Colombia: niebla adentro, niebla afuera

Colombia es, después de Siria, el país con más desplazados del mundo. Nuestro reportero Giovanny Jaramillo encuentra en Buenos Aires a una familia colombiana cuya historia demuestra que la guerra, aún vigente, los persigue a donde van.

Doña Blanca se sienta en la mesa y se acomoda el pañuelo:

–En Colombia no hemos sabido aprovechar la riqueza que tenemos. Eso es culpa de la guerra.

A sus pies, un carrito de mercado de dos ejes con una precaria valija gris.

–Y usted joven, ¿a qué se dedica?

­–Estudio Sociología.

–¿Y qué es eso?

–El estudio de la sociedad, doña Blanca.

–Una hija mía estudió Psicología. ¿Es parecido a lo suyo?

–Más o menos, ella estudia los comportamientos individuales de las personas y yo estudio los comportamientos de las sociedades en su conjunto.

–Estudiaba, mi hija estudiaba, porque ya no vive.

Silencio de catedral.

La mirada de doña Blanca se disolvió en un distrito indeterminado del suelo.

–Eso ya hace siete años y por eso fue que me vine para Buenos Aires. A ella la mataron y después querían matar a mi otra hija pero ella se salvó.

Se acaricia las manos.

¿Usted vive solo?

–No, doña Blanca, vivo con mi novia y su hermano.

–Qué bueno es vivir en familia. Yo nací en Caldas, de joven el amor me llevó al Tolima, después la violencia me arrastró a Bogotá y después el miedo me trajo para el sur, y aquí vivo con mi esposo y mis dos hijas. Aunque realmente tengo tres pero una vive en Colombia. La verdad es que eran cuatro, pero bueno, así es la vida.

Había contactado a doña Blanca telefónicamente para un delivery de tres tamales y un paquete de arepas. Ella se me presentó con un trato temperado pero cordial. Su voz firme y manos robustas y trajinadas me revelaron largos años de vida y trabajo en el campo. Su cabello iba pintado de castaño pero las raíces nacaradas hacían justicia al tiempo andado. La geografía de su rostro era inexpresiva. Sus ojos adustos y ojeras timoratas contrastaban delicadamente con los suaves hoyuelos que se formaban involuntariamente sobre sus mejillas cuando hablaba.

Aunque uno se enferma solo, todos nos salvamos acompañados, dijo. Después de haber estado gravemente enferma del alma a principios de 2009, se dio cuenta que lo único que la hacía sentirse bien era cocinar. Entonces sus hijas le propusieron preparar comida y venderla al frente del consulado colombiano de Buenos Aires. Así fue como empezaron a combatir la tristeza de los días y, de paso, a esquivar la necesidad, porque lejos de la tierra propia –dice doña Blanca– lo único verdaderamente real son los recuerdos… y ¿qué es la comida si no memorias?

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Doña Blanca Giraldo llegó a Buenos Aires en julio de 2008. Tenía 57 años. Desde la ventanita del avión que aterrizaba en el aeropuerto internacional Ministro Pistarini, advirtió que, además de una lluvia inclemente, también había una espesa niebla que le hizo recordar algunas mañanas de su infancia, en las que acompañaba a su padre a ordeñar las vacas de la finca familiar. No sintió miedo. Por el contrario, le pareció un buen augurio que la primera imagen del país que la recibía le revolviera la memoria hasta llevarla a Villamaría, su pequeño pueblo natal, ubicado entre las montañas del departamento de Caldas.

Doña Blanca agarró de las manos a Pamela y Adriana, sus dos hijas. Lo hizo porque en aquellas remotas mañanas de niebla caldense, su padre le decía que cuando las nubes estaban caídas algunas almas en pena aprovechaban para raptar las mujeres que anduvieran por ahí sin un hombre que las cuidara. Ella era apenas una niña cuando escuchó por primera vez esa superstición y, tantos años después, no pudo encontrar una razón para estar tranquila. Nunca había montado en avión. Tampoco había salido del país. Entonces el recelo era triple: bajo ninguna circunstancia las iba a soltar. Además, eso lo había acordado con Don Heriberto, su esposo, nueve horas antes, en la puerta de migración del aeropuerto internacional El Dorado de Bogotá.

