| julio 2017, Por Richard Sandoval

Tanto duele Chile

Nirivilo de noche es un espectáculo. Los pastizales quemándose deslumbran a los niños huyendo de las ampollas que les pueden provocar las luces fluorescentes si los llegan a tocar. Circundando las casas del valle al interior de la séptima región, las grúas avanzan frenéticas. En tiempo récord deben excavar en torno a las viviendas para crear un cortafuego. Han creado decenas en solo algunas horas. Los operarios son los propios dueños de las grúas, solidarios, extendidos hacia los vecinos que se amarran al sillón de sus casas, porfiados, dispuestos a enfrentar el fuego con el rostro antes de abandonar sus recuerdos plasmados en tablas inflamables. En Nirivilo no se quemó ninguna casa, sólo bosques, y el miércoles 25 de enero la noticia se comenta en la calle principal del pueblo. Se junta la María Pistola con un bombero de noventa y un años y hasta echan la talla. “Lo que se quemó no importa, importa que estamos bien” dice una señora mayor, mientras una más joven que pasa sus días entre Talca y el pequeño poblado agradece a “dios haber estado acá al momento de la tragedia”. En Nirivilo son así, no esquivan los azotes, los enfrentan con pieles ásperas. Así encararon al terremoto del 2010, ese que arrebató tantas casas de adobe a este patrimonio arquitectónico. Esta vez, frente al fuego avanzando incesante desde la cordillera a la costa, no iban a hacer lo contrario. Esperarían, pisando chispa a chispa los intentos del invierno por masacrar las casas levantadas luego del sismo. En la calma, ante la falta de luz y agua potable, se ayudarían entre todos, con el mismo amor mostrado por los almaceneros de la cuadra, esos que amasan pan por la mañana para repartir a los bomberos al mediodía, esos que en lugar de vender, de sacar provecho de la escasez, arman decenas de sándwich para repartir por las casas.

En Paredones, un matrimonio no corrió la misma suerte. La casa que recibieron del gobierno luego del terremoto 8.8 no resistió las llamas y, siete veranos después, otra vez se quedaron con lo que alcanzaron a salvar en una huida, otra vez recorrieron al alba las piezas derrumbadas, consumidas, buscando alguna foto de los niños cuando chicos, algún peluche sobreviviendo junto a galones de gas ennegrecidos. Pero no hay nada. Sólo la sospecha ante el futuro, ante la sorpresa desgraciada que pueda estar preparando este país que les da nacionalidad y derechos, para luego derrumbar en dos o tres minutos lo construido en años.

En Carrizalillo, sexta región, un joven cuenta, con ampollas en las manos, cómo recorrió casa por casa despertando a los abuelos imbuidos en el sueño ignorante de siniestros, cuenta cómo su amigo Johnny tuvo que meterse en moto bajo la lluvia de cenizas a rescatar vecinos en las casas de más lejos. Se tenían que salvar. Debían dar testimonio del cómo se salvaron del mayor incendio en la historia de Chile, ese del fuego que cambia de dirección a cada segundo, ese que se nutre de las insólitas olas de calor en el año más extenuante del que se tenga registro. En Marchigüe, gente mojando caballitos demuestra que también se podía luchar con una manguera. Aunque sólo detuvieran por un instante el ardor en los lomos de sus compañeros de trabajo, no podían quedarse de manos cruzadas. El ejemplo lo daban los bomberos que viajaron desde Los Andes, lo daban jóvenes llegados desde Valparaíso tras hacer dedo en medio del humo. El ejemplo lo daba el niño que regaló una decena de helados a los bomberos de Laja que pasaron agobiados por el peaje de Santa Clara rumbo al fuego. El ejemplo lo daba la emoción sobre el camión de esos viejos escuchando We are the champions y agradeciendo que el niño asumiera la pérdida de ganancia sin pedir nada a cambio. El ejemplo lo daban los otros mil trescientos voluntarios que en lugar de estar de vacaciones o disfrutando con sus familias estaban exponiéndose, valerosos, al peligro de la mayor catástrofe forestal de nuestro tiempo. Sí, soportar con una mísera manguera de riego para aplacar el dolor de las heridas de un caballo sí valía la pena.

