellas no lloraban.
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Mi escuela era una trituradora de cholos y de negros. La última imagen de Dorothy Counts me recuerda el bullying contra un compañero negro apodado Bemba. Bastaba verlo para entender que él no estaba bien. Los ultrajes, los golpes, los escupitajos habían comenzado a herirlo en un nivel profundo. Te parabas delante, lo mirabas directo a los ojos y ya no tenías que insultarlo ni golpearlo para verlo hundido en el miedo, temblando. Recuerdo su apodo. Su boca. Su cuerpo menudo. Pero no recuerdo su nombre.
La vida no era más sencilla para los cholos. Cochachi parecía un alma en pena. Caminaba raspando las paredes, ocultando su rostro de cholo. En aquellos años, yo tendría que haber tomado una posición solidaria al lado de Bemba y de Cochachi, y enfrentado los ataques junto a ellos. También soy cholo. Sin embargo, elegí la ruta más directa a la tranquilidad. Me escondí. Jamás conté dónde había nacido. Tampoco que mis padres y abuelos hablaban quechua. Nunca llevé a mis compañeros a casa porque en casa –temía– ellos iban a rastrear las huellas de mi origen y –además– iban a descubrir cuán pobre era. Quizá más pobre que el pobre Bemba. Quizá más cholo que el cholo Cochachi. Esos eran mis fantasmas.
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Mi padre era de la vieja escuela y quería que yo estudiase para médico o abogado. Cuando eres pobre, la carrera que eliges no siempre es una expresión directa de tu talento o de lo que quieres ser en el futuro, sino la ruta que emprendes para salir de la pobreza. No le hice caso. Postulé a San Marcos para estudiar Periodismo. San Marcos es la vieja universidad pública donde los pobres pueden educarse gratis, sin angustiarse por la falta de dinero, y refleja las realidades extremas del país. Mi hermana Zoila había egresado de allí unos años antes y mi cabeza estaba contaminada con sus aventuras. Ella y sus amigos editaban periódicos, organizaban recitales de poesía, alimentaban a los mineros que venían a Lima a protestar y que levantaban carpas para dormir en San Marcos porque San Marcos era eso: una casa grande.
Yo era pobre pero no tanto como muchos de mis compañeros. G. venía de un pueblo lejano de la selva amazónica y vivía en casa de unos parientes. Una vez me mostró las suelas agujereadas de sus zapatos. Al día siguiente le traje unos que yo había dejado de usar. El intercambio era mutuo. Él me presentó a Henry Miller, a Gabriel Celaya, a Rainer Maria Rilke. Pronto me enganché a esas drogas y pasaba el tiempo libre entre la biblioteca y los bares de las afueras de la universidad, escuchando a los poetas.
Cuando acabé el primer año, mi padre insistió en que postulase a una universidad privada para seguir la carrera de abogado. Él iba a hacer el esfuerzo de pagar las mensualidades. Yo era su hijo menor, el único varón, y él, un amoroso machista. Una mañana me acompañó a inscribirme en el examen de admisión de la Católica, esa universidad privada, progre y prestigiosa, donde los pobres de verdad estudian gracias a becas. Viajamos durante una hora y media en una combi de la línea Z, desde San Juan de Lurigancho, la barriada donde vivíamos, y caminamos el último tramo sobre la Avenida Universitaria. Fue una de las pocas veces que hablamos de cholo a cholo. ¿Con qué dinero íbamos a pagar la mensualidad? Él tenía casi setenta años, se había jubilado hacía un tiempo y seguía administrando un negocio de barrio, donde yo trabajaba en mis ratos libres. No quería costarle más esfuerzo. ¿Quizá yo podía conseguir un empleo adicional? Mi propuesta le sonó a falta de respeto. Ni hablar.
La Católica se veía tan perfecta desde la avenida: las paredes de ladrillo anaranjado muy limpias, los jardines de césped bien cortado, alumnos en ropa de verano saliendo y entrando en sus propios coches. La visión de aquel campus con sus bandadas de estudiantes privilegiados expresaba una realidad distante a la nuestra. Intimidaba. Tomé valor. Le dije a mi padre que esa universidad no era para mí. Tampoco quería ser abogado. Viejo –comenté–, tienes que confiar en mí, nomás. No insistió. Nos dimos la mano como si sellásemos un pacto, y nos despedimos en la avenida. Caminé a San Marcos, me quedé a leer en la biblioteca y por la noche busqué a mis amigos para celebrar.
En San Marcos yo podía ser pobre y cholo y no tenía la presión de ocultar ni de explicar nada porque la mayoría de historias se parecían a la mía. Me sentía en casa.
