Cultura “Bio” como resistencia política en Francia
En Francia hay una leyenda muy popular entre los habitantes del sur del país, que cuenta la historia de cómo un pequeño colibrí combatió un incendio forestal.
Ante las llamas incontenibles, todos los animales huían en dirección a un lago para salvarse. El único que iba en dirección al fuego era el pequeño colibrí. Los animales se sorprendieron por el ir y venir del colibrí desde el lago hasta el fuego que continuaba devorando el bosque, aniquilando el hábitat de todos ellos. Entonces le preguntaron qué hacía, y el colibrí les respondió que con su pequeño pico traía agua del lago hasta la zona del incendio para intentar detenerlo. Los animales rieron y preguntaron si pensaba que eso bastaba para apagar el fuego, y el colibrí respondió que no sabía, pero que al menos hacía su parte del trabajo para intentar frenar las llamas que estaban destruyendo todo.
Este relato es muy útil para entender la filosofía y la conducta de muchos trabajadores independientes que se volcaron a la producción de alimentos “Bio”. Mientras las grandes cadenas de supermercados junto a los gigantes de la industria alimenticia arrasan la tierra con monocultivos e infectan los alimentos con sustancias cancerígenas, los productores “Bio” buscan una nueva forma de producción en armonía con el entorno, 100% natural.
Es más que una moda pasajera o algo vinculado exclusivamente con la alimentación. Cientos (miles si se amplía la escala a todo el país) de jóvenes decidieron dejar atrás vidas tragadas por el consumo dentro de las metrópolis, y volcarse a una nueva forma de interacción con la comunidad y con el medio ambiente.
Auda, de 40 años, tiene una hectárea de tierra cerca del pueblo Pontcirq donde cultiva vegetales hace tres años; también produce huevos. “Es nuestra forma de hacer política”, dice. Está feliz con su nueva vida. Su tienda abre una vez por semana para sus vecinos, y además ofrece sus productos en las ferias de los pueblos circundantes. El trato con el cliente es de mutuo conocimiento y confianza.
Un ejemplo similar es el de Agnès y su compañero Laurent, que viven con sus tres hijos cerca del pueblo Thedirac, y producen alimentos “Bio” hace ocho años. Se mudaron allí porque la hectárea que compraron tenía un precio inferior al de otros departamentos del sur francés.
Claro, está el problema de la subsistencia. Si bien son familias y personas que se conforman con muy poco a nivel material, necesitan dinero para cuestiones que aún no pueden resolver de manera autónoma. Es difícil el equilibrio entre ser y no ser parte, con contradicciones irremediables, pero poco a poco las han logrado reducir a niveles tolerables a través de mecanismos de “ayuda mutua”.
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Los productores de Lot (uno de los 101 departamentos de Francia, que tiene una superficie de 5 mil metros cuadrados y menos de 180 mil habitantes) están organizados en distintas asociaciones independientes. A través de éstas, forman redes de comunicación e intercambio, ya sea para tener mejor información y publicidad, o para mejorar sus productos y la relación con los clientes.
Una de ellas es “Bio 46”, que cuenta con tres empleados permanentes y reúne a más de 200 productores. La organización garantiza asesoramiento para que sus miembros obtengan la licencia “Bio”. También provee información sobre metodologías de producción eficiente, ofrece una red constante de ayuda colectiva y trabaja en darle visibilidad al rol social y ético de los productores.
Algo similar realiza “Nature&Progres”, otra asociación –de carácter nacional y fundada en 1971– de pequeños productores, cuyo eslogan es “Por nuestra salud y la de la tierra”. Dentro de este colectivo –formado por productores pero también integrado por consumidores–, además de entregar sus propios certificados con estándares de calidad superiores a los de la Unión Europea, también abrió un espacio de reflexión y concientización sobre el valor de cambiar los hábitos alimenticios actuales por otros más saludables.
Además de estos agrupamientos entre colegas, la misma comunidad ha desarrollado canales de venta que conectan a los productores con los consumidores.
Un caso especial es el de AMAP (Asociación para el Mantenimiento de la Agricultura Campesina), que funciona con un sistema de contratos que cada semana garantizan una cierta cantidad de productos a los vecinos.