Pero el incendio no pasó en vano. Asesinó escuelitas rurales, asesinó miles y miles de hectáreas de vida verde, de especies nativas, acabó con años de esfuerzo de familias humildes criando chanchos y gallinas, derrumbó proyectos de vida desnudando lo peor de Chile. Desnudando la precariedad laboral de tres hombres, de 42, 35 y hasta 28 años, que como brigadistas temporales de Conaf –esos que ganan en promedio 320 mil pesos durante tres meses de verano– fallecieron atrapados por la bestialidad inflamada de los bosques de Las Cardillas, en Vichuquén. Falta de preparación y vestuario precario, aliados mortales para los sueños de vidas recién empezando. Aliados que provocan peligro hasta hoy en los mil setecientos brigadistas que no dan abasto, mil setecientos que deberían ser tres mil quinientos, resistiendo mientras políticos inescrupulosos buscan sacar provecho haciendo campaña publicitando sus ayudas, mientras informaciones falsas se propagan por Facebook creando un ambiente denso que en nada ayuda. Mil setecientos chilenos y chilenas vestidos de amarillo, acorralados por un monstruo incontrolable que en su avance alevoso se esfuerza en demostrar que este, nuestro país, siempre puede doler más, provocando resistencias heroicas que quedan en el anonimato, azuzando solidaridades que creíamos en el pasado, juntándonos otra vez en la conmoción, en el abrazo que se empapa de esperanza y lágrimas mientras decimos cómo pudo ser, cómo pudimos ser víctimas otra vez, cómo puede ser que duela tanto Chile.

Cuando amanece en Santa Olga, el jueves 26, solo se encuentra a salvo una plaza de juegos para niños. El resto es todo cenizas, casas inservibles recibiendo a sus dueños que regresan de un albergue, dueños que se encuentran con mascotas que no pudieron evacuar, perritos blancos con heridas en la cabeza, perros que no alcanzaron a caber en los brazos de Javiera, una niña que sólo se pudo llevar a su gato. Javiera tiene una herida en su rodilla, pero le da lo mismo. A su mamá también le da lo mismo, dice que es una mujer trabajadora y que va salir adelante, sola, como siempre lo ha hecho, como siempre lo han hecho todas las mujeres de Santa Olga. Lo único que a esta mujer aqueja es la injusticia. “Cómo los poderosos no van a hacer algo, este es un país tan rico, dejen de robar la plata y ayuden a la gente”. No hay consuelo, no puede haber consuelo, más cuando los fiscales anuncian que hay hombres detenidos en Lircay y Chanco, hombres vestidos de huasos que fueron vistos encendiendo el fuego con antorchas. La gente se pregunta en qué intenciones retorcidas puede concebirse que hacer desaparecer un pueblo es una opción. En qué intenciones retorcidas puede ser válido el terminar con tantas vidas.

Mientras los diarios y la televisión hacen un festín del espectáculo siguiendo cada paso que da un avión llamado SuperTanker, uno gigante venido de Estados Unidos a combatir el fuego entre los inabordables cerros y valles de la cordillera de la costa, en el peaje Angostura se aposta una decena de carros bombas. Tienen sus balizas encendidas y a cada rato tocan sus ingentes bocinas. Están esperando a un mártir. Están esperando a Hernán Avilés, de 36 años. Hernán llevaba nueve días enfrentando al fuego. Partió en Peralillo, pero no le bastó. Los llamados al auxilio lo movieron más al sur, hasta Empedrado, otro pueblo devastado, donde la asfixia terminó con todos sus esfuerzos. Segundos antes de su muerte, Hernán entró a una casa y salvó a un adulto y dos menores, dos niños como los suyos, esos que ahora esperan vestidos de bombero para dar el último adiós a su padre que hoy también es su héroe, el héroe que no volverán a ver.

