Todos los santos que cuelgan de mi cuello

Una médium en el desierto de Espinazo, Nuevo León, México. Foto: Alejandro Saldívar
En Latinoamérica, decenas de millones de personas adoran a un santo popular o participan de algún tipo de ritual pagano. Nuestros reporteros Mauro Salvador en Argentina, Carla Loaiza en Venezuela y Alejandro Saldívar en México reportearon en simultáneo alrededor de este fenómeno. Escribieron esta crónica a 6 manos.
Es el sur profundo del conurbano bonaerense. En el kilómetro 42 de la ruta 210, hay un arco de hierro oxidado del que cuelga un cartel: Santuario Nacional Gauchito Gil de Alejandro Korn, Rubén “Gauchito” Alfaro. Es el día 8 de un mes que no es enero. Los fieles se congregan.
Una decena de autos se estacionan desprolijamente por ahí. La gente camina buscando altares. Nadie anda solo. Familias, chicos, adolescentes, viejos, grupos de dos u ocho personas, cada cual a su ritmo. En la entrada está el primer altar, ahí los fieles depositan sus ofrendas: botellas de vino, paquetes de cigarrillos y hasta patentes de autos, son para que protejan sus vehículos o porque se salvaron de algún accidente, depende de cada promesero. Adentro, hay tres altares más. En el principal atiende el Gauchito Rubén. 40 personas hacen fila.

Por fuera, la oficina de Rubén es una cabañita de madera pintada de rojo. Por dentro, una habitación con tan sólo una camilla y una estantería-altar llena de estatuillas, donde destaca una de yeso del Gauchito Gil. Le cuelgan rosarios del cuello. En el piso hay una canasta de paja desbordando dinero.
La puerta está abierta, la voz de Rubén se fortalece:
–Adelante.
Le toca a una mujer de unos cuarenta años, arreglada como para ir a misa un domingo, lleva una actitud expectante. Se llama Mónica. Entra y se pone contra la pared. Ve al curandero, un hombre de mediana altura, con un sombrero Gaucho que lo hace parecer más alto, viste una bombacha negra y una camisa blanca.
–Hola, es la primera vez que vengo –con voz suave y clara- vine por una ayuda espiritual.
–¿Por qué? ¿Acá te mandó alguien?
–Ehh, me hablaron bien de usted y bueno, yo me siento triste y sola.
Rubén le pregunta su fecha de nacimiento y sumerge su mano en agua “bendita”. Persigna a Mónica: cabeza, pecho y hombros.
–¿Trabajás?
–Sí, yo soy nutricionista en una salita médica.
–¿Por qué te sentís triste?
–No sé, serán los años, yo me siento sola. Yo tengo hijos, dos, yo me divorcié y a partir de ahí nunca pude encontrar…- va enmudeciendo de a poco sin apartar los ojos de Rubén.
-¿Qué le pedís al Gauchito?
–Y… yo estoy ahora…enamorada de una persona…
–Bueno, decime, ¿vos podrás volver dos veces más?
–Sí
–Yo voy a estar atendiendo mañana y después a partir del viernes. Venís los tres días. Hacete una oración y descargá; mañana te vas a levantar bien.
–Bueno, yo no sé mucho de la vida de este santo, pero bueno yo vengo mañana ¿a qué hora?
–Mañana estoy de 9 a 11 y a la tarde de 5 a 7. Tenes que saber que el Gauchito Gil es un mensajero, no un santo, pero la fe de la gente hace que se cumplan los milagros, no hay imposibles ¿está? Que Dios te bendiga, te doy esta tarjetita, me llamas por cualquier cosa y ahí tenes una oración también.
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Las Cajitas desfilan con vestidos de terciopelo y capas de encaje dorado. Las túnicas de los curanderos se arrastran por la tierra en vuelo cansado bajo la bruma del estribillo fidencista:
A tus pies vamos llegando,
Niño santo y gran doctor,
afligidos y llorando
en este campo de dolor […]
Las fiestas del Niño Fidencio son peregrinas. Las misiones fidencistas vienen del norte de México y del sur de Texas. El periplo de los fieles es un revoltijo de dolores, plegarias y enfermedades. Es un pulular de peregrinos arrastrándose en el piso, de espaldas, rodando, de rodillas.

