| junio 2017, Por Fernando Aviakan

El dictador con Instagram

El argentino Fernando Avakian viaja a Chechenia, donde se asesinan defensores de los Derechos Humanos y se denuncian “campos de concentración para homosexuales”. Cómo es la vida allí y quién es Kadyrov, el dictador con Instagram.

La policía del checheno Kadyrov es extremadamente desconfiada con los extranjeros.

Así que tomé un avión hasta Ingushetia, república vecina de Chechenia, y me puse a buscar algún medio terrestre para cubrir los noventa kilómetros que me separan de Grozni.

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La llegada al pequeño aeropuerto ingusetio y el papeleo no me presentan ningún problema. Bajo del avión y un tibio sol invernal me saluda: el frío aún señorea por la cordillera caucásica y mi primera imagen es la de montañas nevadas y casitas con chimeneas humeantes. Más aeródromo que aeropuerto, con una sala grande adelante de la pista cuyas paredes están cubiertas de fotos de aviadores soviéticos nacidos en la región. Llego a ver desde el ventanal la capital, Magas, con su conjunto desordenado de construcciones bajas y callejas lodosas.

No me detengo largo rato en esta ciudad: camino al costado de la ruta que me lleva a Grozni, en el sensible bajo vientre del coloso ruso. La ruta está desierta, es llana y tiene en todo el horizonte las serranías. Un poco de nieve se acumula en el pasto al costado del camino. El aire se huele puro, el silencio total. Me decido a no subestimar el frío de marzo y a preocuparme seriamente por pedir un aventón hasta Chechenia.

Llevo una hora caminado a la vera de la ruta y nada, ni un vehículo. De repente se detiene un auto conducido por dos ingusetios, un grupo étnico cercano a los chechenos. Los dos visten camisas negras, escuchan un CD de Didiula, un conocido guitarrista ruso que fusiona folklore y pop. Me hacen señas para que suba. Me hablan en ingusetio, o quizá checheno, creo que me intentan decir que van a Grozni:

– ¿Te sirve? –imagino que me preguntan.

– Claro –les digo en ruso. Todos los habitantes del Cáucaso Norte dominan el ruso aparte de su idioma natal. Acerté. Subo al carro. Sólo uno de ellos, el conductor, se presenta: Ruslán.

– ¿De dónde eres? –me pregunta, ahora sí en ruso.

– Argentino –respondo.

Me miran sorprendidos. No es frecuente la llegada de extranjeros a Chechenia y mucho menos latinoamericanos. Uno de ellos empieza a entusiasmarse: “Eres mi oportunidad para practicar español”. Entonces comienza a enumerar en castellano:

– Che Guevara, Maradona… ¡muy bueno!

–  ¿Y Messi? Es más actual. ¿No lo quieren aquí también?

– También bueno, sí. Pero Maradona es, ¿cómo se dice?… Es rey. Y Natalia Oreiro, aquí queremos mucho por sus novelas. Siempre veíamos. Yo por ella empecé a aprender español.

– Pero es uruguaya Natalia Oreiro –le explico.

– Oreiro claro buena, muy buena –mientras me ofrece una manzana y sigue conduciendo.

Al rato llegamos al centro de Grozni. Está reluciente, bien pavimentada y limpia a pesar de haber sido destruida dos veces en menos de diez años. En 2003 la ONU la consideró «la ciudad más destruida de la Tierra desde la Segunda Guerra Mundial».

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Chechenia fue el epicentro de violentas guerras hasta que apareció Ramzán Kadyrov: el hombre de Putin en Chechenia. Cuando el presidente ruso buscó, diez años atrás, dar la apariencia de un Cáucaso ruso «pacificado» pero al mismo tiempo gobernado por las etnias locales hizo al imprevisible Kadyrov su asistente personal en la región. Este joven gobernante transformó a Chechenia a la fuerza en un sitio de «paz».  Kadyrov afirma ser «la persona más pacífica del mundo».

