Prefiere pasar hambre que guardar silencio

Nuriye Gülmen, activista. Ilustración de Tarik Tolunay
Nuriye Gülmen estaba exhausta esa mañana fría de febrero. La académica turca de 33 años de edad no lograba ocultar sus pesadas ojeras con una rápida espolvoreada de maquillaje en el baño del café. Detrás del cansancio estaban sus facciones delicadas y la determinación de su mirada.
La presencia de Gülmen ese lunes por la mañana reafirmaba la importancia de su lucha. Desde el fallido golpe de Estado en julio de 2016, el gobierno turco ha expulsado a más de 8,000 académicos en una serie de purgas al sector privado. Gülmen es uno de ellos. Las autoridades alegan que las purgas son solo una medida de seguridad nacional para erradicar el terrorismo y castigar a los responsables del golpe.
Insatisfecha con las acusaciones contra ella, la académica montó una sentada en el centro de Ankara para exigir su restitución. Tras cuatro meses de protestas, Gülmen decidió tomar medidas extremas y comenzar una huelga de hambre en abril de este año.
“Sabemos muy bien el precio que hay que pagar para hacer valer los propios derechos,” dijo antes de vestir el chaleco rojo con que salía a las calles a exigir al gobierno que le devolviera su empleo.
Este 22 de noviembre, Gülmen cumplió 259 días en huelga de hambre. Su estado de salud es crítico y ha empeorado desde que fue detenida en Mayo y puesta en una celda de máxima seguridad a varios kilómetros del mismo café donde sorbía su té la fría mañana en que se realizó esta entrevista.
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El 15 de julio de 2016 una facción de militares subversivos lideró un golpe de Estado con el fin de truncar al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. Las autoridades han detenido a 50,000 personas y arrestado a 47,115. En total, más de 100,000 personas han sido suspendidas de sus puestos, entre ellas funcionarios públicos, maestros, académicos, banqueros, periodistas, soldados y policías.
La noche del golpe militar aterrorizó a la población y marcó un giro en la historia del país. Nadie se imaginaba que un golpe militar fuera a suceder en el siglo XXI. Tanques militares ocuparon los puentes y calles de Estambul. Esa noche, aviones de combate F-16 sobrevolaban la ciudad a una altura lo suficientemente baja para crear un estampido sónico que hacía temblar las ventanas de los edificios y a sus inquilinos. La gente, desesperada, acudía a los cajeros y a los supermercados a abastecerse de víveres. En Ankara, los aviones de caza bombardearon el Parlamento.
El golpe duró tan sólo un par de horas antes de que el gobierno retomara el control. En este lapso, 241 personas perdieron la vida y más de 2,000 fueron heridas. La “Nueva Turquía” del presidente turco Recep Tayyip Erdogan, un modelo que fortalece los poderes del ejecutivo propuesto por el presidente, salió victoriosa. Con un llamado a la población vía Face Time en los medios de comunicación, Erdogan convocó al pueblo a tomar las calles en protesta. Miles de mezquitas a lo largo de Estambul replicaron el llamado de lucha por los mismos altavoces con los que llama a la oración.
A más de un año del golpe, Turquía vive bajo estado de emergencia. Este le otorga a Erdogan el poder de superar la autoridad del parlamento y disolver los derechos civiles de sus ciudadanos.
Para los más de 100,000 funcionarios suspendidos, el decreto de ley emitido bajo esta condición impide que puedan apelar a los tribunales, ocupar cargos públicos, y buscar empleo en el país.

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De la noche a la mañana, el Estado compiló una lista de académicos a los que acusó de tener “lazos con organizaciones terroristas o estructuras que atentaban contra la seguridad del Estado”. Catedráticos con años de experiencia e investigadores jóvenes como Gülmen despertaron una mañana a los mensajes frenéticos de amigos y familiares que vieron sus nombres en la lista negra publicada en medios nacionales. Los actos del gobierno no dejan de asombrar a los sancionados. Las noticias de detenciones y expulsiones que inundan los medios de comunicación día con día provoca en la población un miedo que ya les es familiar y que oscilan entre la hilaridad y el abatimiento. Turquía está acostumbrada a los golpes militares. Este es el quinto golpe de Estado desde 1960.