Espinazo es el confín de la gente con fe. Es la frontera entre Coahuila y Monterrey. En Espinazo, entrada la década de 1920, vivió Fidencio. Primero se dedicó a pastorear ovejas, con las cuales practicaba sus dotes místicos de curación.
Tras experimentar su misticismo con los animales, Fidencio logró afianzar los milagros cuando curó a una docena de mineros heridos. El inicio de su fama fue el presagio celestial de Espinazo. Y con las curaciones, la gente llegó por millares.
Los milagros siguieron. Fidencio era capaz de quitar tumores a punta de vidrio y fuego. En un año, la Hacienda se convirtió en hospicio, el Pirul se sacralizó, el Cerro de la Campana se convirtió en cerro de oración, La Dicha en almacén de locos y leprosos, y el Charquito oscureció sus porcinas aguas.
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Carlos tiene los ojos desorbitados. Sus piernas y brazos retorcidos le impiden moverse con normalidad. La multitud que lo rodea le grita: “¡Fuerza! ¡fuerza! ¡fuerza!”. Los tambores retumban, el humo de tabaco forma una nube y todos aplauden. Es una verdadera fiesta pagana: música, cantos, rezos, algarabía. Está poseído por un espíritu. Avanza lentamente y en el éxtasis baila sobre unos vidrios rotos. El trance es un tributo a su diosa: María Lionza, una mujer blanca con el pecho descubierto, sus senos y sus curvas son perfectas. Habita en la montaña de Sorte, en el noroeste de Venezuela.
Carlos es un moreno de 25 años, llegó desde Caracas y es uno de los diez valientes que participan en el “Baile de los Vidrios”, en homenaje a la deidad que habría vivido en Sorte hace varios siglos y que sigue allí, dicen, protegiendo la montaña, curando el cáncer, arreglando matrimonios e inspirando canciones, como la que le dedicó el salsero Rubén Blades.
Después de brincar y bailar por varios segundos sin camisa, el joven cae y se retuerce sobre los cristales. La espalda y los brazos le empiezan a sangrar. No da muestras de dolor. Quienes presencian la escena celebran la flagelación. Incluso, varios militares dejan de velar por la seguridad del festejo y terminan absortos grabándolo con sus teléfonos.
Luego de diez minutos, Carlos se levanta con obvia dificultad y tambalea, aún con la mirada extraviada. Lo asisten tres santeros, conocidos como “bancos”, porque ayudan a “montar” el espíritu. Son los encargados de guiarlo en este viaje. Exhalan tabaco y escupen buches de licor sobre el cuerpo del muchacho. Carlos, ya a un lado, sigue “transportado” un rato más.

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El sincretismo religioso latinoamericano es ilimitado. Devociones indígenas, campesinas, obreras, estudiantiles, oligárquicas, criminales, LGBTI, deportivas y hasta científicas. Devociones que demuestran que esta “América de abajo, harto revoltosa y Latina” como la definiera Ramón del Valle Inclán, no para de regocijarse ni de sufrirse por medio de sus santos: se baila, se canta, se bebe, se juega. Hay magia, brujería, chamanismo, idolatría. Decenas y decenas de religiones entremezcladas entre sí practican funcionalmente el libre comercio de la fe. Hasta el ateísmo tiene sus fórmulas de piedad para huir de la soledad existencial.
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Antonio Mamerto Gil fue un gaucho correntino desertor del ejército a mediados del siglo XIX. Fue perseguido por las autoridades varios años. Cuando lo capturaron, sin mediar juicio, lo asesinaron colgándolo cabeza abajo. Días después, fue el propio comisario que ordenó la muerte quien lo enterró: el Gauchito le había dicho antes de morir que si rezaba en su nombre iba salvar la vida de su hijo enfermo. La historia se popularizó y nació la leyenda del santo popular Gauchito Gil.
Al poco de nacer la leyenda, el dueño del campo “La Estrella”, donde fue sepultado el Gauchito, harto de los peregrinos, había solicitado permiso para trasladar los restos al cementerio de Mercedes. Pero apenas envió la solicitud su campo fue asediado por la sequía, sus animales murieron y él mismo enfermó. Cambió de parecer canceló la solicitud y donó parte de esas tierras para el camposanto.
