De regreso a la isla
En Utopía nadie tiene nada, pero aún así todos son ricos. Dedican su tiempo libre a los estudios literarios. Desarrollan sus valores espirituales, pues estiman que en eso consiste la verdadera felicidad. Se ordena que la carencia de unos se remedie con la abundancia de otros. Valoran lo que es útil, como el acero y no lo escaso, como el oro. Superan cualquier otro lugar en riqueza cultural. Creen que la felicidad es producto exclusivo de placeres honestos. Adoran un poder único, desconocido, eterno e inexplicable. Sus leyes son limitadas, justas y evidentes. En Utopía no hay preocupación por el futuro.
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Pero esto —lo que nunca pasó— es la patria histórica y completamente real de la humanidad.
Más allá del mundo conocido se localiza Utopía: una isla que no existe. Pese a esto, mide doscientos kilómetros de largo y sus costas se encuentran rodeadas por el agua de un lago pacífico. Sus ciudades, con una traza urbana y planeación ficticias, son habitadas por seres imaginarios que viven en un estado continuo de perfección. A nadie le hace falta nada y ninguno posee más de lo que necesita; no hay lugar más próspero ni más feliz. Si bien Utopía no existe siempre está presente, pues su falta de lugar no ha impedido que deviniera uno de los conceptos más inagotables en la historia de la humanidad.
Han pasado quinientos años desde que Tomás Moro publicara Utopía en 1516; momento que instauró un territorio tan desconocido como indispensable en cualquier mapa dentro de cartografías que no sólo abarcan el espacio, sino también el tiempo, pues el concepto se olvidó de ser un mejor lugar para convertirse en una forma simbólica tomando la apariencia de un mejor porvenir, siempre inalcanzable.
La isla de Utopía se extiende doscientos kilómetros. Tiene forma parecida a la de la luna nueva. Está rodeada por un lago apacible. Tomó su nombre de Utopo, quien conquistó y fundó la isla. La capital de Utopía es Amauroto. Hay en la isla 54 ciudades. Todas tienen en común leyes e instituciones. Los ciudadanos comparten lenguaje y costumbres. Ninguna ciudad desea extender su territorio. El que ha visto una ciudad ha visto todas, pues están construidas bajo un mismo modelo. Todos sus habitantes son expertos en el campo. Hay todo en abundancia y es tan equitativo como puede ser. Las casas no tienen cerradura, ya que nadie posee nada en particular.
El nombre de la isla, tan irónico como elocuente, es prueba de las imposibilidades que contiene, pues Moro sabía que, de existir un sitio perfecto, sólo podría estar en ninguna parte. Así, en un intento por develar desde su origen el único posible desenlace de su ficción, acuñó la palabra utopía, proveniente del griego que significa, literalmente, ningún lugar. Corroborando que ahí todo es negación, los ríos que la habitan son Anhidros —sin agua—, los príncipes que la gobiernan son Ademos —sin pueblo— y el explorador que relata las formas y vidas de los utopianos se apellida Hitlodeo —sin sentido—. Es dentro de estas logomaquias que se manifiesta una especie de delirio racional, pues la tierra desconocida que propone el autor no se reduce a lo fantástico, sino que construye un entramado de ficciones y hechos dividido en dos partes. La primera toma como punto de partida la sensación de incomodidad y desasosiego frente al nuevo mundo examinando cuestiones filosóficas, políticas y económicas. La segunda, es un relato de viaje que describe una sistema tan perfecto como la imaginación lo hace posible, detallando las costumbres, hábitos y formas de gobierno de un territorio perdido que supera la realidad de entonces y aún la de ahora.
Esta forma esperanzadora ante el mundo que se rechaza desposee parcialmente a Utopía de su condición literaria y la llena de fuerza política, pues la comparación que Moro traza de lo vivido a lo imaginado revela las necesidades de la época en forma de deseos, dilucidando tanto las limitaciones como las potencialidades existentes en su sociedad. Por tanto, la República creada por el pensador inglés no es sólo un idílico trabajo literario, una isla remota, un concepto de perfección inasequible o una crítica, sino que, por su condición intrínsecamente política, ofrece la oportunidad de proyectar sueños conscientes.
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¿Dónde quedó la isla y, con ella, la promesa de un mejor futuro?