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Volaba el año 1999. El actual presidente Kadyrov era el hijo del anterior presidente Kadyrov, tenía veintidós años y ya se jactaba de matar terroristas. Yo tenía nueve años y almorzaba con mi familia en nuestra casa de Córdoba con la televisión encendida. En un noticiero anunciaron el estallido de una guerra en el Cáucaso. Era una zona geográficamente muy lejana pero me llamó la atención. Y nunca me dejó de llamar.

Aquel conflicto que duraría oficialmente hasta 2001 la protagonizaban los chechenos y los rusos, quienes vencieron.

Por un lado la Federación Rusa: un país de proporciones continentales que comenzaba a ser gobernado por un hombre con ambiciones globales, un tal Putin. Por el otro: la minúscula república independentista de Chechenia, el talón de Aquiles ruso desde siglos, cuya población es mayoritariamente musulmana.

¿Por qué aquella guerra? «Lucha contra el terrorismo».

Esta guerra había sido precedida por otra de carácter secesionista, entre 1994 y 1996. La élite nacionalista chechena anhelaba un Estado propio y, en principio, democrático, independizándose de Rusia tras siglo y medio de dominación.

Las tropas federales enviadas por Moscú no habían podido retomar el control del diminuto país del Cáucaso Norte durante esta primera contienda, que se saldó con una victoria chechena en 1996. El cese al fuego trajo la autonomía de la república secesionista y se acordó que su estatuto final que se definiría hacia el año 2000.

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Ya en las calles de la ciudad, le doy charla a Ruslán, tanteo con delicadeza hasta dónde puede o quiere hablar de la guerra.

–Todo está reconstruido… parece que nunca hubiese habido guerra aquí –comento.

–Sí. Hoy Grozni está reluciente. Los terroristas ya están casi todos muertos, gracias a Allah –contesta distraído.

–Pero durante la primera guerra no se hablaba de terroristas, ¿no? Era otra cosa lo que ocurría –me animé a decir.

Ruslán no respondió realmente. Balbuceó dos o tres cosas casi inaudibles y me regaló otra manzana, antes de comenzar a loar el sabor de las frutas y verduras de la zona. No volvió a mencionar el tema.

Desciendo del auto y saludo a los ingusetios, camino por la ancha avenida Vladimir Putin –ironía del destino, Put´ significa “camino” en ruso– que empalma con la Ahmet H. Kadyrov, difunto padre del actual presidente checheno.

Llego a la imponente mezquita central, una de las más grandes de toda Rusia. Su construcción finalizó en 2006 con grandes sumas provenientes de Moscú. También con fondos federales se hizo el complejo de edificios ultramodernos que hay al lado, se construyeron con planos copiados de los rascacielos de Dubái. Grozni City, ahí ricos y famosos del mundo se han alojado.

Fuera de eso, Grozni es una ciudad de casas bajas, prefabricadas y austeras, sin mucho de particular a nivel arquitectónico. Las publicidades están en ruso –el idioma checheno no tiene alfabeto propio– y las mujeres portan velo. Por todos lados veo el rostro joven y barbudo del presidente Kadyrov, con rimbombantes mensajes: «Kadyrov, patriota de Rusia”, “Kadyrov nos trajo paz y progreso». Para completar la escena, policías y guardias fuertemente armados. El año pasado hubo un atentado.

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Dice la mitología griega que por acá cerca, en los montes Cáucasos que se extienden entre los mares Negro y Caspio, Prometeo fue encadenado por los dioses en su castigo divino. Pero estos no pudieron evitar, al parecer, que Prometeo les robase el fuego y lo distribuya entre los hombres del Cáucaso, allí donde la guerra ha sido un intermitente habitué. Los conflictos en este sitio son brasas encendidas. En aproximadamente 355.000 kilómetros cuadrados –en un territorio apenas más chico que el de Paraguay– conviven cinco repúblicas que forman hoy parte de la Federación Rusa: Karacháevo-Cherkesia, Kabardino-Balkaria, Osetia del Norte, Ingushetia y Chechenia. Es la región administrativa más pobre de toda la Federación Rusa.