En la AMAP del pueblo de Gourdon por ejemplo, todos los martes después de las 18 hs, los productores “Bio” de vegetales, lácteos, pan y frutas –entre otros alimentos, según la temporada–, se reúnen en el estacionamiento de la escuela local para realizar el intercambio. Los contratos suelen ser a seis meses. Se paga por adelantado, tras el acuerdo entre productor y comprador, y todas las semanas se va a buscar el producto. Los días de intercambio no hay dinero circulando y no se puede comprar nada por fuera de lo pactado en el contrato inicial. Hay voluntarias de la asociación que llevan los números de cada rubro (lácteos, panadería, vegetales, frutas, etcétera), controlando que cada vecino reciba su cuota semanal, y entregando el dinero a los productores de manera mensual.
De esta manera, los consumidores obtienen los alimentos frescos de estación regularmente, y los productores saben la demanda mínima de sus productos que ya tienen garantizada por una cierta cantidad de meses, con su consecuente ingreso para cubrir costos de producción y de vida. Una organización social que ya lleva años y funciona de este modo horizontal, transformándose en un punto de encuentro de los vecinos con aquellos que con gran esfuerzo elaboran sus alimentos. El concepto que subyace toda esta estructura es el de “entre-aide” o “ayuda mutua”, ya que los consumidores son los que organizan toda la logística para contribuir con los productores, que bastante trabajo tienen en sus campos.
Otra variante que desarrollaron los productores independientes para solventarse, es la de la asociación para la venta directa. En la ciudad de Cahors, capital de la región, se encuentra L’oustal, un negocio surgido para eliminar a los elementos parasitarios de la cadena productiva, y conectar al productor directamente con el consumidor. El local ya lleva tres años, según cuenta Thierry, un productor de manzanas que oficia de cajero, puesto que va rotando entre los 21 integrantes permanentes de la sociedad que alquila ese espacio. Sólo exigen un pago de 200 euros a aquellos productores que quieran sumarse (venden alimentos de todo tipo, no sólo “Bio”), y luego el 20% de cada venta va para la sociedad; un porcentaje que quieren reducir, pero que ya de por sí es mucho menor al que cobran las grandes cadenas de supermercados.
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La sensibilización da sus frutos. Tal vez el ejemplo más impactante de cómo está creciendo la demanda de productos “Bio”, es la proliferación de supermercados “Biocoop”. En el interior de estos prolijos locales solo se consiguen productos “Bio”, producidos en Francia y en otros lugares del mundo. Paul, uno de los encargados del “Biocoop” de Gourdon, niega los rumores acerca de que en esos locales se venden productos “Bio” industriales, elaborados con la lógica de optimización de ganancias a cualquier precio (explotando trabajadores y devastando la tierra). Según afirma, hay encargados de chequear que cada proveedor cumpla con los requisitos de “Biocoop” (en cuanto a calidad de productos y situación de los trabajadores), que son incluso más exigentes que los de la Unión Europea (por ejemplo, la UE tolera el uso de saborizantes en productos “Bio”, y Biocoop no).
Paul fundó el mencionado local hace dos años (antes tenía tierras donde producía carne vacuna y de cerdo) y funciona como una cooperativa. Todos los empleados cobran lo mismo, incluso los cuatro socios que decidieron pagar los 10 mil euros para tener el nombre y el asesoramiento de la firma “Biocoop”.
La empresa se encarga de capacitar a los nuevos comerciantes durante seis meses y luego les exigen trabajar en alguno de sus locales en funcionamiento. Siempre hacen hincapié en el aspecto social del trabajo, en la red que se crea con los productores locales, a los que se incentiva y se les permite poner el precio de sus productos, obteniendo de ellos apenas el 15%. De todos los productos del “Biocoop” de Gourdon, sólo 7% son de productores “locales” -150 kilómetros a la redonda-, porque según su encargado, no hay suficiente oferta para satisfacer la demanda. A los productos “Bio” que vienen de otros países los cargan con un máximo de 34% sobre las ventas.
Paul afirma que para abrir un “Biocoop”, una comisión te analiza “éticamente” para establecer si estás capacitado para entender la nueva forma de funcionamiento de esta empresa que también en su escala nacional funciona como una cooperativa, con una comisión directiva de nueve miembros con cargos electivos (los dueños de locales con más de dos años de antigüedad pueden postularse).
Por contrato, los locales no pueden obtener más de un 3% de ganancias anuales, y los salarios más altos (de toda la estructura de la firma) no pueden superar en cinco veces a los sueldos de los empleados (que no pueden ser part time y tienen que estar registrados). Dos medidas que, según Paul, son la muestra clara de que los que abren este tipo de locales no están allí para enriquecerse, sino que aspiran a cambiar el sistema de producción y comercialización de alimentos. Cree fervientemente que están logrando progresos muy importantes con esta estructura creciente (ya hay 424 locales de “Biocoop”, firma que nació en 1984) y que están compitiendo con las grandes cadenas de supermercados.