Por medio de un amigo, Don Heriberto había conseguido desde Bogotá un extraño contacto para que ayudara a su familia a ubicarse en una vieja y oscura pensión en el barrio porteño de Barracas. El acuerdo incluía una habitación con cama doble, un colchón sencillo, una mesita de luz, dos sillas y un armario con espejo. La primera noche se recostaron las tres abrazadas. Doña Blanca apenas pudo descansar; la incertidumbre y el miedo la mantuvieron despierta preguntándole al techo de la habitación el por qué de todo.

A la mañana siguiente, doña Blanca salió a buscar algo de comer. Le pareció muy triste ver los árboles secos, sin hojas, como si hubieran sido despojados de su alma. En un supermercado compró una bolsita de café, sal, azúcar, aceite, un par de baguettes y seis huevos. Tenía cuatro billetes de 100 pesos y 350 dólares. No sabía qué era qué, ni cuánto era cuánto, eso debía durarle dos meses. De vuelta a la pensión preparó el desayuno. Cuando probó el café se sintió desconsolada. Alguna vez oyó decir a su abuelo paterno que el café de Villamaría, Caldas, era uno de los mejores del mundo. La niebla sería el lugar común de aquellos meses. La niebla afuera y la niebla adentro. El destierro. El olvido que empezaba a ser.

 

Ilustración: Héctor Fabián Rodríguez
Ilustración: Héctor Fabián Rodríguez.

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Pamela, una de las hijas de doña Blanca, celebra sin rastros de ironía los días calurosos y lluviosos. En el ocaso de la primavera porteña suelen brotar días así. Una ciudad pesada y soporífera pela su colmillo. A Pamela le encantan estos días porque la hacen sentir liviana y, además, es como si todo el tiempo estuviera recién salida de la ducha.

Pamela tiene, gravitando en su rostro, dos trozos de hielo negro. Su mirada va y viene de la oscuridad absoluta a un resplandor solitario. Quiere ser una mujer mística y lo logra: lleva puestos un collar atrapasueños y varias argollas y pulseras. Es pequeña y su apariencia denota la fragilidad de un juego de vajilla.

Estamos en la plataforma del Ferrocarril Bartolomé Mitre, ramal José León Suárez. Nos dirigimos a Villa Ballester. Nuestra cita había sido planeada porque doña Blanca iba a preparar tamales y necesitaba las hojas de plátano para envolverlos. Le pregunto a Pamela cómo va a ser el asunto una vez lleguemos: fácil, caminamos unas cuadras y en un campito al lado de la vía del tren están las matas. Hay que hacerlo rápido porque parece un lugar público pero no lo es. Usted no hace nada, sólo míreme que yo ya sé cómo es la cosa.

En teoría robamos, pero en la práctica no. La vegetación es densa y el lugar más que público parece abandonado. Pamela hace lo suyo. Me asombra la circunspección de su cuerpo y la maestría con la que utiliza su navajita para cortar las hojas. Acerca hacia mí lo recogido: ahora tenemos que doblarlas, la idea es tener fuego para pasar las hojas por ahí y domesticarlas para que no se rompan. Yo sigo instrucciones. La lluvia reaparece con fuerza. Guardamos todo. Salimos a la vereda visiblemente embarrados y untados de maleza. Pamela dice que con lo recolectado alcanza para unos veinte o veinticinco tamales. Le pregunto cómo se enteró de este lugar y me dice, soberbia: cuando uno tiene un negocio tiene que saber todo sobre él.

Caminamos hasta una parada de colectivo.

– ¿Siempre vienes sola?

– No, a veces vengo con Adriana, mi hermana.

– ¿A qué se dedica ella?

–A nada, mi papá no la deja hacer nada. Después de lo que pasó con Blanca María, mi otra hermana, él quedó mal, dice que si a ella no se le hubiera metido en la cabeza eso de irse a estudiar a Bogotá nada de lo que pasó habría pasado.

– ¿Y tú qué piensas de eso?