Los rusos son minoría por estos lares. Prácticamente no hay mayorías absolutas de nadie; nunca las hubo y por eso los geógrafos árabes del Medioevo llamaban esta zona Jabal al-Alsun, «la montaña de las lenguas», por su extrema diversidad lingüística.

Predomina, eso sí, el Islam sufí desde el siglo XVIII pero pueblos como el oseto profesan el cristianismo ortodoxo o, como los calmucos, siguen al budismo. En catorce siglos de historia este sitio fue árabe, persa y otomano, pero ruso jamás.

Recién fue anexada a fuego y sangre por el Imperio Zarista entre los siglos XVIII y XIX. Al finalizar en 1864 la última campaña colonial rusa –a la sazón, llamada Guerra del Cáucaso, e inmortalizada varias veces por las obras de Tolstoi, Pushkin o Lermontov– el Zar pudo afirmar su dominio.

Chechenia se encuentra en el centro de esta región, a 1.800 kilómetros al sur de Moscú; limita al sur con Georgia. Posee 1.394.000 habitantes.

En esta olvidada república, la insurgencia islamista y los gobiernos autoritarios se utilizan mutuamente para justificarse. Conviven altos índices de pobreza con lujosos centros de esquí para las élites. La población pauperizada sigue siendo eminentemente rural, entre las tierras altas y las planicies. El pastoreo y la agricultura son las principales actividades económicas.

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Frente a las desconcertantes construcciones de Grozni City me encuentro con mi guía, Anzor.

Vine a Chechenia porque estoy estudiando en Francia, sobre Chechenia. Durante mi investigación académica, como suele pasar, cada entrevistado me ponía en contacto con otras personas interesantes que pueda a su vez entrevistar o que me puedan dar información de primera mano. Anzor es el cuarto eslabón de una cadena de contactos que comenzó con una joven chechena ex convicta por cargos falsos de terrorismo y hoy refugiada política en París.

Anzor es flaco y alto, tiene el pelo azabache y las cejas anchas. Calza unos zapatos negros y una campera de cuero del mismo color. Huele a campera de cuero negra. Entramos en confianza rápido, nos hacemos amigos: me ofrece alojarme en su casa. Me muestra con orgullo su ciudad.

A la noche nos encontramos con amigos de él en un bar para tomar té. Mi primer impulso fue pedir una cerveza pero recordé que el alcohol –y el tabaco– están prohibidos en este sitio islámico. La conversación está teñida por una recíproca curiosidad.

– ¿Cómo es la gente en Argentina? ¿Hace calor todo el tiempo y bailan reguetón? –me pregunta uno de los chicos, un poco risueño.

– No, tovarisch –me fascina usar las palabras que aprendí del viejo argot soviético– no hay que guiarse por los estereotipos.

En Rusia sucede exactamente eso: abundan los clichés del checheno mafioso, bandido o terrorista.

– Es como si yo pensara que todos los chechenos son como Kadyrov –completo mi respuesta. Y entonces, silencio.

Nadie se atreve a hablar y las miradas se vuelven un tanto nerviosas. El nombre del presidente tiene un efecto electrizante. La charla vira bruscamente hacia el fútbol. Al ratito nos vamos.

De regreso a su casa, Anzor me explica: todos temen a las omnipresentes redes informales de delación, que son los ojos y oídos del régimen de Kadyrov.

Las medidas represivas van desde desapariciones forzadas, asesinato y torturas a opositores pasando por la erosionadísima libertad de expresión y la corrupción policial. Todo está justificado en el marco de la lucha contra los grupos locales que promueven la Yihad violenta.

Ya en la seguridad de su hogar –un lugar austero, simple, con alfombras en suelos y paredes y muchos, muchos libros en todos lados– Anzor me habla, bajito, de los terroristas. O mejor: de «los bandidos», «los wahabistas», «los que viven en el bosque».