A Hernán lo lloran porque su liderazgo daba vida a la Primera Compañía de Bomberos de Talagante. Era el que organizaba las guardias, el que armaba los asados, el que luego de someterse al riesgo de una tragedia distendía todo con un chiste. Talagante está de luto. Chile está de luto. No por hoy, no por enero, no por el verano ni por 2017, Chile está de luto para siempre, porque este es de los lutos que marcan, que inyectan marcas a la historia, la marca de un azote hirviendo para el que nadie estaba preparado.

En la comisaría de Constitución, en tanto, las funcionarias se siguen abrazando. La peor noticia llegó. Los dos carabineros que se perdieron en el kilómetro 42 de la ruta que une a Constitución con Putú, cuando árboles encendidos en el suelo cortaron la ruta, obligándolos a dejar el vehículo y huir a pie, aparecieron muertos. Murieron trasladándose para seguir evacuando gente, a su gente, a esa que vieron y saludaron cada vez que recorrieron esas pistas. Son suboficiales, los obreros de las Fuerzas Armadas. Se sabían casi de memoria las caras de las más de cien personas que salvaron. El sargento Primero Freddy Fernández tenía veintiocho años de servicio y el cabo primero Mauricio Roca, diecisiete. No podían dejar que sus vecinos se consumieran, y no lo permitieron. Pero el fuego no amaina, parece eterno, las víctimas no le bastan y los hogares destruidos le parecen pocos.

En el frontis del retén de Putú, de madrugada, dos fotos sobre una mesa son acompañadas por un puñado de velas. Las fotos son de Freddy y Mauricio, y el fuego de las velas es calmo, controlado, hasta bonito. Es la paradoja del fuego, el mismo fuego que les quitó la vida ahora les rinde culto y les desea el descanso, horas después de que la asfixia los llevara a tomar la radio y despedirse de sus colegas.

En Santa Olga, en Florida, en Lloicura, tierras desoladas, tierras ahumadas en la que hombres en llanto comienzan a alzar las banderas chilenas de la resistencia, las velas de la muerte se siguen sumando mientras los cadáveres de personas y animales van apareciendo, en un escenario de Chile, de O’Higgins, Maule y Bío-Bío, el corazón de Chile, que sólo dice basta.

En San Sebastián de Manco, casas quedaron reducidas a latas. Latas del techo y las bases de una tina es todo lo que se ve. Una niña corre al abrazo de su padre. Acaba de mirar su escuela, la escuelita rural que también ha desaparecido. Son nueve los niños de este poblado del Bío-Bío que otra vez no tendrán donde estudiar, como tantos otros en esa misma región que perdieron sus pizarrones con el maremoto de hace siete años.

En la decena de focos de incendio que circundan a Concepción, brigadistas y bomberos siguen en combate frente a un demonio que no da luces de dejar de crecer. Las llamas amenazan aserraderos de forestales anunciando nuevas tragedias. Al mismo tiempo, en Santa Olga, Irma y Pamela comienzan a recibir ayuda. Y sus mascotas también. Camiones colmados de abarrotes se topan con veterinarios que viajaron desde Puente Alto y La Granja. Viajaron con botiquines, inyecciones y un par de Hipoglós. Toman a perritos quemados con el cuidado que se toma a las guaguas. Los encuentran en quebradas, echados para esperar la muerte, con los ojos cerrados. Son los animales que nadie pudo rescatar, son quiltros. También hay gatos, chamuscados, encontrados por sus dueños luego de tres días de búsqueda. Las curaciones por un momento se detienen. Los voluntarios son llamados a vacunarse contra el tétano. Estarán semanas en terreno y no se pueden correr más riesgos.

Es viernes 27, y en Vilumanque los residentes de una villa pegada a inmensos bosques se agitan al extremo arrancando la vegetación junto a sus casas. El fuego viene, y la única manera que encuentran de protegerse es sacando con las manos ramas que jamás debieron estar metidas en sus patios.