– Pues no estoy de acuerdo. Es que cuando Blanca María entró a trabajar, tenía que viajar a un pueblo y en uno de esos viajes escuchó cosas de unas víctimas que echaban la culpa de unas muertes a una gente dueña de mucha tierra.

– ¿Qué pueblo? – interrumpí.

– Yacopí– respondió secamente.

– El caso es que ella no dejó de ir y como no hizo caso a las amenazas entonces la mataron.

La voz de Pamela jamás se entrecorta. Un imponderable dejo de crudeza viaja a través de sus palabras. El dolor está muy adentro. En los nervios de los huesos quizá, como el peor de los fríos.

– ¿Qué es lo que más recuerdas de Blanca María?

– Pues que éramos muy amigas. Ella me aconsejaba mucho y como yo había terminado el bachillerato, me animaba a que buscara una academia de baile para que siguiera bailando como lo hacía en Chaparral.

– ¿Qué le dirías si la tuvieras en frente?

– Nada, solo la abrazaría con mi vida para que no se vuelva a morir.

– Háblame más de Adriana.

– Ella cambió mucho después del atentado.

– ¿Y ese atentado por qué fue?

– Mire: los mismos que mataron a Blanca María creían que nosotros sabíamos cosas por lo del trabajo de ella y que al venir de Chaparral estábamos conectados con gente de la guerrilla, imagínese, si ellos fueron los que nos sacaron de allá. A Adriana no querían matarla, solo querían intimidarnos para que nos fueramos de Bogotá. Nosotros pedimos protección en un poco de lugares y nada, pedimos asilo y nada. Siempre nos faltaban papeles o nos sacaban excusas. No nos querían ayudar porque somos pobres. Y todo siguió así, con el miedo común: llamadas, panfletos, insultos, advertencias. Hasta que una noche llamaron para avisar que Adriana estaba en el hospital. Le habían disparado en las piernas. Si hubieran querido matarla lo habrían hecho, pero lo que querían era espantarnos.

– ¿En qué trabajaba Adriana?

– Atendía un internet. Yo la quiero mucho y la entiendo, pero me gustaría que despertara.

– ¿Y tu hermana, la que vive en Colombia?

– Catalina es la menor y está bien. Ella se quedó allá trabajando, haciendo su vida y eso es admirable. Es muy fuerte y tiene una personalidad muy parecida a la de Blanca María, pero como vivimos lejos es poco lo que hablamos, no hemos podido verla desde que nos vinimos, sólo mi papá que ha ido un par de veces.

– ¿Y cómo es él?

– Mi papá es bueno, pero es muy machista, no me gusta hablar de él. Puede sonar tonto pero siento como si él escuchara todo.

– ¿Te da miedo?

– No, sólo que a él yo lo dejo quieto. Él ha sufrido mucho: cuando niño le mataron al papá y desde ahí empezó a trabajar, después estuvo en el ejército, tuvo muchos problemas y después todo esto.

– ¿A qué se dedicaba él?

– Pues en Chaparral era jornalero en fincas de ganado, pero al final estuvo con una gente que apoyaba a Uribe cuando quería ser presidente y como a él nunca le gustó la guerrilla y Uribe decía que iba a acabarla, él se metió en eso.

– ¿Y por qué los desplazaron?

– Por todo esto que le digo, Uribe quedó presidente y todo se jodió, la guerrilla no se iba a quedar quieta y menos con la gente que había apoyado a que los acabaran; empezaron a amenazarnos, que si íbamos a la policía nos iba a ir mal, nos pedían plata, nos seguían, escribían cosas en nuestra casa, nos rompían puertas, ventanas, lo que fuera. Nadie quería contratar a mi papá para no ganarse problemas con ellos y un día cualquiera nos dieron una semana para que nos fuéramos o si no empezarían por la más chiquita de la familia.

– ¿Todo esto en Chaparral?

– Sí, aunque nosotros vivíamos más bien a las afueras del pueblo, en una finquita muy pequeña.

– Pamela ¿y cuándo llegaron a Bogotá?