Muchos de los sancionados sin importar su afiliación política– liberales, de izquierdas, seculares o simpatizantes del partido de oposición kurda– fueron señalados con la ayuda de sus instituciones. El gobierno de Erdogan colude con las universidades para silenciar críticas y disidencias. Meses después del golpe, el ejecutivo suspendió la elección de rectores en las universidades y decretó que sería él quien los nombraría para subordinar a las universidades públicas.
La prolongación indeterminada del estado de emergencia sugiere un desmoronamiento de las instituciones turcas. El ejecutivo cuenta con la aprobación de las instituciones que buscan salvaguardar su propio poder en vez de servir a la ciudadanía bajo el marco de la ley. Los tribunales, por ejemplo, emplean detenciones preventivas, testigos secretos y evidencia fabricada para dictar largas sentencias. Por otra parte, los mismos tribunales son víctima del abuso de la ley. Más de 2,700 jueces fueron removidos de sus puestos a las pocas horas del intento de golpe y más de 2.400 fueron detenidos sin debido proceso ni derecho a la defensa. La infalibilidad del ejecutivo es la nueva ley.
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Gülmen era investigadora en el departamento de Literatura Comparativa de La Universidad de Osmangazi en el noroeste de Turquía antes de ser expulsada el 6 de enero de 2017 por un “decreto ley de estado de emergencia”.
“No pueden suspendernos así,” dijo Gülmen esa mañana de febrero en café. En aquellos meses la sentada consumía todo su tiempo y energía. “Estamos desempleados, no recibimos nuestro salario ni compensación. Tenemos que luchar por sobrevivir,” añadió sentada junto a una maestra de primaria que también fue despedida.
Los expulsados por las purgas tienen pocas opciones de rehacer sus vidas. A muchos les confiscaron el pasaporte para prohibir salir del país. Cada vez son más los integrantes de estas interminables listas negras que tratan de huir hacia Europa. En los casos más extremos, los sancionados han optado por cruzar el mar Egeo en una lancha motorizada siguiendo los pasos de los miles de refugiados sirios que huyen de la guerra civil en su país. Ha habido casos de maestros y funcionarios que decidieron quitarse la vida al darse cuenta de que en Turquía ya no tienen futuro.
“Queremos decirle a la gente que podemos resistir incluso cuando nos abandonan y nos encontramos solos,” explica Gülmen. “Siempre existe una manera de resistir.” La cultura de la resistencia es un rasgo cultural tan turco como su etnocentrismo, producto del esplendor del Imperio otomano. Se manifiesta a través del espectro político; en la disidencia kurda, el fervor laico-nacionalista, y el islam político.
En julio, a consecuencia del revuelo que las purgas han causado en el país, el principal partido opositor organizó una marcha por la justicia de Ankara a Estambul. Miles de turcos marcharon por 25 días exigiendo justicia en protesta a la violación a los derechos humanos, los ataques contra la libertad de expresión, la corrupción, y la falta de transparencia en el gobierno. Cientos de miles se reunieron en Estambul sin miedo a represalias. Cuando la estabilidad económica, la carrera profesional y la libertad están en juego, la gente perdió el miedo a alzar la voz.
La académica se encuentra actualmente en prisión con cargos de pertenecer a un grupo terrorista de izquierdas llamado DHKP/C.