En los canales de televisión, el Hogar de Cristo anuncia una cuenta para juntar mil millones de pesos. El Desafío Levantemos Chile se compromete a levantar colegios con velocidad voraz, y los mejores reporteros muestran cuánto han aprendido de tragedias evitando varias veces el morbo de la emoción ajena. Pero pocos hablan de la responsabilidad de las forestales, pocos reproducen las palabras del alcalde de Florida, Jorge Roa, acusando a la Forestal Arauco de que “nos tienen rodeados de pinos y eucaliptos, los que disminuyen el agua y agravan la situación de los incendios forestales”.

Es extraño, pero Chile parece tan curtido de males que es difícil encontrar desesperanza aún en medio de la desnudez de bienes y recuerdos. Don Fernando, en San Sebastián, cuenta que tiene setenta y tres años y que no está ni ahí con dejar de soñar. Cuenta que tardó dos años en construir la casa que hoy está en el suelo. La empezó a construir en 2010, el año de la otra gran tragedia, y le duró apenas cinco temporadas de pie. “Pero la voy a volver a construir. Tengo una pensión muy chica, pero voy a seguir adelante”.

Seguir. Seguir adelante, el increíble sino de Chile, un pueblo forjado en el movimiento y el fuego, una gente que da la impresión en sus ojos jamás vencidos de haber nacido para pararse sin cansancio, como un monito porfiado, aunque la historia los destruya cada cinco años. Un pueblo que en su ahínco, que de pronto llora, se esfuerza en obviar que tanto duele Chile, mientras las llamas avanzan al sur, comenzando ahora también a consumir la Araucanía, acorralando la ciudad de Traiguén, donde una abuela solloza sola pensando en la muerte de su huerto si el fuego toca su casa, imaginando que jamás volverá a ver ni a sus tomates ni a sus familiares del norte si el siniestro se agiganta.

Es sábado, y mientras en Facebook una publicidad pagada por el diputado Rojo Edwards –ese que cambió su nombre al color de su pelo para que la gente lo reconociera en el voto– busca sacar réditos políticos de la catástrofe, en Hualqui se vive una verdadera proeza. Silvana es una mujer humilde, trabajadora, que siempre ha vivido del campo. El fuego le acaba de arrebatar cien animales y ahora se le viene encima de sus hijas. El incendio comenzó a consumir su casa a una velocidad incalculable. Ya no es posible arrancar. Afuera está el pozo de consumo de agua. Lo mira y no tiene más opciones. Silvana toma a sus dos hijas por los brazos, se las echa a la espalda, y se hunde en un hoyo de tres metros de profundidad. Coloca sobre sí las planchas de zinc que botó el techo en destrucción y aguanta. Las niñas lloran temerosas y ella las afirma. Al rato su casa quedó convertida en cenizas, pero ella se salvó. Silvana y sus hijas se salvaron, en un pozo, para reincorporarse y volver a construir.

Pero Silvana no se siente una heroína, como tampoco se siente Mireya, personaje popular de Concepción que pese a vivir en la calle se las arregla de cualquier forma para ayudar. Mireya no tiene nada, pero contra todo pronóstico aparece en la Catedral de Concepción con bolsas de colaboración. Ayudar es lo que siente, como lo siente Romilio, un zapatero que viajó desde Santiago al Maule con trescientos pares de zapatos a repartir. Romilio también llevó agüita y harina para combatir el hambre. Ayudar también es la necesidad que sienten los vendedores de completos que se trasladaron con su carrito a Santa Olga para regalar miles de italianos durante un par de días. Es la solidaridad del Chile más honesto e invisible la que se multiplica en carreteras atestadas por camionetas embanderadas, camionetas que llevan a dedo a señoras de San Clemente cargando decenas de kilos en tortilla para llenar la guata de niños vulnerados. Camionetas ameando el emblema patrio del Perú y República Dominicana, con inmigrantes que también buscan “ayudar para agradecer al pueblo de Chile por hacernos sentir parte del país”.

Las llamas todavía no se apagan, pero tampoco sospechan que la reacción de los chilenos más insospechados, la reacción de esos que no publican donaciones, esos que llenan vehículos con todas las sandías y melones que tenían destinados a la venta de un domingo, es una reacción que no está dispuesta a darles la más mínima tregua.

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