¿A qué responde este éxito en un contexto tan adverso, es decir, un mundo capitalista en donde se premia la híper producción y la rentabilidad, y donde poco importan los lazos sociales en la cadena productiva?
Según el encargado de “Biocoop” de Gourdon, la clave está en la creciente y sostenida demanda. Acorde a su apreciación, la demanda de “Bio” surge generalmente por cuestiones individualistas vinculadas a la salud y al temor que despertó toda la información que proliferó en los últimos tiempos vinculada a la industria de la alimentación y el uso de químicos en el proceso productivo. Esto constituye un límite en la lucha de fondo que están entablando muchos de los actores involucrados en la cultura de lo “Bio”, porque ellos van más allá. Pretenden utilizar esta plataforma para construir una sociedad con lazos más firmes y humanitarios hacia el interior de la comunidad, con una consciencia más clara sobre cómo nos alimentamos y sobre el cuidado de los recursos.
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Laurent es el jefe de redacción del diario local Le Lot en Action que ya hace diez años publica de manera mensual. En sus páginas se encarga de informar –entre otras cosas– acerca de cuestiones vinculadas a la ecología, pero sobre todo funciona como nexo entre los diferentes productores independientes y autogestivos de la región con los lectores.
El rol de la prensa libre (y regional) para unir estos brotes de conciencia se torna fundamental ya que los medios nacionales miran para otro lado, y el grado de dispersión de los productores y sus proyectos –entre la infinidad de diminutos pueblos de la región de Lot– es muy grande. Le Lot en Action es un lugar de encuentro también, como las ferias y las asociaciones de venta e intercambio. Otro pilar dentro de esta estructura alternativa.
Laurent cree que las raíces de este movimiento “son muy profundas”. El desarrollo y la implementación de estos focos de resistencia, llenos de aspectos creativos, inspiran optimismo, y por eso siempre tienen espacio en su diario.
Es complejo determinar hasta qué punto puede resistir esta convivencia forzosa entre productores independientes –con filosofías de vida ajenas a las que impone el libre mercado– y los mecanismos de intercambio del capitalismo; y si el mismo sistema no terminará por devorarse estas economías alternativas y las transformará y adaptará a sus formas despersonalizadas de producir y vender.
Laurent cree que la escala del proyecto es importante y uno de los límites. Cuando un productor o grupo crece demasiado y entra en la vorágine de la competencia por un mercado, sólo hay espacio para los negocios y todo el proceso se vacía de sentido. El ejemplo de “Biocoop” estaría entrando en una zona compleja, donde la subsistencia en un mercado cada vez más exigente, con competidores gigantes como Carrefour o Lecrerc, podría deformar la estructura. Aunque desde Biocoop lo niegan y confían en sus principios.
Laurent cree también en la posibilidad de pequeñas comunidades que apuesten por una creciente autonomía y se vayan alejando lo más posible de las formas de intercambio establecidas, en la que compramos productos, no sólo infectados de químicos nocivos para la salud, sino que también elaborados a costa de explotación laboral y sin ningún respeto ambiental.
El periodista local cita el ejemplo de la comunidad creada en Notre-Dame-Des-Landes, cerca de la ciudad de Nantes, como una “utopía llevada a la práctica”, una muestra de que un nuevo mundo es posible, donde la gente vuelve a encontrarse dentro de su ecosistema social humanitario, más allá de la producción de alimentos.
Esa comunidad surgió luego de que el Estado impulsase la construcción de un gran aeropuerto en la zona, que iba a afectar el medio ambiente y la vida del pueblo. Fue entonces cuando surgió la ZAD (“Zona a defender”), y tras más de una década de ocupación de los terrenos y resistencia ante las fuerzas represivas por parte de diversos grupos autonomistas y ecologistas de distintas vertientes políticas, finalmente dieron marcha atrás con el proyecto (aunque la lucha sigue ya que el gobierno nacional pretende sacar de los terrenos a los ocupantes, que formaron una comunidad de casi 200 personas).
Para la construcción de este tipo de colectividades autonomistas también está el gran límite del acceso a la tierra. Un límite que deja traslucir que dentro del sistema (donde cada vez más tierra está en manos de menos personas, bajo amparo de un “marco legal”), no se podrán desarrollar verdaderas transformaciones.