La modernidad aseguraba la utopía como un romántico impulso unificado. Nunca se estuvo tan cerca de vislumbrar un mundo mejor como en el siglo anterior, dado a través de avances científicos y tecnológicos. La idea de progreso echó a andar el motor que construyó rascacielos y súper estructuras, organizó viajes espaciales que incluso hacían pensar que la isla podía encontrarse en alguna otra parte del universo. Sin embargo, todo parece indicar que ese futuro ya estuvo aquí y que, a su paso, no quedó más que desencanto. El arte y la arquitectura dejaron de mirar hacia el horizonte y empezaron a pensar en el pasado; la manera en la que se imagina el devenir ya no se dirige hacia un pensamiento utópico, sino a su ruina. Tras la caída del muro de Berlín también se anunció el fin de la historia, pues el debate sobre si el sistema ideológico debía responder al comunismo, al fascismo o al capitalismo terminó reconociendo que el régimen de éste último había llegado para imponerse. Es en este parálisis del imaginario político que el futuro parece estar cancelado: la falta de alternativas nos ha conducido a eludir el pensamiento utópico y no sólo hemos dejado de crear opciones, sino que, peligrosamente, hemos dejado de imaginarlas. ¿Dónde está la isla que aún en forma inmaterial, lejana e inaccesible, al menos sugería un destino al cual dirigirse?
Si la utopía ya no se encuentra en un tiempo venidero, es crucial volver y preguntar qué queda de ella; encontrar los rastros y explorar las huellas que se han dejado de un lugar a otro. El retorno implica recuperar un tiempo aparentemente perdido: la idea de un horizonte por alcanzar a fin de rescatar del olvido aquello que amenaza con su desaparición. Pues, si la utopía no está en ninguna parte, hay que salir a buscarla; la carencia de lugar y tiempo que ofrece no sólo propone vacío, sino que, rendido ante él, adopta formas infinitas. En estas manifestaciones se puede encontrar una oportunidad para perseguirla, acercarse a ella y entenderla como lo que es: un significante deshabitado —o más bien sin lugar— que se repite, persiste y regresa sólo para que vuelva a ser llenado de significado.
La isla funciona como contenedor que permite exacerbar nuestras necesidades en forma de deseos y entelequias, precisamente por estar sola —en un intento de que el aislamiento dé paso al origen. Después de todo, la isla parece ser un lugar en donde la utopía sí podría pasar: ‘Islas, llama Platón a sus regiones atlánticas desaparecidas, isla es la posada utópica en que Calipso ofrece al fatigado Odiseo el olvido y el amoroso descanso; isla es la de San Balandrán, antecedente de los Pingüinos, islas son las tierras buscadas o temidas por los traficantes durante la era de los grandes descubrimientos, isla, la de Tomás Moro…’
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Libro Primero
A lo largo de la historia, la utopía ha tenido sólo una constante: deslizarse en un horizonte de inteligibilidad. Cuanto mayor es la crisis en que se encuentra una sociedad, más lejano le parece crear un discurso capaz de combinar la racionalidad con el desencanto. Hoy parece imposible hacer lo que alguna vez hizo Moro: crear una comunidad que, aunque ficticia, se imagine perfecta, pues la posibilidad de crear otra isla, con sus habitantes, su territorio y su lenguaje, se ha perdido: ‘es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo’. El significado que le hemos atribuido, sinónimo de inasequible, condena su inexistencia desde el lenguaje mismo; opacando su condición politizada por carecer de estrategias que la lleven a la realización, dejándola como un mero sueño inalcanzable.
Desde esta inverosimilitud parten Ruth Beale y Gustavo Abascal, para develar las contradicciones y los absurdos de la utopía; uno en tanto lenguaje y el otro en tanto representación. La semilla se convierte en árbol se convierte en bosque, frase escrita en los cojines de Ruth Beale, se desliza por el alfabeto utopiano para evidenciar cómo los signos de Utopía no cambian semánticamente pero, paradójicamente, el concepto no ha dejado de transformarse acechando a la humanidad como un fantasma que se hace presente desde su ausencia. El bosque, a su vez, funciona como metáfora del territorio común, paradigma fundamental de la isla.
Peals of laughing, de Gustavo Abascal, hace la utopía escurridiza en términos visuales, pues, en una especie de cartografía que se contradice a sí misma, oblitera su representación como símbolo del tan sospechado fracaso de su destino. Más que nunca, lo inalcanzable de toda utopía se vuelve perceptible: como género literario, es ficción sin lugar; como género político es irrealizable y, como proyección cartográfica, es irrepresentable.
Excavando en el pasado para regresar a la última vez que la utopía se hizo más o menos visible, las obras de Michailangelos Vlassis- Ziakas, Carl Gent, Bill Balaskas, Derzu Campos y Suzanne Treister exploran la modernidad y las formas en las que la utopía se adaptó a sus preceptos y a su estética, recobrando su vitalidad y energía durante esta época. Cada uno rastrea a su manera las formas en las que el futuro se transformó en presente, la promesa en mito y el progreso en derrumbe. Sus obras se posicionan desde tierra firme, buscando un horizonte que dibuja y desdibuja posibilidades tanto para encontrar una continuidad de la historia como para contarla de otra manera.
