El día del dolor
“¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?” Esta fue la pregunta que contenía el plebiscito por la paz celebrado en Colombia el 2 de octubre de 2016. Contra todos los pronósticos y por un estrecho margen, ganó el “No”. Se cumple un año. Aunque luego igual fue Sí, aquel día siempre será recordado como una nueva victoria de la guerra sobre la paz en Colombia, como otro día de dolor.
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Los viejos buscan su lugar a las afueras del puesto de votación, se acomodan los anteojos sin prisa, fijan la mirada en la pared con tal determinación que parece que se les vendrá encima. La suya suele ser la mesa número dos, la número uno se renueva cada cuatro años sin falta. Los adultos contemporáneos, en curioso paralelismo, votarán en la mesa cuarenta. Los más jóvenes ―de barba cuidada, de bota de caña larga― observan con suficiencia los listados en la pared, casi con donaire. A ojo la rapidez con que votan los nuevos ciudadanos ―porque las filas son de los viejos― no se corresponde con su presencia en las urnas. Pudo ser ese el caso del Plebiscito del 2 de octubre: veloces gacelas que sobreestimaron las propias credenciales democráticas se vieron superadas por el voto sigiloso, conservador, de los caracoles de la tribu.
―Esa señora votó por el No― dice una joven a la salida señalando con los labios a la abuela adorable que hacía unos minutos empinaba los anteojos.
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Claudia López, eléctrica como el verde de su sudadera esa mañana de domingo, se sostiene con un pie en la tierra y otro en el pedal de la bicicleta. Lleva puestos unos audífonos, un morral azul, las gafas grandes de moda entre las políticas. La escoltan, la secundan, diez bicicletas más. De los manubrios cuelgan bombas de helio blancas, de las voces, enérgicas, la convicción de los abanderados. La caravana detenida en la Plaza de Usaquén se encuentra al medio día con Horacio Serpa ―otro perdedor de la jornada―, una foto, Horacio, dice López, y con Rosita, a ver Rosita, una foto que venimos a decirle sí a la paz, no a la guerra.
―Qué calor ―dice López―, un desnudo por la paz ―y se despoja en tres movimientos de la sudadera impermeable con la que, la mañana de elecciones, ha resistido el aguacero del Dios malo.
Aparece por un costado de la Plaza Daniel Samper Ospina, esquiva el encuentro con el grupo de López, lanza una mirada, levanta las cejas y camina veloz, con una hija en cada mano, hacia el puesto de votación.
A pocos metros del enjambre de curiosos que empieza a formarse pasa, inconfundible de jeans y pelo suelto, Juanita León, la directora de La Silla Vacía. Al encuentro con López cruzan un abrazo de varias semanas de ausencia, tres frases, y otro abrazo a la despedida. La directora de La Silla se aleja hacia los cerros a tiempo para perderse del remedo de noticia que brotará enseguida (gritos de un transeúnte que pasea tres perros grandes: “mucha mermelada”, dirá; vítores de los seguidores de López como respuesta; dos policías que acuden al lugar, un tercer espontáneo que pide respeto a la autoridad; López y su caravana de salida lanzando vivas a la paz). Samper Ospina hace lo propio (también hacia los cerros). A esa hora del día el país de la burbuja, sus políticos, sus periodistas, la mitad de sus ciudadanos en las calles todavía confía en el triunfo del Sí. A esa hora todavía flota en el aire la idea peregrina de que la jornada es pedagógica, que la paz está firmada con el balígrafo, que los buenos somos más.
Acuden a votar el Mane Molina de la televisión, el rancio profesor de la facultad de derecho, la muchacha del barrio de la infancia. Es una mañana de encuentros. Ya vendrá la tarde azarosa con sus estridencias.
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Por la séptima con ciento seis caminan Galindo y Rodríguez ―llevan el nombre marcado en la parte posterior de las cachuchas―, uniformados, con las manos atrás dispuestas como para ser atadas. Uno de ellos ―Galindo― bambolea la prueba de la infracción electoral: una botella de Cola & Pola que agoniza caliente entre las manos.