Resulta que durante el conflicto de 1994-1996, combatientes salafistas de distintas latitudes vieron en Chechenia un escenario local de lo que consideraban la Yihad global y se incorporaron a la lucha. Lo que para los nacionalistas chechenos era una guerra de liberación nacional, para estos grupos de yihadistas «profesionales» era una guerra santa contra la secular opresión por parte de los «infieles rusos».

Anzor me explica que Chechenia pasó a ser algo así como un substituto de Afganistán. Un punto de encuentro de combatientes salafistas. Las unidades yihadistas –formadas tanto por chechenos y caucásicos como por saudíes, jordanos y centroasiáticos– permanecieron armadas tras el cese el fuego y constituyeron un desafío a la gobernabilidad del presidente electo en 1997, el nacionalista Aslán Masjádov. Es que durante la posguerra, varios de esos grupos se reconvirtieron al negocio de los secuestros extorsivos.

Luego me contó que pocos años después, en 1999, el Kremlin había encontrado excusas para reiniciar la guerra y retomar Chechenia, en aquella conflagración que había llamado mi atención frente a la televisión mientras desayunaba en Córdoba.

Una serie de explosiones intencionales en edificios de viviendas en Moscú hicieron entrar en acción a los servicios de inteligencia rusos.

El FSB se los atribuyó –sin demasiada investigación– a los grupos yihadistas chechenos, quienes jamás se adjudicaron esos atentados. Eso ocurrió pocos días después de que un comando salafista encabezado por el checheno Shamil Bassaev atacara la vecina República de Daguestán, también parte de la Federación Rusa.

A pesar de la condena del presidente checheno al ataque de Bassaev y a los atentados, las tropas rusas tomaron a la fuerza Grozni «para terminar con la amenaza del terrorismo».

Desde ese momento y hasta el día de hoy todo opositor a los proyectos políticos de Moscú para con el Cáucaso Norte pasó a ser considerado terrorista islámico, aunque no haga atentados ni haya leído el Corán.

El discurso oficial –que devino el de los líderes chechenos pro-Putin– presenta la región como una plataforma para la propagación de la Yihad en Rusia y da forma a la difusa imagen del terrorista checheno como enemigo interno.

Cayeron en la misma bolsa los independentistas nacionalistas, los verdaderos grupos salafistas, los autonomistas moderados y hasta los defensores de derechos humanos en la región que denunciaban las exacciones rusas, muchos de esos activistas eran y son étnicamente rusos.

Esa nueva política del miedo se alimentó de la proliferación de atentados suicidas en toda Rusia organizados por las verdaderas organizaciones yihadistas y que si preguntas son condenadas por cualquiera del pueblo checheno. Los ataques más resonantes son los del teatro de la Dubrovka en Moscú en 2002, y la escuela de Beslán en Osetia del Norte en 2002.

Fue así como en ese momento el emergente partido «Rusia Unida» de Vladimir Putin, canalizó el apoyo popular: en base a la «cáucasofobia» como manera de incentivar el nacionalismo ruso. Así ganó Putin las elecciones de 2000, a partir de las cuales ningún otro partido accedió al poder.

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Dice la BBC:

«Denuncian campos de concentración para homosexuales en Chechenia, donde personas gay –o simplemente percibidas como gay– son golpeadas, torturadas, en unos casos hasta muertas y desaparecidas. El gobierno checheno negó los reportes tildándolos de “mentiras”, asegurando que en esa república no existen homosexuales.»

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«Conocí» a Kadyrov esa misma noche en la casa de Anzor: la televisión estaba prendida y el líder vestía ropa deportiva y daba una entrevista en checheno con tono distendido. En sus cuarentas, fornido y con abundante barba rojiza, Kadyrov es innegablemente carismático, al ratito hasta  parece simpático.

Ramzán accedió al poder poco después del atentado que mató en 2004 a su padre, el entonces presidente Ahmet Kadyrov, también apuntado por Putin al finalizar «formalmente» la guerra.

