Un vaquero cruza la frontera en silencio
En Tamaulipas, al norte de México, la violencia es muy necia: no cede. Desde hace un par de años ni siquiera permanecer en silencio es una opción. En el libro Un vaquero cruza la frontera en silencio, Diego Enrique Osorno narra la vida de su tío sordo, y establece la sordera como una alegoría de la guerra. Osorno sigue la tradición de los poetas infrarrealistas, de Bolaño y sus detectives salvajes. La historia de Gerónimo es una poderosa metáfora que describe la vida en ese lugar de México donde no se habla ni se escucha.
Cero
Madre arroja la panza de la vaca y salta el agua hirviente de la olla de peltre azul. Lanza una pequeña cosa deforme que debe ser la pata de la res. Vienen luego los tomates, el romero, la yerbabuena, el ajo y el orégano. Casa tiene una fragancia de especias los fines de semana. Cuando percibo el aroma de ciertos condimentos naturales suelo recordar la crisis económica de diciembre de 1994 en México.
Padre se levanta temprano y vacía el cocido de la olla en platos de hielo seco. Los mete con mucho cuidado en el carro, como si fueran un tesoro recién desenterrado: que no se derrame ni una gota, que no se caiga ninguna piedra preciosa, que el menudo, la sopa de estómago, llegue a salvo a su destino.
En Monterrey suele comerse barbacoa los domingos, pero los amigos de Padre son amigos de a de veras. Las mañanas de los domingos de 1995 en lugar de comer barbacoa, prueban el menudo que le compran a Padre.
Entre semana, Madre mete otras cosas a la olla que siempre parece tener agua hirviendo. Mete pollos, mete arroces, mete verduras. Después Padre los acomoda entre los delgados recipientes y el destino de los platillos ahora queda más cerca que las alejadas casas de sus amigos. Va uno para la vecina de junto, otro para la de enfrente, para los de la vuelta, para el que se acaba de cambiar a la cuadra, para la señora enojona que poncha pelotas de futbol y para las amigas de Madre, que también son sus amigas de a de veras.
La cocina de Casa es la cocina del barrio. En el noreste de México no hay fondas. No se usa la palabra fonda. Pero Casa es una fonda. Una fonda que ofrece servicio de comidas a domicilio. De haber tenido un nombre, la fonda se hubiera llamado Comidas Martha.
El tema de todos los días en la fonda es Casa. Sí, Casa es al mismo tiempo la fonda, pero Casa es también otra cosa que nada tiene que ver con las paredes y los techos entre los que transcurrió mi infancia y adolescencia. Entonces, la palabra Casa remite a problema. Casa significa incertidumbre, banco, riesgo, mal, desempleo, pelea y, sobre todo, una extraña y muy agresiva palabra: Hipoteca. Hipoteca es la palabra que nadie quiere oír, decir, en Casa.
Alguna avanzada civilización del futuro habrá de conseguir borrar esa palabra de los diccionarios. Pero en aquel año, la palabra Hipoteca está ahí, en el habla de todos los días, aunque se pronuncie poco.
La olla hirviendo de Madre desafía a la palabra Hipoteca, los platos de hielo seco de Padre desafían a la palabra Hipoteca, sin embargo, en estos tiempos de crisis (se dice que todo por un “error de diciembre” que devaluó el peso y mandó al cielo las tasas de interés) la palabra Hipoteca es muy poderosa. No se le gana con el aroma del orégano ni con amistades de a de veras.
Para que la palabra Hipoteca nos deje tranquilos hace falta algo más.
Un día Tío envía quince mil dólares desde algún lugar de Estados Unidos. Ese día la palabra Hipoteca pierde una batalla y deja en paz a Casa.
Tío es un vaquero que cruza la frontera en silencio. Se llama Gerónimo González Garza.
Prometí que alguna vez relataría su historia.
Uno
Desmontaron. Amarraron los caballos alazanes bajo la sombra del mismo árbol. Caminaron. Cada uno con su escopeta. Hablaban en voz baja con frases parcas. Ojos negros alertas de Magdaleno y ojos café claro alertas de Gerónimo. Media hora, unos kilómetros después, no encontraban a qué animal disparar, no se veía ningún alma. Ni siquiera una tarántula.
El viento caluroso resecaba la vida en el monte.
Se despegaron para tener más posibilidades de que apareciera la buena suerte mientras exploraban. Pasó un rato y se oyó al fin el primer disparo de la cacería. El único disparo. Magdaleno corrió a mirar entre el matorral, pero en vez del animal vio tirado el sombrero de Gerónimo. Se quedó de piedra. La faz se le ensombreció: Gerónimo estaba hincado y tenía un orificio de bala en el cuello. Sangraba y estiraba el cuello como un gallo mudo. Murió pronto.
Magdaleno volvió a buscar el caballo. Lo desató y después fue a entregarlo, junto con el sombrero y el cadáver aún tibio de su mejor amigo. Contó con detalle lo que había pasado y dijo que podían hacer con él lo que quisieran.