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―Vamos, Dylan ―le dice una mujer a un pastor alemán ahogado por el collar, unas calles al sur, en el corazón del Chicó, en este día de perros y señoras encopetadas.
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Un corrillo de veteranos habla de Arias Cabrales y de todos los militares que deberían estar presos como Arias Cabrales. Un hombre con una cachucha multicolor ―plena la bandera de Venezuela― avista el puesto de votación. Si se atiende a los temores (al decir) de la campaña del No la prenda bien podría denunciarse, por su proximidad al puesto de votación, como propaganda electoral de la campaña del Sí.
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―¿Ya votaste, Jaime?
Y Jaime ―camiseta del Hard Rock―:
―Obviamente por el no ―dice.
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En la entrada de un edificio de ladrillos romos, sentados en las escaleras, padre, madre e hija pequeña toman jugo de botella y pan de panadería de barrio, llevan una bandera blanca, visten la camiseta de la selección nacional de fútbol de Colombia. De pronto la niña se para y ondea la bandera, que la dobla en tamaño. Las bocinas de los carros atascados en ese preciso semáforo de la séptima callan.
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“Queda descartada la posibilidad de extender la jornada electoral ―anuncia la radio a bordo de un taxi modelo del año― por el Huracán Matthew en la Costa Caribe: no prospera la solicitud del senador Benedetti. A las cuatro se cierran las urnas”.
El taxista viste también de seleccionado. Sólo a la pregunta directa admitirá, con las maneras de un primer ministro inglés, que sí, que temprano en la mañana votó por el No.
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En el Nogal un vigilante del Club usa su radioteléfono como batuta: si baja la mano, la cámara de seguridad baja; si se la lleva a la boca, la cámara de seguridad sube.
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Una valla en la fachada del Gimnasio Moderno promociona el trigésimo festival de porristas. En el teléfono, Facebook anuncia sin que se le pregunte: “Hoy es el día del Plebiscito. Consulta tu lugar de votación y comparte si ya votaste. Tu mejor amigo y 53.867 personas más ―faltando una hora para el cierre de las urnas― compartieron en Facebook que van a votar”.
Alguien en el Alto Gobierno en ese momento debió haber oprimido el botón rojo. Pero no había botón rojo, ni paracaídas, ni máscara de oxígeno. Todavía Humberto De la Calle no renunciaba y Álvaro Uribe aún no discurseaba como si acabara de recibir la banda presidencial por tercera vez.
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―No me gusta, no me gusta, mi amor.
―Votaste por algo positivo, mi vida.
―Para mí era por el No, no sé por qué voté por el Sí ―dice ella empuñando una paleta azul, mientras se alejan por la calle setenta y dos, él con el niño de una mano y en la otra una paleta roja derritiéndose al medio día capitalino.
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―¿Qué dice Facebook? ―le pregunta en el Parque de los Hippies una muchacha de argolla en la nariz a una muchacha de pañoleta en la cabeza.
Minutos después, en entrevista diferida para la televisión mexicana, la primera de ellas dirá: “el Plebiscito se volvió una contienda política entre Santos y Uribe, y en Antioquia pues manda Uribe”.
―Francisca es una incoherente absoluta, marica, ¿ella que siempre habla del perdón venir a votar por el No? ―comenta la muchacha de pañoleta en la cabeza, teléfono en mano, desconcertada.
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―Los que van para el Éxito sí pueden pasar ―dice la patrullera―, y también los que van a comer heladito. Pero si van para la Plaza de Bolívar no.
Y así lo mismo devuelve a turistas belgas que a nuevos ciudadanos que a periodistas.
A las 5.30 de la tarde una mujer desinformada de la debacle camina por el corredor que la policía ha formado para impedir la entrada a la Plaza de Bolívar, exhibiendo entre las manos un cartel pequeño que reza: “NARCO PAZ A LA VISTA”.
―Hija de puta ―le escupe desde la otra acera una muchacha con la voz desgarrada, llorando―.
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Demasiado pronto, a las seis de la tarde, en las calles empiezan los adioses.
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