Se mira las manos, las advierte sucias. Se acerca a una tímida catarata de agua lluvia que escurre desde el techo del paradero. Se las lava.

– Como a mediados de 2004.

– ¿Y por qué deciden ir a Bogotá?

– Pues porque allá estaba Blanca María y pues familia es familia. Igual mis papás creían que volver era cuestión de tiempo, hasta que un día mi papá llamó a unos amigos y ellos le preguntaron si había vendido la tierra y él dijo que no, que eso estaba bajo llave y le respondieron muy raro, porque la casa ya estaba habitada.

Decido no cuestionar más. Pamela se inquieta. La humedad es tan poderosa que casi podemos recostarnos sobre ella. Le pregunto si cuando piensa en Colombia llora y me dice que no, que sus ojos ya no pueden llorar. Le digo que la única manera de llorar no es por medio de las lágrimas. Por primera vez la siento meditabunda: usted tiene razón, lo que pasa es que yo lloro siempre que estoy debajo de la ducha, entonces no me doy cuenta. Yo creo que por eso me gusta tanto bañarme, porque la tristeza se va por el sifón.

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Doña Blanca y su familia alquilan un apartamento en un monoblock popular del barrio porteño de Parque Patricios. Es un lugar pequeño, muy íntimo, apenas para los cuatro.

A pocas cuadras del domicilio está el parque que dio nombre al barrio. Lo bordeamos. Hay gente, mucha gente. Temperatura perfecta. La luz parece instalada con la rigurosidad de un director de fotografía. Doña Blanca sonríe, se muestra maternal. Le digo que me parece que el parque tiene alma y ella se estremece: No, alma sólo tienen los seres vivos, replica.

El sonido renqueante de los rodamientos de su carrito de mercado se entremezcla con el barullo del parque. Doña Blanca permanece disipada en suaves oscilaciones mentales y deja de hablarme dos, tres, cuatro minutos. Me ignora como si yo fuera un objeto exánime que no merece ser determinado.

– Excúseme doña Blanca, no quise incomodarla, solo que…

– No importa –me interrumpe, mientras levanta su mirada.

–Lo que pasa es que me acordé que cuando era niña fui muy feliz.

Sobre Caseros, agarramos el 9. El colectivo está lleno, el olor a comida logra filtrarse. Algunos pasajeros se molestan. Bajamos cerca al centro porteño, en la intersección de las avenidas 9 de Julio y Chile.

– Doña Blanca, ¿qué es lo que más extraña de Colombia?

– Mi casa, porque era mía, nada era arrendado ni prestado, sembraba mis cosas y cuidaba mis animales. Yo la verdad no pienso mucho en volver, en la casa ya hay gente viviendo y llegar a sacarlos implica problemas.

– Pero ustedes tienen las escrituras, ¿no?

– Sí, pero eso no le importa a nadie, además, seguro que los que viven ahí están respaldados por los que nos sacaron. Hay que seguir para adelante y si la vida nos trajo hasta acá fue por algo, hay que agradecer a Dios que por lo menos podemos seguir juntos.

Aguardamos al primer cliente de la tarde en la entrada de un edificio sobre Santiago del Estero e Independencia. Se llama Juan y es de Medellín. Compra arepas una o dos veces por mes desde hace tres años. Doña Blanca entrega el pedido. Le dice que muchas gracias y que a la orden. Guarda el dinero entre su sostén y, mirando al cielo, se persigna.

Caminamos hasta la calle Venezuela. Esperamos el colectivo 2.

– ¿Doña Blanca y por qué Argentina?

 Eso sólo lo sabe mi marido. Él cuadró el viaje, porque intentamos hacerlo todo con el gobierno y con oenegés, pero no salió nada, perdimos el tiempo. Esa incertidumbre de que lo van a matar a uno es muy tremenda y la gente cree que uno se inventa las cosas. Uno sufre de verdad y si uno pide ayuda es porque la necesita, no por gusto.

Llega el colectivo.

– Doña Blanca, ¿o sea que su esposo un día les dijo: nos vamos para Argentina?

– No, él ya nos había dicho de ir a otros países pero sin ayuda de nadie.