Cada 8 de enero –día de la muerte del santo- el centro de peregrinación no es Alejandro Korn, sino los pagos del Gauchito Gil. Pasan por Mercedes, una ciudad de la provincia de Corrientes, en el noreste argentino, ubicada a 700 kilómetros de Buenos Aires, al menos 200 mil personas. El santuario se llena de puestos de venta: artículos de santería, choripanes y bebidas. La municipalidad de la ciudad de Mercedes se hace cargo de la seguridad y diferentes organizaciones de devotos se aseguran que haya una decena de baños químicos. Entre todos cortan el tránsito de la ruta correntina 123 para facilitar la peregrinación. Los dos carriles de la autovía se transforman en un gran parque de estacionamiento para centenares de buses de dos pisos, son los que vinieron de todo el país. Mercedes, una ciudad que no tiene mucho para ofrecer turísticamente, recibe grandes sumas de ingresos gracias al Gauchito Gil. Un milagro más.

Trescientos metros antes de la tierra santa correntina se encuentra un proyecto que Rubén empezó hace tres años: tener un santuario en el propio lugar donde está el Gauchito Gil, o al menos, lo más cerca posible. Está aún en construcción.
Rubén se sincera: “el año pasado dije no, basta, me cansé, voy a disfrutar de mi familia, entonces hablé con una persona, le vendí el 80% del santuario a cambio de que me deje un lugar para que yo vaya a curar, para que atienda ahí una vez por mes. Él va hacer ahí un camping privado pero con precios baratos”.
Una de las personas que lo ayudó para poder llegar e instalarse en Corrientes fue Gerardo “Momo” Venegas, secretario general de la Unión Argentina de Trabajadores Rurales y Estibadores, polémico aliado de Mauricio Macri. El Gauchito Gil era un trabajador rural. La hija del Momo se atendió con Rubén y se curó. Por eso, en la peregrinación de enero de 2014 Venegas puso a disposición dos camiones hospitales y ambulancias para que la gente se atendiera en el santuario de Rubén.
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José de Jesús Fidencio Constantino Síntora no pudo escapar de la vida mundana. Nació en el rancho de Las Cuevas, municipio de Iramuco, Guanajuato el 13 de noviembre de 1898. Fue el hijo número 14 de un total de 25. Como era común en la época, su madre lo prestó. A los siete años el destino de Fidencio fue de mozo con la familia López de la Fuente. Después, estalló la Revolución.
Confuso por la estampida revolucionaria, Fidencio viajó por mar y tierra. Se dedicó a labrar henequén y a cocinar en un barco. Desde entonces buscó y buscó hasta encontrar su destino: la hacienda de Espinazo. En 1924 regresó con el desaparecido villista que en su infancia le dio adopción: Enrique López de la Fuente.

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María Lionza tenía los ojos verdes y eso genera polémica. Algunos dicen que fue una indígena, son los que sostienen que los ojos verdes fueron una bendición. Otros argumentan que era extranjera y sus ojos verdes, una maldición.
Lionza fue devorada por una anaconda y los chamanes del lugar maldijeron al animal, que la expulsó ocasionando grandes inundaciones en la montaña. Pero esa inundación habría purificado la zona, por eso ha sido consagrada como deidad protectora de los ríos y la naturaleza. Algo así como Artemisa en la mitología griega.
La devoción a María Lionza ha sido transmitida por generaciones entre los pobladores de la región de Yaracuy y se ha extendido por toda Venezuela e incluso más allá de sus fronteras. Se alimenta de un sincretismo de creencias católicas, indígenas y africanas.
No es extraño ver en los altares la imagen de esta diosa como Virgen católica, ataviada con vestidos de colores brillantes y una corona dorada. Todo eso fue introducido por los colonizadores españoles, quienes por un tiempo la llamaron “Nuestra Señora María de la Onza”.