Kadyrov hijo -el Kadyrov actual- es uno de los pocos dirigentes de Rusia en tener un acceso directo a Putin. El presidente ruso dijo: «lo quiero como a un hermano menor», comparten un ejército privado conocido como los kadirovtsy.

El premier checheno es tan excéntrico como brutal. Tiene un zoológico personal, mandó a pintar el rostro de su padre por todas las paredes de Grozni, boxeó contra Mike Tyson, lideró a Chechenia en un partido de fútbol contra el equipo nacional de Brasil (perdió 6 a 4), publica incesantemente imágenes en Instagram, donde tiene un millón y medio de seguidores, casi como el total de la población de la ciudad de Córdoba, o bueno, de toda Chechenia.

Para Kadyrov todos los opositores son terroristas, los críticos le hacen el juego a los terroristas y las detenciones arbitrarias, los castigos colectivos y las ejecuciones extrajudiciales son moneda corriente y «necesaria». Más allá de las fronteras chechenas, Kadyrov acusó abiertamente a periodistas y opositores rusos en Moscú de ser enemigos del Estado. Él mismo se vio envuelto en 2015 en el asesinato de Boris Nemtsov, principal rival político de Putin en la capital.

Cuando lo acusan Occidente y los  defensores de derechos humanos rusos, el checheno argumenta que «las excepciones a la regla son necesarias para mantener a raya a los terroristas». El terrorismo en Chechenia está débil pero activo, organizaciones yihadistas locales declararon públicamente –por Internet– en 2015 su lealtad al Estado Islámico.

https://www.instagram.com/p/BT91A4lBcxW/?taken-by=kadyrov_95

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Entre la brutalidad del régimen y los ataques de los yihadistas hay una población civil tomada de rehén, fatigada de tantos años de violencia.

– La cuestión es que esto es lo más parecido a la paz que hemos tenido. En mi caso, vi guerra desde que nací. Una violenta paz: eso es Kadyrov –me dice Anzor casi sin mirarme a los ojos.

– No habiéndolo vivido, sólo puedo intentar imaginar lo que debe ser atravesar años de conflicto. Pero supongo que no estarás justificándolo… – me atreví a comentar.

– ¡Para nada! Es un dictador y un asesino –va atenuando el tono de voz– y todos lo sabemos. Pero primero fueron las guerras, luego los atentados suicidas… Los terroristas han hecho mucho mal a Chechenia pero no son los únicos que han hecho mal: aquí no hay trabajo. No podemos hacer nada. Por eso tantos jóvenes desempleados o frustrados, algunos de ellos huérfanos, se unen a los grupos terroristas.

– Supongo que muchos emigran a la capital o a otras ciudades –dije.

– No es tan fácil. Hacen falta permisos especiales para instalarse en Moscú. Y allí todos nos discriminan… No guardo rencor a los rusos. Pero debo decir que los chechenos fuimos masacrados por el Imperio Zarista, luego la URSS y finalmente la Federación Rusa. Eso es difícil de asimilar, especialmente cuando se reescribe la historia y nuestro dolor se traspapela.

Le digo que lo entiendo, soy latinoamericano y descendiente de armenios, sé muy bien lo que significa que las atrocidades que pueblan tu propia historia sean ninguneadas, banalizadas o silenciadas.

 Me ofrece un té de menta antes de dormir.

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Amanece sin sol. Hace un frío seco. Duro. Anzor se ofrece a acompañarme hasta el aeropuerto de Magas, nuevamente en Ingushetia. Resuelve rápido cómo llegar.

En el camino, no lo veo impresionado por el helicóptero militar que pasa, o los omnipresentes hombres armados. 

Ya antes de embarcar, para despedirme, me dice que espera verme para su casamiento, una vez que consiga novia, «porque ya me estoy poniendo bastante grande, hace poco cumplí veintiséis».  No sé qué responderle. Río y lo abrazo.

– Que Allah, o bueno tu Dios, esté siempre contigo, no te olvides de nosotros aunque no tomemos cerveza.

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