– ¿Qué países?

– Suecia o Suiza, siempre me confundo, y Argentina y pues yo pregunté que qué era más cerca y me dijeron que Argentina y que qué idioma se hablaba y me dijeron que español entonces yo dije que Argentina porque imagínese llegar a un lugar lejos y con otro idioma… eso me daba más miedo que quedarme en Colombia.

Nos bajamos en 24 de noviembre y Moreno. El cliente se llama Richard y es de Cali. Doña Blanca entrega cinco tamales y le encima un buñuelo. El tipo pregunta si para las fiestas tiene pensado hacer lechona y ella dice que sí. Quedan de hablar la semana siguiente. Doña Blanca saca los billetes del primer domicilio para añadir lo recibido. Se persigna y mirando al cielo vuelve a guardar el dinero en el mismo lugar.

– ¿Y cómo hicieron con los costos del viaje?

– Mi marido hizo todo eso, creo que fue un negocio, la verdad nunca pregunté porque esas cosas de plata son cosas de hombres.

Seguimos hasta Rivadavia en busca del subte A.

– Doña Blanca, ¿y con el dinero de la comida qué hace?

– Ayudo con el gasto diario, el menudeo mejor dicho, pero mi marido es el que mantiene la casa.

– ¿En qué trabaja él?

– En un taller.

– ¿Taller de qué?

– Pues de carros.

Agarramos subte hasta Acoyte.

¿Le gusta Buenos Aires?

– Sí, la ciudad es bonita y organizada, mire por ejemplo esto –señala el vagón– es increíble, todo es rápido y la gente acá es buena aunque es fría. A mí nunca se me pasó por la cabeza salir de Colombia, uno del campo de dónde va a sacar plata para montarse en un avión. Pero bueno, cuando uno va a otro lado como que se da cuenta que todo es diferente y eso está bien porque uno aprende. Mire que hay algo de Blanca María que nunca se me olvidará: un día me dijo que cuando fuera grande quería vivir en otro país, y pues yo qué le iba a decir, que sí m’ija que todo en la vida se puede lograr con la ayuda de Dios y con el esfuerzo propio, pero pues eso yo lo veía imposible, mucha plata, y mire ahora, todos, menos Catalina, resultamos viviendo el sueño de ella. Es injusto. Ella trabajó mucho en una tienda de ropa en Chaparral y ahorraba porque quería conocer el mar o irse a estudiar a Bogotá y se presentó dos veces a la Nacional y a la segunda, que fue cuando pasó, no podía de la felicidad porque iba a vivir en la capital y a estudiar su amada Psicología. A mí me duele todo, todo, cada vez que recuerdo.

Salimos al parque Rivadavia. Lo cruzamos por la feria del libro que siempre está ahí. Doña Blanca ve a unas personas tomando mate y me dice no sé cómo pueden tomar esa vaina toda insípida, sin sabor. La última entrega debemos despacharla en la intersección de las calles Rosario y Beauchef. Arepas y buñuelos. La transacción es rápida. Reconozco inmediatamente la formalidad casi amarga y muy distante de los bogotanos. Buenas tardes, cómo me le va, sí señora, muchas gracias, que esté muy bien.

– Bueno, joven, acá sólo queda lo suyo. Tres tamales, un paquete de arepas con queso y, para un buen cliente, un buñuelo.

Le paso el dinero y presencio por última vez su particular acción de organización, persignación y guardado.

– ¿Cuánto se hizo hoy doña Blanca?

– 965 pesos, una bendición y para mañana tengo otros dos domicilios.

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 Comunicado Conjunto # 93. La Habana, Cuba, 24 de agosto de 2016: Las delegaciones del Gobierno Nacional y de las FARC-EP anunciamos que hemos llegado a un Acuerdo Final, integral y definitivo, sobre la totalidad de los puntos de la Agenda del Acuerdo General para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera en Colombia

 

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– Aló, doña Blanca, habla Giovanni. ¿Vio lo del acuerdo de paz?

– Sí, pero no me interesa hablar de eso.

– Perdón, sólo llamé porque quería saber su opinión. Igual falta el plebiscito.