“Ella es el centro de la trilogía de máxima jerarquía en las cortes espirituales venezolanas”, dice Keyla, una mujer delgada y de piel morena, mientras arregla su propio altar. Está protegido por unas rejas y en su interior hay efigies del cacique Guaicaipuro y del Negro Felipe, que completan el tridente. También se ven imágenes de Simón Bolívar y del médico José Gregorio Hernández, venerado en varios países latinoamericanos por las operaciones que supuestamente realiza su espíritu y que está en proceso de beatificación en el Vaticano.
Keyla permanece descalza en su altar. Lo considera “el más hermoso” de todos. Hay unas veinte velas gruesas y tricolores, como la bandera de Venezuela, también monedas, billetes, frutas y flores.
Keyla fuma un tabaco y reza. En medio del bosque se escucha el correr de las aguas del río Yaracuy. Agradece por la vida y pide una bendición para seguir recorriendo la montaña. “Acá no puedes entrar sola”, advierte. Se requiere el permiso de los espiritistas mayores de Sorte. Ella es uno de ellos. Todos los peregrinos deben pasar por este santo peaje a pedir el permiso y la bendición de María Lionza.
–Solo con cruzar esa puerta ya estás sanando, porque te estás abriendo a una dimensión desconocida– explica Keyla mientras camina por un bosque de árboles gigantes.
La energía que emana el lugar es especial. El agua del río es sagrada, se la usa para los “despojos”, unos rituales de limpieza y sanación. Por eso Keyla, al atravesarlo, toca el agua e invoca a María Lionza. “Ella está presente en este lugar, en este momento”, asegura.
La imagen original de María Lionza está erigida entre dos pequeñas elevaciones. La escultura es de barro y se impone entre el verdor de la montaña. Retrata a una mujer robusta y fuerte. Al pie de ella hay un grupo de personas haciendo un ritual: acuestan a una persona en el suelo dentro de un oráculo trazado con cáscaras y talco, ponen en el interior del círculo una gran cantidad de velas, para que los espíritus bajen a sanar. Es un clásico ritual marialoncero: se llama “velación”.
Dicen los estudios antropológicos que más de la mitad de la población venezolana ha participado alguna vez en un ritual pagano como este.
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Ni siquiera las religiones tradicionales llegan a inspirar el fervor tan visceral de estas creencias populares. Las características esenciales del catolicismo, por ejemplo, resultan muchas veces coercitivas y excluyentes para con realidades sociales y culturales complejas. No se habla de politeísmo, pero sí de diversificación de deidades, de hibridación. Las cosmogonías ancestrales, prehispánicas, sin ir más lejos, hierven en la multiplicidad de cultos a la tierra, al sol, a los muertos, cultos que a su vez tienen sus propias lógicas carismáticas de santificación que no solo realzan el rol del individuo común, sino también su capacidad de relación –y acción- directa con el dogma.
Lo extraordinario radica en la proyección de las atribuciones milagrosas que tienen los líderes, además de la cohesión y seguridad que representan para una o varias comunidades locales, regionales, nacionales y hasta internacionales. Hay métodos de redención y castigo, en los que intervienen supersticiones serias e históricas que la formalidad religiosa anula por considerarlas improcedentes o, básicamente, malignas. En su totalidad estos cultos se llevan a cabo sin sacerdotes, pero con el fervor que otorga la legitimidad de la fe.
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Sentado en un banco, Rubén despliega un álbum de fotos en el que aparecen retratadas miles de personas que pasaron por el santuario durante casi treinta años; está vestido con una bombacha de campo, calza alpargatas y tiene una boina roja de la que le sale la colita del cabello.
En la pared recién pintada de rosa está la figura principal del Gauchito Gil, tiene un metro de altura. No está solo, hay otros santos y vírgenes católicos. Unas decenas de velas rojas arden en el piso. Rúben, con la voz cálida, sin dejar de ser firme, recuerda:
–Yo le dije al Gaucho: “a partir de ahora todo mi tiempo va a ser tuyo, me voy a dedicar a saber lo que eras vos, quién eras”. Desde entonces han pasado mil quinientas cosas como que me vinieron a matar, porque esto da para un gran negocio, es un negocio muy grande el curanderismo.
Cuando tenía 29 años Rubén era dueño de un video club; estaba casado y tenía tres hijos, entonces lo agarró la devaluación del 2002 y se fundió. Asegura que nunca fumó ni tomo y que llegó a jugar semi profesionalmente al fútbol en Temperley.