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El alcance de las purgas no se limita a una profesión en particular. Todos en Turquía están bajo sospecha sin importar el rango o el puesto; desde el general que dio la orden de atropellar a civiles con tanques y disparar indiscriminadamente la noche del golpe al desafortunado servidor público. El banquero y el general son sometidos a juicio con cargos terroristas, al igual que el diseñador de moda que twitteó un comentario atrevido, la ama de casa que criticó a Erdogan en la privacidad de su hogar o el periodista que investigó actos de corrupción. En este clima político, cualquiera puede ser acusado de cometer actos terroristas, esparcir propaganda terrorista, vínculos con grupos terroristas, o ser miembro de un grupo terrorista, entre otras variantes. Golpismo y terrorismo pasaron a ser sinónimos y a desatar un universo de ambigüedades.
Por si fuera poco, los tribunales turcos recibieron 46,193 denuncias por insultos al presidente y a otros órganos estatales el año pasado. Diez activistas de derechos humanos, entre ellos la directora de la rama turca de Amnistía Internacional (AI), están en detención por cargos de colaboración con grupos terroristas. Se enfrentan a más de diez años de cárcel. Líderes políticos y organismos internacionales de protección a los derechos humanos acusaron a Erdogan de utilizar las purgas como vehículo para silenciar a la oposición y consolidar su poder.
La libertad de expresión también sufre las consecuencias de un líder intolerante a la crítica. El Comité para la Protección de los Periodistas nombró a Turquía el país con el mayor índice de periodistas arrestados en 2016. Recientemente el número alcanzó 249 tras las rejas, 180 medios clausurados y 2,500 periodistas sin empleo.
Con represión hay resistencia. Con esto en mente, no resulta raro que los turcos cosmopolitas conozcan de Latinoamérica a través del movimiento zapatista y el Subcomandante Marcos. El idealismo es parte de la vida social en Estambul. Los jóvenes se autodenominan “comunistas” en bares y cafés. No temen hablar de Castro y las hazañas del Che con admiración. Paradójicamente, o quizá, por consiguiente, entre más represión ejerce el Estado turco, más dura es la resistencia.
Poco después de ser suspendida poco después del golpe, Gülmen comenzó a movilizar a los 240 académicos que sufrieron la misma suerte.
“Es absolutamente imposible aceptar esto y continuar con nuestras vidas,” explica la académica desde el pequeño café. El peso de sus palabras no concuerda con el ritmo suave de su voz. “Cuando te despiden así, sientes una llama arder dentro de ti. Sentí que tenía que hacer algo.”
Gülmen se ancló en las calles de Ankara junto a un par de compañeros para educar acerca de las irregularidades cometidas por el Estado. Vistiendo chalecos rojos y sosteniendo pancartas bajo el monumento a los derechos humanos, el grupo de maestros y funcionarios suspendidos reclamaba espacios públicos, conversaba con transeúntes, repartía volantes y pedía firmas.
Pero para obtener la atención del gobierno, la académica se vio obligada a tomar otras medidas. Las sentadas nada conducían a más encuentros con la policía. Así fue como Gülmen y Semih Özakça, un maestro de 28 años de edad que también fue despedido con las purgas, optaron por la huelga de hambre.
Al poco tiempo, Gülmen y Özakça se convirtieron en el símbolo de la resistencia en medios nacionales e internacionales. Imágenes de los dos académicos con tapabocas circulaban en medios sociales. Mensajes de solidaridad y denuncias ante la inercia de las autoridades se esparcieron como llamas. El 22 de mayo, por miedo a que la huelga provocara protestas masivas, las autoridades detuvieron a estas dos figuras que hoy día rehúsan romper su huelga de hambre y recibir atención médica. Los dos académicos niegan los cargos en su contra de tener vínculos con un grupo terrorista.
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Dos meses después de su arresto, Gülmen y Özakça solicitaron ser puestos en libertad por motivos de salud al Tribunal Europeo de Derechos Humanos pero fueron rechazados. Dos días después, la policía antidisturbios dispersó con uso excesivo de fuerza la manifestación pacífica en solidaridad con los académicos.