La mayoría de los pequeños productores “Bio” son jóvenes que luego de años de ahorros pudieron adquirir un terreno de no más de 2 hectáreas, o grupos reducidos de personas que se juntan para tener una propiedad colectiva (como el caso de la pequeña comunidad ecológica cerca del pueblo “Le Vigan”, también dentro de la región de Lot, donde actualmente viven 13 adultos y 7 niños).
Pero aún en esta región poco productiva para la macroeconomía francesa, la tierra sigue perteneciendo a grandes hacendados que las mantienen ociosas o siguen produciendo alimentos con metodologías contaminantes y poco saludables (en el mejor de los casos, ya que hay ejemplos de hacendados de la región que tienen terrenos de más de 800 hectáreas que funcionan como zonas de caza).
Este es un límite complejo de eliminar dentro de la estructura capitalista. Por más que haya vericuetos legales en los cuales apoyarse para ocupar un terreno, la concentración de la propiedad de la tierra es un elemento fundamental al cual el sistema se aferra para restringir todo este tipo de iniciativas superadoras.
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La injerencia del Estado y el mercado en estas economías alternativas
El Estado y el mercado se encargan de poner palos en la rueda para que estos “malos ejemplos” no prosperen. Mientras se subsidia la producción de los gigantes de la industria que destruyen los suelos y llenan de químicos nuestros cuerpos, el Estado burgués intenta restringir el avance de este fenómeno que ya parece irrefrenable en el sur francés.
Con la creciente concientización de los consumidores respecto a la comida saludable y la proliferación de productores “Bio” –gracias a las iniciativas de todos estos actores involucrados mencionados–, los grandes jugadores de la industria no tardaron en fijarse en ellos como un producto rentable.
Por eso en las grandes cadenas de supermercados se encuentran los alimentos “Bio”, pero un “Bio” distinto, industrializado, elaborado a medida del mercado, un “Bio low cost”, que sigue la lógica de la industria de la alimentación y su vocación de más y más ganancias. Producción a gran escala para abaratar costos y así eliminar la competencia de los pequeños productores.
Entonces el Estado se ve obligado a intervenir, poniendo restricciones, trámites, y cargas impositivas a los productores “Bio”, pero con esto no equilibra el mercado, sino que, como siempre, afecta sobre todo a los más pequeños.
El certificado “Bio” de la Unión Europea, una especie de licencia que habilita a vender en ferias y mercados oficiales, le cuesta 450 euros anuales a un productor que tiene 1 hectárea, según comenta Agnès. Cifra insignificante para los grandes jugadores, pero muy elevada para los que viven de sus productos. Los requerimientos principales son no utilizar fertilizantes ni semillas genéticamente modificadas en los cultivos.
Las grandes cadenas de supermercados intentan frenar el avance de sus molestos competidores a través de su arma más letal: el dinero. A la estructura de “Biocoop” la atacan eliminando a sus proveedores, a quienes compran todos sus productos o directamente compran sus propiedades; y a los pequeños productores los buscan eliminar produciendo a muy bajo costo, jugando con la billetera de los consumidores, que en muchos casos no tienen otra alternativa que comprar lo que sus sueldos les permite.
Para este año el hipermercado Leclerc prepara una gran ofensiva en la materia; pretenden abrir 200 tiendas “Bio” con el nombre The organic village (La aldea orgánica), porque quieren eliminar del terreno a los jugadores más pequeños, que desarrollaron un mercado que hasta ahora había escapado a los supermercados tradicionales. Carrefour, por su parte, se trazó como objetivo para el 2018 fortalecer su marca “Carrefour Bio”, otra muestra de que la demanda sigue creciendo, un indicio positivo sobre el grado de concientización de los consumidores. Para los optimistas esta puede ser la punta de lanza para ir contra el sistema en su conjunto; para los pesimistas, el mercado –en este caso con su disfraz ecológico– va a terminar cooptando y consecuentemente eliminando todos estos avances hacia una nueva forma de organización económico-social.
La gran diferencia de estos productos “Bio” industriales, con los de los pequeños productores, radica principalmente en que estos últimos no producen para enriquecerse y maximizar las ganancias de una compañía multinacional. Ellos mismos son parte de un colectivo que está involucrado en la creación de un “bien común”, otro concepto muy utilizado en este subterfugio cultural. Poniendo sus cuerpos y su trabajo –volviendo a la leyenda del colibrí–, contribuyen a mejorar la alimentación de todos, y en el cliente no ven a un consumidor más, sino que encuentran a un par de su mismo ecosistema social. Juntos, productores y compradores locales, están pensando (y llevando a la práctica) una sociedad diferente, alternativa, más humana y consciente. De a poco, demuestran que es posible.
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