–Me agarró un cáncer a los intestinos, gastritis, úlcera; cuando llegó el cáncer era piel y hueso yo.
Fue entonces que un amigo lo llevó una madrugada, envuelto en frazadas, en el asiento de atrás de un Dodge 1500 a Solano; él ya estaba entregado, con muchos dolores, no creía en nada.
–Me dice mi amigo, pahh que estas jodido vos ¿sabes lo que tenés? Sí, le digo: cáncer ¿Y por qué viniste? me dice. Yo no vine, le digo, me trajeron ¿Y sabes que te vas a morir? me dijo. Si, le digo, sé que me voy a morir; y entonces me dice… ¿Crées en el Gaucho? No, le digo.
Sus manos trasmiten energía al acompañar el tranquilo tono de su voz, que decrece hasta apagarse en breves pausas.
–Mi viejo y mi vieja eran Testigos de Jehová, los dos profetas y sí, en Dios puedo llegar a creer por mis padres, pero igualmente no era muy creyente antes.

Rubén irradia calma y tiene momentos desconcertantes: su manera de contar es reírse mientras narra; o se queda mirando fijo, duro, un punto cualquiera. De un instante a otro, el brillo en su mirada vuelve a aparecer con una expresión que denota sinceridad. Los pliegues de los ojos y su barba recortada aparentan lo que es: un Gauchito sanador.
–Le dije la verdad, no creo. Me pone en la camilla ese día y me hace una liberación en el momento. Primero siento una angustia grande, y rompo a llorar. Yo era una persona difícil de llorar. De repente se me va eso, en el transcurso de cinco o diez minutos. Él me había puesto la mano acá y se me va durmiendo el cuerpo, que me voy muriendo le digo, y él me dice que no. Siento como que se me pararon todos los pelos, yo pensé que era la muerte.
Rubén se quedó al lado del curandero que lo había salvado y se hizo devoto fiel del Gauchito Gil. Sus días eran barrer, ayudar con el mantenimiento, recibir a la gente que iba a atenderse. Recuerda el día que volvió a su casa, la madrugada en seguida de la curación. Desayunó un café con leche, lo primero que comía con ganas. Se mantuvo firme, pasaron quince días, un mes, un año.
Presenció las curaciones buenas y los llamados “trabajos”: las oraciones para causar mal, los que dejan plata. Muchísima plata. Trabajos como el embrujo de una persona para que se enamore –perdidamente– de otra llegan a pagarse al curandero con miles de pesos o a cambio de un auto o camioneta, según el poder que éste tenga. Rubén dice que sólo aprendió lo bueno.
–Te voy a dar oraciones a vos. Me voy a jugar porque estás fuerte con el tema del Gaucho- le dijo el “maestro”. Además le ordenó no cortarse el pelo y dejarse la barba. Llegó la noche buena de aquel año y a las cero horas de Navidad recibió las primeras oraciones.
Cuando finalmente estuvo listo fue seis meses a Zárate, norte de Buenos Aires, dónde era un extraño discípulo con la intención de sanar.
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Durante el 17, 18 y 19 de octubre de cada año los fidencistas realizan penitencia: de la Estación del tren al Pirulito, de allí a la Tumba, al Charquito, a la Dicha, al Cerro de las Campanas. Empolvados. Creyentes todos.
La madrugada del 16 es ilusoria: los enfermos, los tullidos, los leprosos, los ciegos comparten su agonía y le dan a la Hacienda un aire de camposanto. A media noche los cantos amargos le dan calor al alma. Los rezos y el dolor invaden los espacios, y eso, a pesar del sonido sofocante, es estar vivo.
Al amanecer, la nube de insectos atraídos por el fango se disipa con la marejada de enfermos que tiran sus cuerpos al Charquito, al ojo de agua donde siempre hay posibilidad de que las infecciones sanen. O empeoren. Y ahí comienza la agonía semanal.