Hacía una representación de la utopía, de Vlassis-Ziakas, hace un recuento de hechos históricos del siglo XX en donde se legitima el uso de la violencia debido a ciertas coyunturas históricas en búsqueda de utopías. Sin embargo, cada ideología parece no dar cuenta de ello, pues se comporta como si la suya, a diferencia de las otras, estuviera ya realizándose. La realidad es que se mueven por intereses no sólo divergentes, sino irreconciliables, que llevan al uso y a la exacerbación de la violencia. Las imágenes desvelan el instante en donde la utopía logra, en efecto, su realización, pero ahora en forma de contenido distópico pues, aparentemente, es la única manera en la que se materializa el idilio.
En Nieve marina II, Carl Gent propone la reconstrucción de la utopía precisamente donde yacen sus ruinas. Utilizando el Titanic como metáfora de la modernidad y el naufragio de sus promesas, propone un paisaje ficticio, inundado y dejado a la deriva, donde ya no sólo un barco ha zozobrado, sino varios. Es ahí, en el fondo del mar, que la búsqueda por encontrar la costa se localiza en el mismo lugar donde localizamos toda utopía: en un horizonte inalcanzable. Sin embargo, el potencial utópico deviene en ruina que, devuelta al paisaje, sólo queda volver a habitar, pues ‘los decadentes aristócratas, que hacían acompañar con música el hundimiento del Buque de los sueños, pudieron equivocarse al invocar a Nietzsche como su principal inspirador’.
Bill Balaskas trata de re-habitar los escombros para reconstruir sobre ellos. A medio camino entre la nostalgia por ideologías pasadas, tan idealizadas como inalcanzables, y la esperanza de que las nuevas formas de comunicación sean la herramienta que pueda combatir el sistema, Re:evolución es un blasón ideológicamente cargado que mezcla el diseño de la bandera soviética con el de un ordenador. Su obra busca cuestionar la combinación paradójica de los productos del capitalismo —en forma de nuevos medios— y las visiones pasadas del socialismo, pues en las nuevas tecnologías también parece asentarse la idea de movimientos de izquierda que renueven el sistema.
Y ahí donde la bandera explora esta discordancia, Prologue to the Book of Poisons, de Derzu Campos, aborda otra contradicción: aquella entre la cultura y la naturaleza. La instalación intercala, por un lado, paisajes naturales y rascacielos que contrastan con la utópica planeación urbana del siglo XX y, por el otro, introduce artefactos neolíticos buscando subrayar tanto la repetición de su desencanto como señalar el lugar que ocupa en el decurso de la historia. La obra es al mismo tiempo un intento por reflejar los modos con los que la cultura nos aliena de la naturaleza como un homenaje a los proyectos emprendidos por la modernidad. La paradoja radica no sólo en trasladar la idea de progreso de un tiempo a otro con la intención de hacerla inasequible, sino que yace en los continuos esfuerzos producidos en el seno de la vanguardia por alcanzarla e, igualmente, impedir su realización.
Como posibles salidas ante estos procesos de desencanto de la modernidad, la obra de Suzanne Treister revela la necesidad de rehacer nuestros conceptos y reestructurar nuestros discursos por medio del racionalismo y la adivinación. Hexen 2.0 es una serie de diagramas y cartas de Tarot que se alejan de las narrativas oficiales, mientras cuestionan formas de imposición y control mediático que moldean cuerpos simbólicos, físicos y políticos a través de prácticas institucionales. Sus cartas construyen una metáfora sobre la búsqueda del destino, del (des)encanto y del conocimiento oculto para encontrar y predecir una especie de porvenir que recoge todas nuestras acciones, bajo la consigna Benjaminiana de que ‘nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia’.
La forma en la que Moro quiere liberar al ser humano es por sí misma conflictiva, desgarrada, aunque parezca que sólo la felicidad es posible en ella. La utopía no representa sino la entrada hacia una historia que propone intervenir en la realidad a partir de aquello que hace falta. La historia nos enseña que dentro de la gama de idearios que buscan transfigurar el mundo unos fracasan más espectacularmente que otros, pero en estas circunstancias donde se reconoce y acepta el fracaso no puede terminar nuestro encuentro con la utopía. A partir de estas rupturas, el pasado puede adoptar una forma de futuro encarnado en esperanza y es desde ahí que el fracaso se vuelve útil, pues, en sus múltiples intentos, también se prueba la existencia de momentos en la historia que hacen más visible ese horizonte.