– ¿Necesita algún domicilio?

– No, doña Blanca, ¿se encuentra bien?

– Sí sí, estoy bien, pero ahora no puedo hablar.

– Quédese tranquila. Yo la llamo en otro momento.

– Si es para un domicilio, claro, siempre a la orden.

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“¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?”

Esta fue la pregunta que contenía el plebiscito por la paz celebrado en Colombia el 2 de octubre de 2016. Contra todos los pronósticos y por un estrecho margen, ganó el» No».

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– Giovanni, perdón por lo del otro día.

– No pasa nada. ¿Vio lo del plebiscito?

– Sí, dese cuenta que el país no es tan tonto.

– Doña Blanca, pero ganó el «No».

– Así tenía que ser porque la voz del pueblo es la voz de Dios.

– Yo pensé que ustedes irían por el Sí. En fin. Le quería preguntar si ve posible que pueda entrevistar a su marido.

– No creo mucho, a él no le gusta hablar con desconocidos. Las cosas con él no son fáciles.

– Bueno doña Blanca.

– Tengo arepitas y empanadas, ¿nada?

– Sabe que sí, dos paqueticos de arepa. Si quiere mañana paso a su casa en la tarde.

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Pamela es enviada por su madre a la portería del edificio donde viven. Trae en sus manos una bolsa verde, camina metida en un largo vestido negro de una sola pieza. Su piel cobriza denota una prolongada exposición al sol. Sus dos hielos negros, corpulentos, me miran.

– Ahí van los dos paquetes de arepas que pidió.

– Gracias, Pamela… ¿Qué piensas de lo sucedido en Colombia? –pregunté sin rodeos.

– Jodido, a la gente de allá le gusta vivir en guerra.

– ¿Qué dicen tus papás de todo esto? –solté.

– Pues mi mamá apoya a mi papá, aunque ella no entiende nada, y él como es todo antiguerrilla pues se alegró.

– ¿Crees que pueda hablar con él?

– No, no, eso es para problemas. No entiendo su interés por él –me discutió con una exactitud a prueba de todo.

Nada, solo hablar, preguntarle algunas cosas… –reconocí impaciente.

– Yo lo conozco y él no va a querer nada y se va a molestar. Más bien deje así. Son 90 pesos.

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Ilustración: Héctor Fabián Rodríguez
Ilustración: Héctor Fabián Rodríguez.

 

En el viejo barrio de Nueva Pompeya un taller automotriz. Me acerco a la administración. Pregunto por él: No está, pero podés esperarlo. ¿A qué hora termina su turno? A las 19, me responden.

Un misterio con cara de error. Una duda trocada en capricho. Puedo irme y dejar que todo siga el orden natural de las casualidades. Decido quedarme: la obstinación es mi suerte.

A Don Heriberto sólo lo vi en una foto que Pamela tiene colgada en su Facebook; ahí aparece, serio, en plano general, delante de un aviso de un taller automotriz y mirando a la cámara con altivez. La foto dice “Feliz cumple al pá más trabajador de todos”. Busco en Google el nombre del taller y después de varias combinaciones el buscador me arroja una ubicación con algunas imágenes que me parecen afines.

Llueve. En un bar diagonal al taller pido un café. Me siento en la ventana. Mi reloj marca las 16:51 horas. A las 17:37 veo un hombre entrar al taller. El overol teñido de manchas lo delata como empleado del lugar. Es él. No hay dudas. Lo veo ir y venir por entre los autos. Por momentos se me pierde. Pido otro café.

A las 18:42 el hombre suspende su trabajo y se para íngrimo, a fumar, en la puerta del taller. Tomo el impulso para abordarlo, me levanto de la mesa, pero no, decido que es mejor cuando haya terminado su jornada. El mozo del bar me mira con sospecha. Pido la cuenta. El hombre sigue fumando, lo hace con pasión. Sus extendidas bocanadas de humo me recuerdan la entrañable imperturbabilidad de los fumadores consagrados, aquellos que saben que en eso de fumar se les fue la vida y; sin embargo, nada puede importar más que un cigarrillo encendido. El hombre termina, deja caer la colilla, la pisa. Entra al taller.