El 17 es el aniversario espiritual del taumaturgo de Espinazo. Las Cajitas son un ánima en el desierto: una esperanza y un misterio. Para curar utilizan brebajes y murmullos encima de los cuerpos tirados en la arena, entre los nopales y las candelillas, entre las avispas y los abejorros. Alrededor de las curaciones las bandas norteñas musicalizan la pena.
El sol del desierto es omnipresente. El Niño escupe minuciosamente con los ojos cerrados, las manos en pleno vuelo, los dedos abiertos al aire y los cuchicheos de los fieles curiosos. El enfermo no interrumpe la saliva de la Cajita sobre su cara, lo sana. Es el Niño Fidencio que usa su mano como guía: con el pulgar y el índice bendice los erráticos rostros corroídos por la angustia y el ansía y la inquietud.
El 18 es confusión. Es el tiempo disuelto entre tanta epidemia. Es la espera del misterio que apaga la vida. Es el tintineo de las campanas. La gente lo sabe: es probable que el Niño muera. Así, la tarde transcurre entre la vendimia, los bailes y las Materias.
El Charquito es la geografía perfecta del caos. Los fieles se sumergen entre los grumos de lodo y los renacuajos y el fango y la gente. En la Charca la grabación sinfín de la pomada milagrosa se confunde con los rezos y las oraciones. El agua se agita con violencia, las porcinas aguas se turban cuando Fidencio empuja a un enfermo al fondo del abismo. Uno tras otro, hasta terminar el ritual.
Al atardecer los fieles son pellizcos en medio del lodo. Son los hombres y mujeres de barro que buscan sobrevivir. Son fermento de una sociedad donde no hay lugar para las culturas populares. Son los amotinados frente a la injusticia de no sanar en medio del agua que desintoxica el alma.
El 19 es acongojo. Es el Niño que se derrite en parafina y se vende en estampita. En su tumba, las lágrimas se anidan como gusanos, a las dos de la tarde un íntimo silencio lamenta su muerte. Afuera, las bandas norteñas cantan: “es cierto que me duele que me dejes, pero como otras veces ya se me pasará”. Y la acordeona sigue tocando.
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Keyla González tiene 50 años. Visita religiosamente a María Lionza desde hace 20. Aplaude sin cesar mientras más hombres y mujeres llegan al cuadrilátero para bailar y revolcarse sobre los vidrios. Algunos se cortan la lengua con una cuchilla. Ella nunca lo ha hecho. “Esto es para locos y valientes. Me da miedo”, dice tajante.
En octubre, los creyentes acampan durante una semana y el 12 de octubre celebran el día de la diosa. Eligen un rincón del amplio bosque o un espacio cerca del río Yaracuy, que atraviesa la montaña, para construir un altar desde donde invocarla. Lo decoran con fotografías, figuras y estatuillas de la deidad, vasos con ron o aguardiente, cigarrillos en forma de cruz y comida. En algunos ponen monedas y billetes. Un hombre de avanzada edad, inconsciente, se desploma sobre los vidrios.
“Esta es una muestra de amor a María Lionza”, justifica Keyla, de rostro adusto pero siempre amable. La gente está muy animada y todo es fiesta y algarabía en el Baile de los vidrios. También es una forma de agradecer por los favores concedidos. Son 60 minutos para dejar de lado las explicaciones racionales. Para danzar “hay que estar preparados”, me advierte. No es para todos.
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En Santos Populares, la fe en tiempos de crisis, José Gil Olmos escribió: “A la Santa Muerte la visten de novia, futbolista o de charro; a Jesús Malverde le ponen la camiseta de la selección nacional de futbol y la foto de El Chapo en el pecho; a Emiliano Zapata le adornan con querubines bigotones y de sombrero orando para que ayude en las causas justas; a Pancho Villa lo estampan en el vaso de una veladora que encienden para rogarle amparo. A Benito Juárez le rezan en un estandarte pidiendo su protección mientras desgranan una mazorca de maíz; los zapatistas le cubren el rostro a la Virgen de Guadalupe con un pasamontañas; mientras que a la Virgen de la APPO sus fieles le pusieron una máscara antigas, y al Santo Niño de la APPO una playera de los Pumas, el equipo de futbol, y un casco para protegerse de los golpes de los policías. Frente a esta gama de santos populares y nuevas religiones no hay necesidad de intermediarios. Se puede hablar directamente con estos personajes y pedirles lo que el Estado debería de proporcionar como una obligación: seguridad, justicia, equidad, educación, salud, vivienda, trabajo y bienestar social.”