No se trataba de uno de esos hombres de mala entraña. La familia González desterró a Magdaleno de Sabinas Hidalgo, Nuevo León. No se le volvió a ver nunca más. Algunos dijeron que cruzó a Estados Unidos por el río Bravo y luego, luego se colgó en un mezquite del rancho ganadero de Texas donde empezaba a trabajar como peón.
Pasaron los años.
El 24 de mayo de 1953, en su casa en los alrededores de la terminal camionera de Monterrey, María de Jesús Garza alumbró a un bebé de poco más de dos kilos, con mucho pelo cuando se apareció por el mundo, rojo de sangre, y con ese fulgor con el que llega cualquier ser humano recién parido. Al bebé le cortaron el ombligo y lo enterraron cerca de donde nació. El padre, Guadalupe González, estaba contento de que fuera varón. Quería uno para ponerle el nombre de Gerónimo, como se llamó su hermano muerto de forma trágica por una bala salida del rifle de su mejor amigo.
Dos
Gerónimo gatea unos segundos y luego se desploma. Es un bebé vivaz que, sin embargo, en ocasiones parece distraído. Pasa algo raro y sus padres creen saber qué es, pero deciden llevarlo al hospital para enterarse bien. Madrugan y los atiende un médico del Seguro Social. Examina al bebé, le toca la nariz, los sobacos, las piernas, el pene, las manos y los pies hasta detenerse en las orejas. Habla frente a él con distintos tonos, graves y agudos. Después se pone serio y pide a los papás que vayan a un laboratorio para que le practiquen estudios del oído a Gerónimo.
Diez días después regresan.
El médico los recibe con la misma voz seria de la otra vez. Pero ahora la usa para darles la noticia de que según los estudios de audiometría Gerónimo no escucha ni va a escuchar nunca, que cuando mira las cosas no tiene conciencia del sonido: es sordo profundo. Todo será para él una película muda. Van a tener que hablarle con las manos para que no se vuelva loco. Como mímica. Le van a mostrar que no hay que comer con la boca abierta, o que cuando quiera beber leche tiene que indicarlo con su manita. Ellos lo harán, el pequeño Gerónimo los verá y esperarán a que los imite. Hay que tener paciencia. No es cualquier cosa: deberán crear un lenguaje propio para comunicarse. Así le tendrán que ir mostrando la vida.
Los padres escuchan los consejos del médico. Más o menos saben lo que tienen que hacer. Graciela, otra de sus hijas, también vino sorda al mundo. Cuando Graciela nació investigaron un poco y se enteraron de que en la familia González hay más sordos de nacimiento, por lo menos desde dos generaciones atrás.
Debido a la sordera profunda, el pequeño Gerónimo también será mudo, no podrá usar la cuerdas vocales de su laringe para producir sonidos, aunque éstas no se encuentran dañadas. Todas las personas que nacen sordas no pueden hablar, porque no conocen ni conocerán nunca el sonido: es algo que para ellos no existe.
Si el pequeño Gerónimo pudiera oír, antes de los dos años de edad le ocurriría el maravilloso proceso de creación de su voz. Un día cualquiera empezarían a brotar de su boca sonidos escuchados a su alrededor. La voz surge de la imitación y de un proceso natural que comienza con la respiración, recorre luego los bronquios y la tráquea hasta llegar a la laringe, donde las cuerdas vocales (que en realidad no tienen forma de unas cuerdas, sino de unos labios) producen un sonido que se amplifica de acuerdo con la forma particular de cada nariz, boca y lengua.
Pero la voz del pequeño Gerónimo, aunque está dentro de él, permanecerá prisionera.
Tres
El papá de los pequeños Gerónimo y Graciela se llama Guadalupe González. Trabaja de lunes a viernes en Tráilers de Monterrey, S.A. de C.V. La pequeña empresa tiene un galpón en el que atracan todos los días camiones ruidosos provenientes de Estados Unidos. En la carga llevan aceitosas transmisiones de coches, equipo médico obsoleto, cables multicolores descarapelados, tubería hidraúlica rota, muebles hechos pedazos… El trabajo de Guadalupe es pesar la chatarra y regatear lo más que se pueda el pago con los chatarreros.
La mamá de Gerónimo y Graciela se llama María de Jesús Garza. Ella trabaja preparando chorizo rojo que vende en el barrio de Monterrey donde viven. Antes habían pasado largo tiempo en Rancho Nuevo, un ejido de Los Ramones, Nuevo León, a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de la ciudad, donde construyeron una casa principal con adobe, levantaron unos establos de madera para el puñado de reses y cabritos que tenían, y consiguieron láminas para hacer corrales angostos en los que criaban cerdos.
La agricultura no era buena idea. Aunque se trataba de una buena porción de tierra que María de Jesús heredó, tenía el suelo fracturado, de esos que no se dejan sembrar con facilidad.