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Libro Segundo
En medio de una situación de crisis generalizada de la cultura política, la aproximación de Moro tan excéntrica, tan extemporánea, tan ‘fuera de lugar’, se enciende con una capacidad desbordada de irradiar sugerencias y adquiere una capacidad de seducción inigualables. Ante el desencanto de la Inglaterra del siglo XVI, pintó la imagen de un estado ideal, perfecto; un terreno donde opera la fantasía pero que, ante todo, es una forma radical de otredad, de diferencia y de totalidad. Por ello, su República tenía que ser forzosamente una isla, un lugar que tomara distancia del mundo y que, aunque perdida, mantuviera la esperanza de ser encontrada. Así, este regreso sólo podría partir de un territorio comparable a aquél, pues es desde el alejamiento que se permite la existencia de otro sistema, al menos dentro de la imaginación.
Como asegurando haber descubierto una vez más Utopía, Sara Rodrigues y Rodrigo Red Sandoval nos llevan hacia y dentro de la ficción. Ella se adentra en el mundo de los utopianos para estudiar su cotidianidad, mientras que él se mantiene en la periferia. El buhonero del sinsentido, de Sara Rodrigues, utiliza las utópicas formas de vida narradas por Rafael Hitlodeo quien, después de cinco años de vivir ahí, sólo regresa para comunicar al mundo esta otra forma de gobierno haciendo eco de lo increíble de las descripciones de este nuevo mundo. La pieza de Rodrigues, mediante el absurdo, compila fragmentos sonoros de la vida cotidiana vista a través del lente de las ideas de Moro. Es desde ahí que la pieza cuestiona si en ese sistema igualitario y totalitario se podría encontrar la verdadera felicidad.
Inspirándose en la forma en que el Rey Utopo ordenó la creación de un foso para separar un fragmento de continente de manera artificial, Al borde de la isla, de Red Sandoval, hace un ejercicio de reconfiguración de bordes de manera simbólica, pues reposiciona piedras de la costa de Mallorca y las lleva al espacio museístico para tomar distancia y pensar en la reconfiguración de límites. Su obra entiende los confines como algo flexible, con capacidad de cambio y ruptura, dependiendo de la manera en la que son significados y representados, pues en ese lugar también se encuentra la coyuntura entre el mundo físico, el simbólico y la posibilidad de que estos desplazamientos, compuestos por ficciones, coincidan con lo real.
Intentando reinventar el mundo a través de mapas y territorios ficticios, Maps around me, de Dana Kaoukji, es una serie de islas futuristas que exacerban nuestro presente mediante geografías imaginarias. Si bien la distancia entre la isla que alguna vez Moro imaginó y la que nos queda imaginar se fragmenta, al menos sugiere una posible forma de proyectar territorios desde el presente. Al recorrer el futuro, los caminos que se vislumbran son sólo especulaciones totalitarias en donde la falta de recursos, la alienación del sujeto y el consumismo han llegado a sus últimas consecuencias en un mundo donde el capitalismo ha dejado de cuestionarse hace tiempo, pero que, justo por ello, sólo queda volver a dibujar.
El Atlas de lugares que no existen, de Ting-Ting Cheng, es una colección de localidades irreales extraídas de la literatura, conscientes de que nuestra imaginación siempre es rehén del contexto que la contiene. La lista, acompañada por algunos de los libros, está compuesta por territorios inmateriales que exploran nuestros imaginarios, construidos a partir de la información categorizada y ordenada que recibimos. Las ficciones de su atlas sondean los bordes reales e imaginarios que se contaminan entre sí y que, a su vez, son reflejo de nuestras realidades, pues confía en la ficción como una especie de plano que podría trascender la realidad.
Aspirando colocar en algún lugar alguna de las ciudades de Utopía, Dejar las cosas, que ellas sabrán, de Julià Panadès, es una serie de collages que recogen pedazos de Mallorca para reflejar su condición poética y geográfica. Explorador del lugar que habita, la obra del artista mallorquín acopia fragmentos que, a modo de palimpsesto, cuentan la historia del territorio balear; son fracciones de idilios que trascienden barreras culturales, pues sin el Mediterráneo —el pequeño mar situado en medio de los tres continentes del viejo mundo— no podría imaginarse la historia Universal.
Una pila de sobres al final de Utopía con la instrucción ‘Para ser abierto en otra parte’ propone que otra interpretación es posible. Se puede pensar en el lugar no como inexistente, sino como falto de importancia. Sin título (Para ser abierto en otra parte) son cartas cuyo contenido contradice al de Utopía, pues mientras Moro le quita lugar a la isla perfecta los sobres lo devuelven de manera infinita: el no-lugar se torna en uno que se carga consigo, que se hace presente donde sea apenas así se desee.
Así pues, Utopía es un ejercicio que ‘con el ingenio natural de los utopianos’, o en este caso de los artistas ‘ejercitado en saberes literarios, se aplica asombrosamente a invenciones […] que contribuyan a mejorar nuestra existencia’.
🍖Este texto pertenece a una exposición que se hizo en 2016 en Casal Solleric, llamada De regreso a la isla, curada por la autora, para conmemorar el 500º aniversario de la Utopía de Tomás Moro.
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