A las 19:13 sale, cambiado, limpio. Lleva una camisa a cuadros, jeans azules y tenis blancos. Una mochila marca Totto y un paraguas negro. Aún no oscurece pero la tarde brillante se diluye en escala de grises. Se despide de algunos compañeros, estrecha sus manos, nada de besos y, antes de empezar a caminar, prende otro cigarrillo. Es el momento.

Salgo del bar, lo sigo. En una esquina mientras espera un cambio de semáforo, le hablo:

– ¿Don Heriberto?

Él, dándose vuelta, crudamente, me responde:

– ¿Lo conozco?

La rusticidad de su rostro no coincide con la asonancia suave y llana de su voz.

– Mucho gusto Don Heriberto, soy Giovanni, un cliente de la comida que prepara su esposa.

Le muestro mi mano en señal de amistad.

– ¿Y por qué sabe que yo trabajo por acá? –responde frunciendo el ceño mientras observa con desconfianza mi mano en el aire.

– Busqué en internet, pero tranquilo, solo me gustaría conversar.

– Yo no tengo nada que hablar con usted, todo lo que tenga que ver con la comida háblelo con mi mujer –manifiestó toscamente.

– No, Don Heriberto, no me gustaría hablar precisamente sobre la comida sino sobre la historia que los trajo a usted y a su familia a este país.

– Eso no le importa a nadie –me quita la mirada para situarla en el semáforo vehicular que permanece en verde.

– Una conversación con usted me ayudaría a puntualizar la historia.

– No me interesa hablar con nadie.

Empieza a cruzar la avenida. Sigo detrás de él.

– Don Heriberto, es algo sencillo. Sé que no es la forma y le pido disculpas, pero no le quito más de 20 minutos.

– Que no mano, conmigo no. ¿Qué es lo que quiere? ¿Para quién trabaja?

Arroja el cigarrillo al suelo y lo pisa con furia.

–Mire sardino no busque lo que no se le ha perdido –me increpa mirándome fijamente a los ojos.

– ¿Por qué me lo dice? –replico.

– ¿Usted sabe lo que le pasó a mis hijas? ¿Quiere que le pase lo mismo?

– Perdón, Don Heriberto, ¿es una amenaza?

– Nada de amenazas –prosigue con un tono de voz bajo– mire, usted se ve un sardino bien, no busque lo que no se le ha perdido.

– ¿Por qué me amenaza? –reitero nerviosamente mientras sigo su ritmo.

– No quiero saber nada de ese hijueputa país y usted me lo está recordando mucho –vocifera irritado.

– Pero algún día tendrá que regresar –apunto con insolencia.

Se devuelve hacia mí y en un tono fuerte y casi con el pecho me dice:

– Mire güevoncito, eso es problema mío, ábrase, no se lo vuelvo a repetir, usted no sabe quién soy yo.

Algunos transeúntes nos miran con escama. Yo me mantengo firme y le digo apaciblemente:

– Esto no es Colombia señor, acá rigen otras reglas y estas amenazas pueden complicarlo.

– Me importa un culo dónde esté, ese hijueputa país y sus reglas lo alcanzan a uno a cualquier lado, nadie se salva, así que ábrase y no se busque una muerte pendeja, marica, ¿o es que quiere que sus papás lo vean con pijama de madera?

Don Heriberto me muestra su espalda y se aparta de mí, iracundo. A unos diez metros voltea para ver si sigo detrás de él. Yo apuro mi paso en dirección contraria. Pienso que él no es él y que lo único real es su cuerpo. No puedo dudar de las voces de doña Blanca ni de Pamela. Me siento agitando ocultamientos. Amenazado por la historia de mi país. Aro evidencias que no puedo probar. Lo único que podría precisar –para terminar con este raro devenir atiborrado de inconfundibles sabores y aromas colombianos– es que allá, en el país del sangrado corazón, la violencia es apenas un eslabón de una cadena infinita. Y que la guerra es un karma que todos llevamos dentro y del cual jamás podremos zafar.

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