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El ruido del tren y su traqueteo rítmico se mezclan con los sapucay, las personas siguen esperando turno en el santuario de Alejandro Korn. La fila es oscilante y la circulación desordenada, generalmente se cumplen ciertos pasos: prender una vela, tocar la figura del Gauchito y los santos, pasar por la santería. Es como un kiosco, con una amplia ventana que muestra la abarrotada mercadería.
Una pareja se acomoda en la fila, luego de comprar cintas, velas y botellas de agua “Gauchito Antonio Gil”, él de pelo corto y canoso; ella menuda. La mujer no deja de tocarse la panza. Está embarazada de siete meses.
–Vinimos porque no podía tener –dice el hombre. Ahora, volvemos pero para agradecerle. Se va a llamar Antonio.
La fila avanza. Los dos se adelantan, entorpecidos por las botellas de agua que cargan.
El agua de tres litros “Gauchito Antonio Gil” son envasadas por Cooperativa Exaltación de la Cruz, llevan estampadas la imagen del Gauchito, como cualquier otro producto detallan la composición e información nutricional, y los códigos de registro. El agua es el primer producto que sale al comercio desde que Rubén junto a un socio registraron la marca –misma denominación–, hace casi una década. La marca stá inscripta en el Instituto Nacional de la Propiedad Industrial en el rubro cuero, ropa y aguas de manera parcial. Cada botella sale 15 pesos, más o menos 1 dólar.
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El pueblo de Espinazo en el municipio de Mina, Nuevo León, sólo existe en Octubre. El aniversario del Niño el 17 de octubre o su santo en marzo, son la metamorfosis de un pueblo fantasma como Espinazo.
En los días de fiesta convive en armonía un extenso repertorio de santos, curanderos, héroes y bandidos: la gitana Margarita Catalán, San Pascualito Bailón, Don Pedrito Jaramillo, el Niño Pan, el Santo Niño de Atocha, la Santa Muerte, Pancho Villa, Juan Soldado, San Judas, Jesús Malverde. Son santos multiplicados en cada puesto. Son innegables. Son santitos todos.
Espinazo es un rancho de carpinteros que regresa en las fiestas. Es la nostalgia de ver pasar el tren que transporta productos merced de la globalización. Parece como si un espíritu maligno se dedicara a obnubilar los festejos del Niño Fidencio cuando los peregrinos esperan luz verde para cruzar las vías del ferrocarril.

En la década de los 30, los vagones del tren se atestaban como un convoy del metro. Los peregrinos armados con sus enfermedades viajaban de Monterrey a Paredón y de ahí a Espinazo, al estruendo del desierto, a las fauces de la fe, con las Cajitas y los sombreros con cascabeles y guantes con brillantina. Como ahora, como siempre.
En 2017, los niños ponen monedas en las vías. Las ruedas del tren chispean y las monedas se excitan. Las vías del tren son los huesos de la memoria del México mágico que se resiste a caducar. Espinazo es la recreación del paisaje estepario de Juan Rulfo y su Llano en llamas, revitalizado por los que viajan en autos derruidos y por las camionetas cargadas de fierros de los comerciantes. Con la fe en las ventas. Cruzando las vías del tren. Con el polvo que nubla la vista y se vuelve al aire.
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Un grupo de taxistas hacen el ritual y luego resumen: “estamos renovados”. Rezaron para conseguir comida, que nadie en la familia enferme y para que por favor no les vuelvan a robar.
Al caer la tarde, Keyla se somete a un despojo en el río Yaracuy. Uno de los santeros más viejos del lugar, Jesús Colmenares, la embadurna de un líquido verde que contiene plantas medicinales. No revelan cuáles, es un secreto profesional. Invoca a Dios -el católico- y a María Lionza. Reza el padrenuestro y clama a la “reina”.
Las religiones, dice Jesús Colmenares, “son peligrosas”:
–En especial esta, por eso hay que respetarla de punta a punta. No es superchería, el contacto con el más allá no es un juego.
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