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Durante mis primeros meses como reportero en El Comercio, el diario más grande de Lima, tuve un colega que se quedaba a dormir en el periódico, durante los fines de semana. Llegada la noche, él sacaba una almohada de la mochila, una manta, y se enrollaba bajo el escritorio. Ambos éramos practicantes y teníamos que trabajar como peones para que los editores nos extendieran el periodo de prueba. Yo era rápido. Él era un mártir.
Por entonces corría el rumor de que este diario solo contrataba a egresados de universidades privadas, en especial de las universidades de Lima y de Piura. Que ambos estuviéramos allí contradecía el mito de manera parcial, pues muchos periodistas y editores de la generación anterior venían de aquellas universidades. Quizá el mito había sido cierto alguna vez. Era el año 2000. El dictador Alberto Fujimori estaba prófugo. Su socio Vladimiro Montesinos estaba en la cárcel. Los tiempos estaban cambiando.
La demografía de El Comercio era interesante: jamás había visto a tantas personas rubias y de cabello castaño en un solo lugar. Además de su piel, sus ojos y sus cabelleras, los apellidos de muchos de mis colegas sonaban distinto. En San Marcos, mis compañeros se apellidaban Huamán, Huamaní, Ticona, Ascona, Choque, Chate, Atoche, Calixto, Chahuayo. En El Comercio: Pinilla, Miró Quesada, Del Solar, Cisneros, García Miró, Abramovich, Salem, Larrabure, Swayne. Al entrar a ese diario, yo había pasado de un país a otro. Ambos se llamaban Perú. Pero estaban desconectados. ¿A cuál pertenecía yo?
Nunca me he preocupado mucho por la ropa, pero en aquellos primeros meses como reportero quería quemar mi closet. Veía mis zapatos chancabuques, mis pantalones gastados y los detestaba porque eran ropas de pobre, de sanmarquino, de cholo. Ya no podía ocultarme como había hecho en la escuela. Estudiaba a los colegas de mi edad: cómo vestían, las marcas que elegían, los pantalones cargo, las chaquetas The North Face. Luego iba a las tiendas pero nunca compraba nada porque me parecía absurdo pagar tanto por tan poco. Con mi primer sueldo de practicante, me regalé los 11 tomos de la Historia de la República de Basadre en una librería de viejo. Al día siguiente estaba de vuelta en el periódico detestando mis botines, mis gafas de alambre, mis camisetas con el cuello estirado. Nunca se lo conté a nadie (salvo a mi esposa, durante los días en que decidí escribir este testimonio): me sentía tan pobre, tan cholo, tan poca cosa. El único privilegio que tenía (y entonces no me daba mucha cuenta) era mi educación. No el grado académico de periodista que había obtenido, sino la mayor cantidad de libros que había leído en comparación con la mayoría de mis colegas. Lo notaba cuando conversábamos, cuando leía sus textos, cuando ellos comentaban los míos.
Supongo que si hubiera sido más consciente de aquella ventaja habría podido sacarle más partido. Pero no fue así. Un día renuncié al diario porque sentía que ese lugar tampoco era para mí. Estaba cansado de tener que demostrar todos los días que –a pesar de ser de San Marcos, a pesar de ser cholo, a pesar de ser pobre– yo me merecía ese empleo.
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Es raro crecer pensando que hay cosas que no son para ti, que no te corresponden o que no te las mereces. Es más raro darte cuenta de que has pasado tu vida diciéndotelo a ti mismo: que esa universidad privada no es para ti, que esa maestría en el extranjero no es para ti, que ese trabajo no es para ti, que esa chica no es para ti. La voz nunca cesa. Está ahí, incluso ahora que vives en los Estados Unidos, recordándote que tu piel y tu origen, para muchos, son tu desventaja.
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¿Es tan difícil notar el privilegio cuando tú eres el privilegiado? ¿Es tan difícil entender que si naces con la piel blanca, con «buen apellido» y con dinero, las cosas te serán menos difíciles que para el resto? Cuando gozas de esos privilegios, para comenzar, no tendrás esa voz permanente dentro de ti que te dice todo el tiempo: eres cholo, te están mirando así porque eres cholo, te están hablando así porque eres cholo, no te darán el trabajo porque eres cholo, no puedes entrar a la discoteca porque eres cholo, te están haciendo trabajar más que a los demás porque eres cholo.
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Tres conductores del noticiero de Radio Programas del Perú conversaron por teléfono con un estudiante de San Marcos, una mañana de fines de verano, en Lima. El muchacho representaba a un grupo de alumnos que había tomado la universidad para protestar contra los cobros que había impuesto el nuevo rector. El rector y los estudiantes no habían podido resolver la diferencia de manera regular, en los claustros, y ahora el problema se había convertido en un dolor de cabeza público. El estudiante tenía un apellido indígena, Huamán, y este no era un dato menor. Los conductores en la mesa eran blancos y se apellidaban Del Río, Mariátegui, Carvallo. Esos dos mundos distantes iban a dialogar. No pudieron. La entrevista no fue una entrevista sino un linchamiento.