“Nos han arrestado y detenido 23 veces,” admitió Gülmen a finales de febrero cuando nos vimos en Ankara. Sus sentadas eran pacíficas, más cercanas a la convivencia que a un acto político. Para arrancar, Gülmen leía su declaración frente a un par de cámaras y el resto del día intentaba entablar conversación con los curiosos que desviaban la mirada al pasar.
Aunque el estado de emergencia prohíbe que se realicen marchas y manifestaciones en espacios públicos sin autorización previa, los maestros cuentan con el apoyo incondicional de un gran grupo de estudiantes, académicos, jóvenes e intelectuales solidarios que se siguen congregando alrededor del monumento a los derechos humanos, y fuera de las cortes.
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No todos los afectados por las purgas tomaron el camino más apremiante. La mayoría de los académicos suspendidos se organizaron a través de sindicatos esperando que con la unidad viniese la fuerza y con ello su derecho a una revisión judicial. También surgieron grupos de profesores y maestros que optaron por mandar un mensaje político rotundo, pero menos dañino para su salud. Así surgió la Academia Callejera (Sokak Akademisi), una iniciativa para impartir clases de nivel universitario en parques y calles de Ankara.
A diferencia de Gülmen, los académicos de la Academia Callejera fueron suspendidos por firmar un manifiesto pidiendo al gobierno turco que pusiese un alto al conflicto kurdo en el sudeste del país en enero 2016. Los firmantes del manifiesto se conocen como Académicos por la Paz y recaudaron un total de 1,128 firmas en universidades a lo largo del país. Varios de sus firmantes fueron detenidos con cargos de “esparcir propaganda terrorista” y cerca de 175 perdieron sus empleos.
El conflicto entre la guerrilla kurda liderada por el ilegal Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) y el ejército turco lleva décadas. La lucha por un Kurdistán independiente en lo que es ahora el sudeste kurdo de Turquía ha dejado más de 45,000 muertos a través de los años. Tomar una postura empática hacia la causa kurda, o incluso pacífica como en el caso de los Académicos por la Paz, puede ser considerada por el Estado como actividad “terrorista”.
“Si nos manifestamos, nos pueden arrestar y si no nos manifestamos, también nos pueden arrestar,” alega Gülmen. “¿Debemos de permitir que el riesgo a que nos arresten nos impida protestar? Estamos exigiendo lo más básico: justicia.”
Este 20 de octubre, el juez puso a Özakça en libertad bajo arresto domiciliario hasta el siguiente juicio programado para el 17 de noviembre, pero no muestró indicios de poner a Gülmen en libertad a pesar de su grave estado salud. Fotos de ellos con tapabocas contrastan con fotos de ellos sonrientes en sus huelgas y sentadas vistiendo sus chalecos rojos y posando con la seña V, un llamado a la paz y esperanza de victoria. Escondidas tras las sonrisas están los estragos del hambre en su salud. Gülmen se nota delgada y pálida, casi translúcida. En los últimos ocho meses, los académicos han perdido cerca de 18 y 33 kilos respectivamente. Se mantienen vivos a través de la esperanza, agua con sal, azúcar y vitamina B. Los dos se niegan a romper la huelga hasta que el gobierno los restituya.
De vuelta en el café, ocho meses antes de la huelga de hambre, Gülmen se mantenía optimista con su taza de té en mano. “Si nos arrestaran –dudo que vaya a suceder a pesar de que vivimos en un país donde es imposible prever el futuro– seguiríamos resistiendo tras las rejas,” aseguró. “Exigimos justicia y no nos vamos a rendir.”
Aquella mañana fría dio lugar al medio día. El sol ya calentaba con los rayos opacos del invierno y la hora de cruzar el umbral había llegado. Gülmen guardó silencio un minuto mientras se ponía su chaleco rojo y tomaba el altavoz con el que leería su discurso diario. Llevaba una bolsa llena de galletas para compartir con el grupo y la convicción inquebrantable de alguien que sabe muy bien lo que quiere. Sin más preámbulos se despidió con un beso en ambas mejillas y salió a las calles.
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