Tras el nacimiento de más hijos y las dificultades de la modesta vida ganadera, sin fastidio ni iras cultivadas, Guadalupe y María de Jesús decidieron emigrar a la ciudad, con la esperanza de regresar algún día a Rancho Nuevo y hacerlo funcionar como un auténtico rancho.
Cuatro
Una vez instalado junto con toda su familia en Monterrey, los fines de semana, para completar los gastos de la casa, Guadalupe recorre en una camioneta pick-up Ford guinda las dos horas de camino a Rancho Nuevo, acompañado por un paisaje solitario, un mezquite aquí, otro por allá. Ahí mata cerdos que luego comercia en la ciudad.
La hoja del cuchillo se mueve con delicadeza sobre la piel rosa recién mojada con agua hirviente. Los cerdos tienen una carne blanda y jugosa; la de las hembras suele ser dura al momento de morir debido a que sobreviven un poco más de tiempo porque paren puercos y más puercos. A Guadalupe, su pequeño hijo Gerónimo lo ayuda acomodando en una vasija los intestinos que sustrae del animal. La rara ternura del sacrificio: el papá de Gerónimo está tranquilo y concentrado, no debe dañar de más el estómago del puerco.
Los cerdos machos de crianza empiezan la cuenta regresiva de sus fugaces y monótonas vidas en Rancho Nuevo cuando llegan a los noventa kilos. A partir de ese momento, que suele equivaler a los seis meses de vida, la muerte está muy cerca, ronda. Que un cerdo viva más de un año es tan raro como un eclipse de luna. El ritual de su muerte comienza cuando los sacan del corral y se les deja de dar sorgo o cualquier otro alimento durante catorce horas. Una vez pasado ese lapso, Guadalupe lo deja inconsciente con el golpe de un mazo en el cráneo (todavía no existen las pistolas aturdidoras o pinzas eléctricas de las granjas industriales). Tras el golpe, el cuerpo del animal se desploma al instante. Un edificio hecho estallar se derrumba en cámara lenta y un cerdo sacrificado cae como rayo. A uno lo sostienen varillas y cemento, al otro, energía. Después de que el animal cae de manera súbita, Guadalupe lo desangra cortándole las venas y las arterias a la altura del cuello. Sangre fluye a borbotones hacia una vasija que vigila Gerónimo.
El temperamento en el campo ante la sangre no es el mismo que en la ciudad.
A continuación, en tan sólo unos minutos, el cuerpo del animal queda desmembrado, el cerdo ya no tiene cabeza ni cola ni patas ni vísceras ni órganos. De hecho, para ese entonces, ya no se llama cerdo: le dicen canal. A canal lo cuelgan para que se seque, antes de que se lo lleven a la ciudad para terminar embolsado como el chorizo rojo que vende María de Jesús en la colonia Terminal de Monterrey.
Pero si es el cumpleaños de alguno de sus hijos u otra fecha en verdad especial, Guadalupe mata una de las vacas o uno de los cabritos que comen en los raquíticos pastizales del rancho. De la panza de la res sale mucha barbacoa y un menudo que les dura varios días y los pone contentos a todos.
En ocasiones, en lugar de matar a los animales en Rancho Nuevo, el sacrificio se hace en la casa de Monterrey. No es raro que aparezcan cabritos muertos tendidos en el patio de la pequeña vivienda, como si fueran ropa recién lavada esperando a secarse.
Cinco
Los seis hijos de la familia González Garza son María de la Luz, Graciela, Teresa, Gerónimo, Guadalupe y Martha. Gerónimo es el que colabora más con las matanzas animales de los fines de semana; sus hermanos estudian y su otra tarea es ayudar en la venta del chorizo. Tratan a Gerónimo con normalidad. Se tuercen para jugar con él al “burro bala va”, corren para las escondidas o brincan la bebeleche. Gerónimo pasa así su infancia, sin saber el lenguaje de señas. Tampoco sus padres ni hermanos. Toda la comunicación que hay es moviendo las manos o haciendo gestos. La voz de Gerónimo no emite sonido alguno pero se ve. En su casa se usa ese alfabeto del silencio creado por ellos. Los padres de Gerónimo no le imponen el mundo de los que sí oyen, tratan de entender el suyo. Es una familia normal, alegre, con vitalidad.
No es raro ver a Gerónimo con su pantalón de mezclilla ensangrentado, después de pasar todo el día con su padre en el improvisado rastro casero. Matar a un chivo es arduo: primero hay que ponerlo quieto, después enterrarle un cuchillo en la yugular, dejarlo que muera entre los grititos que lanza, colgarlo para que le escurra todo el chorro de sangre en una vasija, sacarle las tripas con las manos y quitarle el pelaje.
Hay un sábado en que Gerónimo mata solo, sin ayuda de su padre, los dieciocho chivos que se comerán los invitados de una boda por celebrarse esa misma noche en Monterrey. Tiene diez años.
*Este es un fragmento del libro Un vaquero cruza la frontera en silencio, publicado recientemente por la editorial Random House.
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