—¿A cuánto ascienden los pagos de los que estás hablando? —pregunta la
periodista Patricia Del Río.
El estudiante Jorge Huamán le explica que los montos van desde sesenta soles a doscientos soles; es decir, entre 20 y 60 dólares.
—Sesenta soles por semestre —repite ella.
Un colega en la mesa de conducción hace un cálculo rápido y exclama:
—O sea diez soles al mes.
—¡Diez soles al mes! —repite Del Río con la indignación de quien no puede creer que los estudiantes estén haciendo problemas por tan poco dinero—. ¿Eso es diez céntimos diarios? ¿De cuánto estamos hablando?
El estudiante no dice nada, se queda callado, enmudecido.
—¿De verdad tenemos que estar discutiendo esto en este momento porque ustedes no quieren pagar 20, 30 céntimos diarios? ¿De verdad?
El video está colgado en Internet. Los periodistas hablan con el tono de voz con que se regaña a un niño. Uno de ellos hasta se ríe del entrevistado.
No sé qué elemento de esa máquina de maltrato me da más rabia. Quizá la posibilidad puramente hipotética de que, en otro tiempo pasado, ese estudiante nervioso y maltratado hubiera podido ser yo o un amigo o alguna de mis hermanas. No sé cuántas veces, cuando estudiaba en San Marcos, salí a protestar por motivos parecidos a los de ese muchacho. Entonces, como ahora, los periodistas y las autoridades nos estigmatizaban como terroristas. Jamás le han dicho ni le dirán lo mismo a los estudiantes de las universidades privadas. La etiqueta solo funciona en un solo sentido, como la etiqueta de inmigrante que usan los gringos contra los latinos; es decir, para calificar a los pobres, a los cholos, a los marrones.
La frase «#Soy Sanmarquin@ y no soy terrorista» circuló como un virus necesario en las redes sociales, durante los días que siguieron a la entrevista. Muchos alumnos y exalumnos de San Marcos la compartimos como una reacción contra el estigma que nos enrostran quienes tienen el «privilegio» de no haber estudiado allí. Si estudias en La Católica o en la Universidad de Lima, por ejemplo, nunca tendrás que aclarar que no eres responsable de un delito que, en el Perú, se paga hasta con cadena perpetua.
Los científicos sociales podrán llevar aquella entrevista al laboratorio para analizarla con bisturíes. Sin embargo, como en cualquier historia de abuso, no importa tanto qué dicen los que atropellan. Importa más quiénes son.
Tres periodistas de radio maltratando a un entrevistado.
Tres viejos maltratando a un joven.
Tres blancos privilegiados maltratando a un cholo.
He visto similares escenas de bullying en mi escuela secundaria. Muchas personas que gozan de privilegios no suelen darse cuenta de cuán privilegiadas son. Los cholos de todos los colores, de todos los países, además de lidiar con nuestras «desventajas», tenemos que asumir el trabajo adicional de explicarles de qué se trata su privilegio; es decir, cómo funcionan en su favor esos atributos que obtuvieron por la gracia del Espíritu Santo, al nacer donde nacieron y al crecer en la familia en que crecieron. Si no les explicamos, si no les reclamamos, seguirán imponiendo sus puntos de vista y sus modales a la hora de contar la historia. Querrán comernos vivos, igual que casi despedazan a aquel estudiante. Por eso, me tomé el tiempo para ir a aquella escuela de Maine y charlar con los estudiantes. Por eso comparto mi testimonio en esta crónica.
Tres personas blancas y privilegiadas en la mesa de un programa radial no garantizan la pluralidad de voces ni el respeto hacia quien no comparte sus privilegios. En mundos tan diversos y tan distintos entre sí (como América Latina y los Estados Unidos), la democracia aún no existe: conocemos las reglas, su promesa de un mundo justo y tolerante, pero todavía estamos lejos de esa utopía. Por eso, las personas menos privilegiadas tenemos que seguir peleando a diario para entrar a esos espacios donde todavía no estamos, donde nuestra voz no se escucha con la misma atención, donde nuestra piel no se mira con el mismo respeto.
Cholos, latinos e inmigrantes venimos de lejos y traemos una historia compleja bajo el brazo. La historia de dónde venimos no es una desventaja, como nos dicen, como nos decimos. Al contrario. Es nuestro poder.
*Este texto fue publicado originalmente en Ojo Público
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